La imagen finalizó. Víctor la cerró y cargó otra.
No sabía si deseaba verlo. De repente pensaba que no quería, fuese o no
Él
realmente (¿a cuántos pobres diablos habrían crucificado en aquella época hasta llegar a aquel pobre dios?). No, al menos, bajo los escalofríos de los Tiempos de Planck, sometido a la dictadura de átomos evanescentes. No quería ver al Hijo carcomido, devorado por un instante en el que ni siquiera el Padre tenía cabida. La Eternidad, la Infinita Duración, la Rosa Beatífica y Mística, eran el Tiempo de Dios. Pero ¿y la Infinita Brevedad? ¿Cómo debería llamársela? ¿La Instantaneidad?
Aquel lapso tan diminuto en que la Rosa era solo el tallo pertenecía al Diablo, sin duda. Un relámpago, la vislumbre de un parpadeo, incluso el simple
deseo
de parpadear, duraban infinitamente más. Víctor pensaba algo horrible: en aquel cosmos de millonésimas de segundo el Bien no existía, porque necesitaba
más
tiempo
que el Mal.
Los había encontrado por casualidad esa tarde, en uno de los archivadores del laboratorio de Silberg, mientras buscaba CD vírgenes. Eran varios discos compactos con una etiqueta que ponía «Dispers» sobre la tapa.
Recordó de inmediato la narración de Elisa. Tenían que ser las «dispersiones» que Nadja le había contado que Silberg guardaba, los experimentos fallidos de cuerdas de tiempo abiertas con energías erróneas, y por tanto borrosas. ¿Cómo era que seguían allí? Quizá en Eagle pensaban que aquél era el lugar más adecuado para albergarlas. O podía tratarse de imágenes inservibles. Estaba seguro, en cualquier caso, de que no lograría ver mucho, pero el nombre de los archivos que descubrió al insertar uno de los discos en el ordenador —«crucif», seguido de un número— era demasiado tentador, demasiado sospechoso como para perder aquella oportunidad única.
En el laboratorio de Silberg había un par de portátiles con las baterías cargadas. Víctor suponía que los técnicos que visitaban la isla se servían de ellos para examinar los discos. Aunque Blanes había ordenado extraer las baterías de todos los aparatos, Víctor se había asegurado de dejar al menos uno de los portátiles en activo. Para no estropear los planes de sus compañeros había efectuado un rápido cálculo: la linterna que había dejado en lugar de la otra consumía menos. En total, la energía que ahora utilizaban equivalía casi a la de la linterna grande. Y si a pesar de eso estaba haciendo algo malo, no le importaba: había decidido asumir la responsabilidad. Solo quería ver algunas de esas imágenes. Solo
algunas
, por favor. Nada en el mundo iba a impedírselo.
Había abierto el primer archivo temblando. Pero era un universo rosa pálido, un delirio surrealista. Los nueve siguientes parecían animaciones de un pintor de los sesenta bajo la in fluencia del ácido. En el undécimo, sin embargo, se le cortó la respiración.
Un paisaje, un monte, una cruz.
De pronto la cruz se convirtió en un poste sin brazo horizontal. Tragó saliva: aquellos cambios en la morfología tenían que deberse a los Tiempos de Planck. La cruz no era cruz en aquellos lapsos tan pequeños. No advirtió ninguna figura humana.
La imagen solo duraba cinco segundos. Víctor la guardó y abrió la siguiente.
Era muy borrosa: un monte que parecía en llamas. La cerró y probó con la siguiente. Mostraba un escorzo de la escena de la cruz. O quizá otra diferente, porque ahora advertía una segunda cruz en la cima y el extremo de otra a la derecha. Tres.
Y figuras alrededor. Bultos, sombras decapitadas.
Un sudor helado bañaba su espalda. La imagen era muy borrosa, pero aun así podía distinguir formas adosadas a las cruces.
Se quitó las gafas y se acercó a la pantalla hasta que su visión de miope captó todos los detalles. La imagen saltó, y una de las cruces desapareció casi por completo. En su lugar quedó una mancha flotando en el aire, una cosa oblonga colgada de la madera como un avispero de una viga.
¿Eres Tú, Señor? ¿Eres Tú?
Se le humedecieron los ojos. Alargó los dedos hacia la pantalla, como queriendo tocar aquella silueta difusa.
Estaba tan concentrado que no se percató de que la puerta del laboratorio se abría a su espalda. El mínimo ruido que hicieron los goznes quedó ahogado por el embate del temporal.
Por un instante creyó que seguía soñando.
La pantalla de la sala, sobre la que Blanes se recostaba, había sido
horadada
. La abertura tenía el tamaño aproximado de un balón de reglamento y era de forma oval, con bordes limpios. El resplandor que penetraba por ella procedía, sin duda, del brillo de las luces de la sala de control
al otro lado
.
Pero lo más horrible era lo que ocurría con Blanes.
En su rostro había un agujero elíptico y profundo. Ocupaba la porción derecha de su cara e incluía la ceja, el globo ocular y todo el pómulo. En su interior podían observarse (perfectamente visibles bajo la luminiscencia que penetraba por la oquedad de la pantalla), densas masas rojizas. Jacqueline creyó identificarlas: los senos frontales, la delgada lámina del tabique nasal, los cordajes de los nervios facial y trigémino, las rugosas paredes del encéfalo... Era como una holografía anatómica.
Se han ido el viento y el mar.
A su alrededor se había desatado un silencio inmenso. La oscuridad también era distinta, como más sólida. No había linternas ni ninguna otra luz, salvo la que se filtraba por el agujero.
Se han ido: solo queda el viejo barco.
Se puso en pie y dedujo que no soñaba. Todo resultaba demasiado real. Ella era ella, y sus pies descalzos tocaban el suelo, aunque no percibía la frialdad del...
Una rara sensación le hizo bajar la cabeza: vislumbró la cima de sus senos coronados por los pezones. Se palpó el cuerpo. No llevaba nada encima, ni ropa ni objetos. Nada la cubría.
Se han ido el viento y el mar. Se han ido. Se han ido.
Se volvió hacia Carter, pero no lo vio. Víctor también había desaparecido. Solo quedaba aquel Blanes, paralizado y destrozado, y ella.
Solo ellos dos, y la oscuridad.
Dócil como un muñeco, Víctor fue a estrellarse allí donde la Mano lo envió. Golpeó el cajón abierto de las dispersiones y notó un agudísimo dolor en las corvas. Al desplomarse levantó una oleada de polvo que lo hizo toser. Entonces la Mano aferró sus cabellos y se sintió alzado en vilo entre nubes de estrellas diáfanas, purísimas como nieve en el aire. Recibió una bofetada que pareció convertir su oído izquierdo en un motor zumbante y maltrecho. Intentó apoyarse en algún sitio y arañó la pared metálica que tenía detrás. Sus gafas habían desaparecido. A la altura de sus pupilas se situó un ojo sin iris, tan negro que parecía opaco. Tan negro que se desmarcaba fácilmente de la mediocre oscuridad a su alrededor. Oyó el crujido de un mecanismo.
—Escuche, estúpido cura... —La voz de Carter, susurrante como un soplete, parecía provenir de aquel ojo—. Le estoy apuntando con una 98S. Está fabricada en fibra de carbono y posee un cargador con treinta balas de cinco milímetros y medio. Un solo disparo a esta distancia y no quedará de usted ni el recuerdo de su primer pedo, ¿está claro? —Víctor gimió, ciego, lloriqueante—. Le advierto una cosa: me ocurre algo. Lo sé, lo noto.
No soy yo mismo
. Se lo juro. Desde que he regresado a esta jodida isla me he convertido en alguien
peor
que el que era... Soy capaz de meterle ahora mismo una bala en la cabeza, limpiarme sus sesos con un pañuelo y luego desayunar. —
Hágalo
, pensó Víctor, pero no logró articular una palabra y Carter no le dejaba intentarlo—. Si vuelve a largarse sin avisar, si vuelve a irse estando de guardia o conecta algún otro maldito aparato sin permiso, juro que lo mataré... No es una amenaza: es lo que hay. Es posible que lo mate aunque se comporte bien, pero déjeme hacer la prueba. No me ofrezca oportunidades fáciles, cura. ¿De acuerdo?
Víctor asintió. Carter le devolvió las gafas y lo empujó hacia la salida.
Entonces sucedió todo.
Más que sentirlo, lo
presintió
.
No fue una imagen, un ruido, un olor. Nada material, nada que pudiese percibir con sus sentidos. Pero supo que Zigzag estaba allí, al fondo de la sala, de igual manera que hubiese sabido que un hombre anónimo, en medio de una multitud, la deseaba solo a ella.
Se han ido el viento y el mar. Queda el abismo.
—Dios... ¡Dios mío, por favor! ¡¡Por favor, que alguien me ayude!! ¡¡Carter, David...!! ¡¡Socorro, ayúdenme...!!
El terror tiene un punto sin retorno. Jacqueline lo cruzó en ese instante.
Se acurrucó contra la pantalla, junto al cuerpo petrificado de Blanes, las manos cubriéndose los pechos, y gritó una y otra vez, como nunca en toda su vida, sin reservas, sin pensar en otra cosa que en enloquecer con sus propios gritos. Aulló, berreó como un animal agonizante, hasta romperse la garganta, hasta creer que el corazón le estallaba y los pulmones se le anegaban de sangre, hasta saber que ya estaba loca, o muerta, o al menos anestesiada.
De pronto algo avanzó desde el fondo de la sala. Era una sombra, y al moverse pareció arrastrar consigo parte de la oscuridad. Jacqueline giró la cabeza y la contempló.
Al ver sus ojos dejó de gritar.
En ese mismo instante logró dar una única y definitiva orden a su cuerpo. Se levantó y corrió hacia la puerta como si lo hiciera por un trampolín desde la cubierta de un barco que se hundía.
Se han ido. Se han ido. Se han ido. Se han ido. Se han ido.
No lo lograría, se dijo. No conseguiría escapar. El la atraparía antes (se movía muy rápido, demasiado rápido). Pero con el último jirón de su cordura comprendió que estaba haciendo lo correcto.
Lo que cualquier ser vivo hubiese hecho en su lugar después de haber visto aquellos ojos.
La imagen había sido procesada. El ordenador le preguntaba si quería cargarla. Conteniendo la ansiedad, Elisa presionó la tecla ENTER.
Tras un instante de indecisión, la pantalla parpadeó en rosa pálido mostrando lo que parecía una foto borrosa de la sala de control: distinguió perfectamente el brillo del acelerador al fondo y los dos ordenadores en primer plano. Pero algo había cambiado, aunque la falta de nitidez provocó que demorara en darse cuenta: existía otra fuente de luz, una linterna encendida junto al ordenador de la derecha. Bajo su resplandor pudo ver el borrón situado en el mismo lugar que ella.
Sintió que le faltaba el aire. Algo en su memoria se resquebrajó y dejó escapar un torrente de recuerdos. Diez años después lo veía de nuevo. El mal estado de la imagen dejaba mucho margen para que ella lo reconstruyera: la espalda huesuda, la cabeza grande y angulosa... Todo cuarteado por el Tiempo de Planck, pero no necesitaba más nitidez para saber quién era.
Ric Valente estaba contemplando la pantalla del ordenador, ajeno al hecho de que diez años después ella lo contemplaría a él desde la misma pantalla. Se encontraba a solas y así creía que seguiría por los siglos de los siglos, pero la teoría de Blanes lo había arrancado de la piedra del tiempo como una veta extraída por mineros expertos.
Pasada la primera impresión, Elisa se encorvó casi en una postura similar a la de Valente: ambos escudriñando lo que sucedía o había sucedido, asomados a la cerradura del pasado, espiando como mayordomos indiscretos.
¿Qué está mirando? ¿Qué hace?
El brillo de los controles encendidos frente a Ric le hizo saber que él también acababa de abrir varias cuerdas temporales y observaba los resultados. La posición de la cámara con la que había grabado la muestra de luz le permitía ver la misma pantalla que veía Ric, pero la silueta de éste se interponía entre ella y lo que él contemplaba.
De todas formas no iba a ver nada aunque se apartase. Necesito usar los perfiladores.
Algo la intrigaba en aquella imagen. ¿Qué era? ¿Por qué se sentía de repente tan inquieta?
Cuanto más la miraba, más segura estaba de que había un detalle que no encajaba. Algo oculto, o quizá demasiado a la vista, como en esos juegos en los que solo el ojo atento puede distinguir las sutiles diferencias entre dibujos muy similares. Intentó concentrarse...
El brusco salto a otra cuerda temporal casi la asustó. Ahora Ric se había desplazado a la izquierda, pero los contornos seguían siendo muy borrosos y, tal como había sospechado, no conseguía siquiera imaginar cuál podía ser la escena que él había estado vislumbrando y que ahora aparecía frente a ella, sin obstáculos, en la pantalla de Ric, como un manchurrón sepia
. Ahí tiene que estar Zigzag, pero necesito perfilarla y hacer un zoom
. Había otra figura junto a Valente. Pese a que le faltaba la mitad del rostro y parte del torso, reconoció a Rosalyn Reiter. Sin duda, se trataba del momento en que la pobre Rosalyn lo había sorprendido. Él estaría intentando explicarle qué hacía allí. Aquella cuerda pertenecía a una fracción diminuta de tiempo en el margen de las 4.10.10 horas, dos segundos antes del apagón y de Zigzag. Rosalyn se hallaba muy alejada del generador. ¿Cómo había logrado entrar dos segundos después en la cámara del generador y morir electrocutada? Le pareció obvio que todo había ocurrido durante el ataque, incluso empezaba a imaginar una posible explicación...
Y seguía existiendo ese
detalle
que no lograba concretar pero que la inquietaba tanto. ¿Qué era?
Ya no había abierto más cuerdas. Antes de que se le olvidara, tecleó una orden e inició el proceso de perfiladura, programándolo para continuar con el ordenador apagado.
Entonces se dio cuenta de otra cosa: ni la silueta de Ric ni la de Rosalyn tenían sombras a su alrededor. Sabía que Rosalyn estaba muerta y no podía originar ningún desdoblamiento, pero ¿y Ric? ¿Significaría eso que también
había
muerto
?
Mientras reflexionaba, experimentó otra clase de inquietud, más intensa.
Giró la cabeza y contempló la vasta cámara.
La sala de control se hallaba a oscuras. La fosforescencia rosácea de la pantalla era la única luz, y se detenía a solo dos metros a su alrededor. Siguiendo las instrucciones de Blanes, había desconectado el acelerador una hora antes y desenchufado los cables del resto de los ordenadores y aparatos. La pila de su reloj se hallaba sobre la mesa (aunque sabía la hora por el reloj de la pantalla: casi las doce). Afuera continuaba el caos. La furia del temporal se percibía incluso a través de las paredes. En las ventanas se estrellaba una ola inacabable.