Zigzag (43 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
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En aquel momento hablaba la profesora Clissot.


No. Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a la despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada...

Hablaban en castellano. Harrison habría podido conectar el traductor automático incorporado al programa de vigilancia, pero no lo deseaba. Era obvio que estaban contándose sus penas e informando a Lopera de lo sucedido.

Se acaricié) la barbilla. El hecho de que los científicos hubiesen llegado a saber tanto no dejaba de intrigarle, pese a que Carter había obtenido sobradas pruebas de que, antes de morir, Marini los había ayudado. Pero ¿cabía atribuir la copia de las autopsias, por ejemplo, a la intervención de Marini? Teniendo en cuenta que el propio Marini lo ignoraba casi todo al respecto, ¿cuál podía haber sido su fuente? ¿De quién había procedido la filtración? A Harrison había empezado a preocuparle eso.

Filtración
. La grieta. Lo que permite que las cosas salgan o entren. El defecto en el blindaje.

Blanes hablaba ahora. Cuánto odiaba sus aires de superioridad y sabiduría...

Le dedicó una larga mirada a Elisa Robledo. Últimamente contemplaba ciertas cosas de la misma forma, sin pestañear ni respirar siquiera, con mucha atención. Conocía la anatomía básica del ojo, y sabía que la pupila no es una mancha sino un di—# minuto agujero. Una fisura, en realidad.

Filtraciones
.

Por ese agujero podían penetrar imágenes indeseable como las que había visto hacía cuatro años en la casa de Colin Craig y el piso de Nadja Petrova, o el día anterior en una mesa de disecciones de Milán.
Imágenes hediondas e impuras como la boca de un moribundo
. Soñaba todas las noches (las que empleaba en dormir) con ellas.

Ya había decidido lo que iba a hacer, y recibido la bendición de los altos cargos: descontaminar, amputar la gangrena. Se acercaría a los científicos bien protegido y eliminaría toda la carne enferma que estaba contemplando. En particular, y de manera personal, la carne responsable de que existieran grietas, fisuras.

Muy en especial, se dedicaría a Elisa Robledo. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a sí mismo.

Pero sabía lo que iba a hacer.

De pronto la pantalla se llenó de dientes de sierra. Harrison imaginó por un segundo que el Todopoderoso lo estaba castigando por sus malos pensamientos.

—Interferencias en la transmisión —dijo el hombre de la izquierda manipulando la galleta de chocolate—. Quizá falta de cobertura.

Harrison apenas le dio importancia a no poder ver ni escuchar. Los científicos, incluyendo a Elisa, ya formaban, tan solo, una débil luz en su firmamento privado. Tenía planes, y los llevaría a cabo en el momento oportuno. Ahora quería concentrarse en la última tarea que le aguardaba aquella noche.

Blanes se disponía a seguir hablando cuando algo lo interrumpió.

—El avión del profesor Silberg aterrizará en diez minutos —dijo Carter entrando en la habitación y cerrando la puerta tras de sí.

Aquella intromisión indignó a Elisa, que saltó de su asiento.

—Lárguese, ¿quiere? —espetó—. ¿No le basta con escucharnos desde los micrófonos? ¡Queremos hablar entre nosotros! ¡Váyase de una vez!

A su espalda escuchó ruidos de sillas removidas y peticiones de calma por parte de Víctor y Blanes. Pero ella había llegado a un punto sin retorno. La mirada fija de Carter y su cuerpo como un pedazo de granito plantado frente a ella se le antojaban simbólicos: la justa metáfora de su impotencia ante los acontecimientos. Se situó a escasos centímetros de distancia de él. Era más alta, pero cuando lo empujó sintió como si intentara mover una pared de ladrillos.

—¿Es que no me escucha? ¿No entiende el inglés? ¡Lárguense, usted y su jefe, de una jodida vez!

Sin tener en cuenta a Elisa, Carter miró a Blanes y asintió.

—He puesto en marcha los inhibidores de frecuencia. Harrison se ha ido al aeropuerto y no puede vernos ni oírnos ahora.

—Perfecto —repuso Blanes.

La mirada de Elisa viajaba desconcertada de uno a otro, sin comprender el diálogo que mantenían. Blanes dijo entonces:

—Elisa: Carter es quien nos ha estado ayudando en secreto desde hace años. Él ha sido nuestra fuente de información en Eagle, nos ha entregado copias de las autopsias y todas las pruebas con que contamos... Entre él y yo preparamos este encuentro.

26

—Ha matado a todos mis hombres. Los que estuvieron en Nueva Nelson. Eran cinco, ¿recuerda? Muertes que hielan la sangre, parecidas a las de sus amigos, pero no tan populares, ¿verdad, profesora? Ellos no eran... «científicos brillantes».

Carter hizo una pausa. Por un instante, una especie de telón pareció alzarse en sus ojos claros, pero de inmediato las piezas de acero de su rostro volvieron a encajar y todo cesó. Prosiguió, en un tono neutro:

—A Méndez y Lee se los cargó con la explosión del almacén, pero la autopsia demostró que antes se había entretenido un poco con Méndez... York fue asesinado hace tres años, el mismo día que el profesor Craig, en una base militar de Croacia. A Bergetti y Stevenson los hizo picadillo este lunes, horas antes de matar a Marini. Bergetti estaba de baja por un trastorno mental, y fue asesinado en su casa; su mujer se arrojó por la ventana al ver su cadáver. A Stevenson lo destrozó en una barcaza en medio del mar Rojo diez minutos después, durante una misión rutinaria. Nadie vio cómo ocurrió. Parpadearon, y allí estaba el fiambre... Empecé a sospechar cuando me enteré de la muerte de York. En Eagle no me lo contaron, lo supe por mis propios medios... Fue entonces cuando opté por colaborar con el profesor Blanes...

—Ahora comprendes, Elisa, que no hubo ninguna traición. —acotó Blanes—. Lo habíamos preparado de esta forma. Si Carter no llega a informar a Eagle de nuestra reunión, ya estaríamos todos de regreso a Imnia, y drogados. Pero él los convenció de que era preferible escuchar antes lo que teníamos que decir... De hecho, lleva ayudándonos desde hace años. No solo organizó este encuentro: también el anterior. ¿Recuerdas el mensaje musical? —Elisa asintió: ahora comprendía de dónde había procedido aquel mensaje tan impropio de las habilidades de Blanes.

—Debo aclararles algo —dijo Carter—: ustedes me gustan tanto como yo a ustedes, es decir, ni pizca. Pero si me dan a elegir entre Eagle y ustedes, los prefiero a ustedes... Y si me dan a elegir entre
él
y ustedes, sigo prefiriéndolos a ustedes, —agregó—. No sé quién o
qué
coño es, pero ha eliminado a todos mis hombres, y ahora, supongo, viene a por mí.

—Está eliminando a todos los que estuvimos en esa isla, hace diez años... —susurró Jacqueline—. A todos.

—¿Usted también
lo ve
? —preguntó Elisa a Carter, trémula.

—Claro que
lo veo
. En sueños, igual que usted. —Tras una pausa se corrigió, y su voz tembló ligeramente—: Es decir, no, no
lo veo
: cierro los ojos cuando aparece.

Se apartó de Elisa y se aflojó el nudo de la corbata mientras, hablaba.

—Eagle les está mintiendo: no pretenden ayudarlos. En realidad, están esperando otra muerte... Creo que quieren estudiarnos, ver qué sucede cuando
eso
elija al siguiente de la lista. A mí también me han hecho exámenes en Imnia, pero aún confían en mí, lo cual es una ventaja, claro. De modo que, les guste o no, ustedes no son cuatro, contando con Silberg, sino cinco. Tendrán que incluirme en sus planes.

—Seis.

Las miradas se trasladaron a Víctor, que parecía tanto o más sorprendido que los demás con su propia intervención.

—Yo... —Titubeó, tragó saliva, respiró hondo y logró dotar a sus palabras de una inesperada fuerza—. Tendrán que incluirme también.

—¿Se lo han contado todo? —preguntó Carter, como si no estuviera muy seguro acerca de la valía de aquella nueva incorporación.

—Casi todo —dijo Blanes.

Carter se permitió distender los labios.

—Pues tómese su tiempo, profesor. Aún debemos esperar a Silberg.

—Estoy deseando que llegue —confesó Blanes—. Los documentos que trae son la clave.

—¿A qué te refieres? —inquirió Elisa.

—En ellos está la explicación de lo que nos ocurre.

Jacqueline se adelantó un paso. En su voz se percibía una renovada ansiedad.

—David, solo dime esto: ¿existe
él
? ¿Es real o se trata de una visión colectiva..., una alucinación?

—No sabemos aún lo que es, Jacqueline, pero es real. Los de Eagle lo saben. Es un ser completamente real. —Los miró como si pasara revista a los últimos supervivientes de alguna catástrofe. En sus ojos Elisa advirtió el brillo del miedo—. En Eagle lo llaman «Zigzag», como el proyecto.

Casi por primera vez en su vida, Reinhard Silberg estaba pensando en sí mismo.

Todos aquellos que lo conocían sabían que pecaba más bien de altruista y abnegado. Cuando su hermano Otto, cinco años mayor y director de una empresa de instrumentos ópticos en Berlín, le llamó un día para explicarle que le habían diagnosticado un cáncer cuyo nombre no era capaz de pronunciar, Silberg habló con Bertha, pidió un permiso en la universidad y se marchó a casa de Otto. Estuvo cuidándolo y apoyándolo hasta que se produjo su muerte al año siguiente. Dos meses después hizo la maleta y se fue a Nueva Nelson. Eran tiempos difíciles, con paletadas emocionales de cal y arena: en aquellos días creía que el Proyecto Zigzag era la feliz compensación que Dios le otorgaba en Su infinita bondad para paliar la tragedia de su hermano.

Ahora pensaba de forma muy distinta.

En cualquier caso, hasta que las cosas cambiaron definitivamente, Silberg nunca había tenido miedo de lo que pudiera ocurrirle. No por poseer una valentía especial sino por lo que Bertha llamaba «cuestiones glandulares». El sufrimiento de los seres que le rodeaban le
dolía
más que el suyo propio; así era, llanamente. «Si alguien tiene que caer enfermo en esta casa, lo mejor es que sea Reinhard —solía decir su esposa—. Si soy yo, enfermamos los dos, y él más que yo.»

Te quiero tanto, Bertha...
Al pensar en ella, volvía a verla en su mente: los ojos ajenos podían decir que ya no era la chica rellenita aunque esbelta que había conocido en la universidad casi medio siglo antes, pero para Silberg seguía siendo la mujer más deseable del mundo. Pese a que no habían logrado tener hijos, treinta años de feliz matrimonio lo habían convencido de que el único paraíso que existe sobre la Tierra, el, único que de verdad merece tal nombre, consiste en poder vivir junto a quien se ama.

Sin embargo, durante algún tiempo esa armonía había estado a punto de quebrarse. Años atrás, horrorizado con sus sueños, Silberg había tomado una decisión muy similar a la que, le había impulsado a marchar a casa de su hermano: irse para ayudar a otro. Hizo las maletas y se trasladó al pequeño apartamento de soltero que poseían cerca de la universidad, y que solían alquilar a los estudiantes. No podía vivir junto a su mujer temiendo cada noche despertarse y comprobar que le había hecho todo lo que le hacía en aquellas visiones grotescas... A Bertha le había dado muchas excusas: desde la necesidad de plantearse las cosas «desde la distancia» hasta que se encontraba mal de los nervios. Pero fue ella la que empezó a encontrarse mal y removió cielo y tierra para que Silberg regresara a su lado. Él había terminado accediendo, aunque sus temores no habían hecho sino incrementarse.

Esa tarde se había despedido de Bertha. No quería que nada de lo que le ocurriera a partir de entonces, fuera lo que fuese, le sorprendiera junto a ella. No le había dado un abrazo muy fuerte, pero había envuelto su cuerpo y acariciado la espalda que la martirizaba tanto últimamente diciéndole que había surgido «un nuevo proyecto» y que se necesitaba su colaboración. Tendría que ausentarse unos días. No le importó decirle que iba a reunirse con David Blanes en Madrid: sabía que Eagle se habría enterado ya, y mentir a su mujer era correr el riesgo de que la interrogaran.

Por supuesto, no le había contado toda la verdad, ya que, en Madrid, Blanes, él y el resto del equipo tendrían que tomar algunas decisiones drásticas. Sabía que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a ver a su esposa (si
volvía
a verla), de ahí la importancia que había otorgado a la breve despedida.

Pero en aquel momento ni siquiera pensaba en Bertha. Estaba aterrorizado
por él
, por su propia vida, por su futuro. Tenía tanto miedo como un niño pequeño en la profundidad de un pozo.

En el maletín que llevaba en el portaequipajes se encontraba el origen de su terror.

Volaba en un jet privado Northwind a velocidad de crucero de quinientos veinte kilómetros por hora, dentro de una cabina de doce metros de longitud con siete asientos que olían a cuero y metal nuevos. Los otros dos únicos pasajeros, sentados frente a él, eran los hombres que Eagle había enviado para acompañarlo desde su pequeño despacho en la facultad de Física de la Technische de Berlín, en Charlotenburg. Silberg ocupaba desde hacía años la cátedra de un departamento cuyo nombre obligaba a los creadores de tarjetas de visita a hacer piruetas con el espacio libre:
Philosophie
,
Wissenschaftstheorie
,
Wissenschafts
und
Technikgeschichte
. El departamento estaba adscrito a la facultad de Humanidades, ya que se dedicaba al estudio de la filosofía de la ciencia, pero, en calidad de físico teórico, además de historiador y filósofo, contaba con una base de operaciones en la facultad de Física. Allí había terminado de leer y anotar las conclusiones que había estado elaborando a lo largo de todo el día, y que albergaba bajo el cierre informático de aquel maletín.

Silberg esperaba la llegada de los hombres de Eagle, pero pese a ello fingió sorpresa. Le explicaron que habían sido designados para escoltarle hasta Madrid. No era preciso que utilizara el billete de avión que había adquirido: viajaría en un jet privado. Él sabía muy bien la razón de aquella «jaula de oro». Carter ya le había advertido que Harrison iba a detenerlo en el aeropuerto y quitarle el maletín. Confiaba en que Carter lo recuperase, pero aun si no era así, ya había tomado medidas para que sus conclusiones llegaran a las manos adecuadas.

—Iniciamos el descenso —informó el piloto desde los altavoces.

Revisó su cinturón de seguridad y siguió sumido en sus pensamientos. Se preguntaba, no por primera vez, la causa de aquel castigo tan espantoso que había caído sobre ellos. ¿Quizá el hecho de haber transgredido la prohibición más tajante que Dios le había hecho al hombre? Tras expulsar a Adán del paraíso, Dios había enviado a un ángel con espada de fuego para que guardase la entrada.
No puedes regresar: el pasado es un paraíso inaccesible para ti
. Sin embargo, ellos habían intentado
regresar
al pasado de algún modo, aunque solo fuese contemplándolo. ¿Acaso no era ésa la principal perversión? Las imágenes del Lago del Sol y la Mujer de Jerusalén (con las que soñaba casi cada noche desde hacía diez años), ¿no eran la prueba palpable de aquel oscuro pecado? Ellos, los «condenados», los mirones de la Historia, ¿no se habían hecho acreedores a un castigo ejemplar?

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