Zigzag (25 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
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Años después pensó que ella, a su modo, también era responsable del horror.

Tendemos a culparnos por las catástrofes sufridas. Cuando la tragedia nos abruma, nos replegamos hacia el pasado y buscamos alguna falta que hayamos podido cometer, y que la explique. Tal reacción podía ser absurda en muchos casos, pero en el suyo le parecía correcta.

Su tragedia era abrumadora, y quizá su falta también.

¿Cuándo se había equivocado, en qué preciso instante?

A veces, en la soledad de su casa, frente al espejo, contando los angustiosos segundos que le quedaban antes de que sus pesadillas regresaran de nuevo, concluía que su gran error había sido, precisamente, su gran acierto.

Aquel jueves 15 de septiembre de 2005, el día de su éxito.

El día de su condena.

Los problemas matemáticos son como cualquier otro: te pasas semanas vagando por un sinfín de vericuetos y de repente te levantas una mañana, bebes café, miras cómo el sol nace y allí, incomparablemente luminosa, está la solución que buscabas.

La mañana del jueves 15 de septiembre, Elisa se quedó inmóvil con el lápiz en la boca mirando la pantalla del ordenador. Imprimió el resultado y se dirigió al despacho de Blanes portando un papel.

Blanes se había hecho instalar un teclado eléctrico en su despacho privado. Interpretaba a Bach, mucho Bach, solo a Bach. El despacho lindaba con el laboratorio de Clissot, y a veces la cristalina criatura de una fuga o el aria de las Variaciones Goldberg se filtraban como fantasmas por las paredes durante las tardes solitarias que Elisa pasaba trabajando. Pero no le molestaba, incluso le agradaba oírle. juzgaba a Blanes, dentro de su profunda ignorancia de la música, como un pianista aceptable. Sin embargo, aquella mañana ella tenía otra «música» que ofrecerle, y pensaba que a él no le parecería mal si se trataba de la melodía correcta.

Sin mover las manos de las teclas, Blanes lanzó una mirada a la temblorosa hoja de papel.

—Perfecto —dijo sin emoción—. Ya lo tenemos.

Blanes ya no le parecía ningún ser «extraordinario» —como solía contarle a su madre—, pero tampoco vulgar, ni siquiera un cabrón. Si algo había aprendido Elisa a sus veintitrés años de edad, era que nadie, absolutamente nadie, podía ser definido con facilidad. Todo el mundo es algo, pero también algo más, incluso lo opuesto. Las personas, como las nubes de electrones, son borrosas. Y Blanes no era una excepción. Cuando lo conoció, en las clases de Alighieri, había creído que se trataba de un estúpido sexista, o bien un tímido enfermizo. Durante los primeros tiempos de convivencia en Nueva Nelson llegó a pensar, sencillamente, que él no le hacía ningún caso. Creyó entonces que el problema radicaba en ella: en su inveterada costumbre de esperar que todos los profesores masculinos la trataran de manera especial, no solo porque era lista (incluso muy lista) sino porque estaba buena (incluso buenísima), y ella conocía sus virtudes y estaba habituada a manipularlas en su beneficio. Pero con Blanes se topaba con alguien que parecía decirle: «Me traen al fresco tus intuiciones geométricas y tus formas novedosas de integrar, así como tus piernas, tus shorts, y el hecho de que unos días te pongas y otros te quites el sostén».

Tiempo después Elisa cambió de opinión, y comprendió que él sí que la tenía en cuenta. Que la miraba con aquellos ojos de Robert Mitchum siempre entornados como si estuviera a punto de dormirse, pero que no se dormía ni de coña. Que cuando ella regresaba de la playa casi desnuda y se lo encontraba en los pasillos del barracón, él, por supuesto, le echaba miradas de hombre, incluso más fogosas que las de Marini (que eran notables), y desde luego mucho más que las de Craig (casi inexistentes). Pero sospechaba que la mente de Blanes, como la suya, andaba por otros cerros, y que él estaría sospechando otro tanto sobre ella. Quizá todo se solucionara, creía a veces, si algún día se iban juntos a la cama. Ella se lo imaginaba así: ambos en pelotas, mirándose sin hacer nada más. Pasarían los minutos y de pronto él diría, en tono asombrado: «Pero... ¿de verdad no te importa que te toque?». Y ella, con no menos asombro: «Pero... ¿querías tocarme?».

—Esperaremos a que Sergio termine —dijo él, y siguió tocando a Bach, que era lo único que tocaba.

La idea de Blanes era tomar ambas muestras de luz —la «Jurásica» y la «Jerusalén»— en una misma jornada, ya que el lugar geográfico que iban a investigar era aproximadamente el mismo.

Pero Marini y Valente, como les había ocurrido en la ocasión anterior, se retrasaban con los cálculos, de modo que no había más remedio que esperar.

Sin nada que hacer ya, Elisa se dedicó a vegetar con pequeñas tareas, entre ellas preparar el correo electrónico que enviaría a su madre al día siguiente (tras pasar, por descontado, a través de los habituales filtros de censura). Luego se puso a recordar la mañana de principios de agosto, mes y medio atrás, cuando le había mostrado su primer resultado a Blanes interrumpiendo también su recital, y todo el tormento por el que había pasado después, del cual Nadja la había rescatado.

Justo en aquellos días había tenido lugar el encuentro más desagradable hasta la fecha con Valente, y ella había creído comprender cuánto le afectaba a Sharpe llegar siempre el último en la supuesta «carrera» que ambos (por exclusivo deseo de él) estaban disputando. Irónicamente, los resultados de Valente y ella por aquel entonces habían sido erróneos.

Ahora no iba a ser así. Tenía la convicción de que esa vez había dado en el clavo. Y en esto no se equivocaba.

Pensaba, asimismo, que si su cálculo se demostraba correcto, sería la persona más dichosa del mundo.

Y en esto sí se equivocaba. Por completo.

El mes previo no había sido, desde luego, el mejor para Valente Sharpe. Elisa apenas si lo veía por la estación, ni siquiera en el laboratorio de Silberg, que era donde se suponía que trabajaba. Pero lo que era trabajar, le constaba que lo hacía. En ocasiones necesitaba decirle algo y lo hallaba en su cuarto, sentado en la cama tecleando en su ordenador portátil y tan sumido en su tarea que ella casi se sentía inclinada a considerarle
(¿cómo había dicho él aquella vez?)
un «alma gemela». Había abandonado incluso el flirteo con Reiter (a Rosalyn —se percataba ella— eso le afectaba mucho más que a él). En cambio, frecuentaba la compañía de Marini y Craig, y no era raro verlos a los tres llegando a la caída de la tarde, tras largos paseos por la playa o el lago. A ella le pareció evidente que Ric había entrado en una nueva fase en la que pretendía, a toda costa,
destacar
. No le bastaba con haber sido uno de los elegidos para el proyecto, quería ser el único: desplazarla no solo a ella, sino a todos los demás.

En ocasiones eso le daba más miedo que las historias de oscuras perversiones que Víctor le había contado sobre él. Tras aquel tiempo de convivencia forzosa en la isla empezaba a, comprender que bajo la aparente calma despectiva de su compañero existía un volcán de deseos de ser el mejor, el primero.
Todo lo que hace o dice tiene ese objetivo
. Se percató de que esa pasión lo devoraba, no solo por dentro: violentos tics le contraían los labios o la pierna derecha cuando se hallaba frente al ordenador, su anémico color natural había palidecido y sendas bolsas de piel le pendían bajo los párpados como nidos de alguna clase de extraña y maligna criatura.
¿Qué le pasa? ¿Qué puede estar pasándole?

A ella le apenaba verle tan obsesionado. Sabía que sentir una pizca de pena por Ric Valente Sharpe era, en cierto modo, haberse ganado la mitad del cielo y tener buenas perspectivas de conseguir la otra, pero ya estaba acostumbrada a él y era capaz de compadecerle.

Al menos, hasta aquel encuentro en la playa.

La tarde del miércoles 10 de agosto, un día después de entregar los primeros resultados, Elisa bajó a la playa. Nadja aún no había llegado. En su lugar, de pie en la arena, había una estatua blanca sobre la que algún gamberro parecía haber arrojado trapos sucios que ondeaban al viento.

Cuando comprobó quién era, se quedó con la boca abierta. Valente estaba inmóvil. Mejor dicho: petrificado. Y contemplaba algo. Ese algo debía de ser el mar, porque ella miró en la misma dirección, pero solo alcanzó a distinguir un espléndido horizonte de olas verdes y nubes azules. Él ni siquiera se había dado cuenta de su presencia.

—Hola —lo saludó, titubeando—. ¿Qué te pasa?

El joven pareció salir de un profundo ensimismamiento y se volvió. Elisa sintió un escalofrío: la expresión de su rostro le recordó, por un momento, la de un compañero de su facultad, enfermo de esquizofrenia, que había tenido que abandonar los estudios para siempre. Incluso pensó que Valente no la reconocía.

Pero en cuestión de décimas de segundo todo cambió, y el Sharpe al que estaba acostumbrada se asomó a los ojos.

—Mira a quién tenemos aquí —murmuró con voz ronca— Elisa, la calientapollas. ¿Qué tal, Elisa? ¿Cómo estás, Elisa?

—Escúchame, tío —dijo ella, pasando del temor al enfado con igual rapidez—. Sé la clase de presión que estamos soportando tú y yo, pero, te hablo en serio, no voy a permitir que me insultes más. Somos compañeros de trabajo, nos guste o no. Si vuelves a insultarme, me quejaré de ti por escrito a Blanes y a Marini. Te echarán del proyecto.

—¿Insultarte? —Valente tenía el desmayado sol de cara y arrugaba la expresión al mirarla como si estuviera chupando limones—. ¿Qué insultos, querida? Tu cuerpo bajo la camiseta y los shorts me calienta la polla, es decir, me produce un aumento de temperatura y una repentina rigidez en el miembro viril, y eso no es culpa mía. Es como si me acusaran de decir que la primera ley de la termodinámica es una «calientatubos». Lo pondré por escrito también. Espera, ¿adónde vas?

Valente se plantó frente a ella.

—Por favor, déjame —dijo Elisa, esquivándolo.

—Ya sé adónde vas: a despelotarte en la playa y producir un incremento aún mayor en la temperatura de mi vaso comunicante. Si no fueras una calientapollas te pondrías el bikini en la habitación, como hace tu decente amiga, pero como eres una fantástica calientapollas te desnudas en la playa, y así te vemos todos, ¿verdad?

Elisa volvió a esquivarlo. Se hallaba profundamente arrepentida de haberse interesado por su salud. Y eso que aún no sospechaba lo que sucedería a continuación.

Él le bloqueó el paso de nuevo.

—¿Me vas a denunciar por decirte científicamente lo que eres para mí? —Y de pronto ella comprendió que aquello no era una de sus típicas bromas: Valente ardía de ira, aún más que ella—. Sería como si... no sé... como si yo te acusara de hacerte pajas por la noche pensando en mí. Algo así de monstruoso, exagerado e imposible...

Ella lo miraba inmóvil. De repente no le apetecía el mar, ni la compañía de Nadja, ni el mundo. No se sentía abochornada ni humillada: estaba asustada.

—... o como si me acusaras de zoofilia por el simple hecho de que me gustan tus tetas —siguió él en idéntico tono, como si lo dicho antes formase parte de la misma broma—. No sé. Eres una exagerada... Si no quieres que te digan las verdades a la cara, no des motivos para ello...

Me ha visto. Ha tenido que verme. Pero no, no puede ser. Lo dice por decir.
Ella intentaba traspasar el brillo burlón de su mirada para llegar a la verdad, pero no lo lograba. Habían transcurrido dos semanas desde la noche en que había estado tocándose a solas en su cuarto, y estaba segura de que nadie la había visto hacerlo.
Pero, entonces, ¿cómo... ?

—Vamos a calmarnos todos —dijo Valente—. Crees haber resuelto tus cálculos, ¿verdad, querida? Pues deja que los torpes hagamos nuestro trabajo y no me calientes más...

Dio media vuelta y se alejó, dejándola allí. Un minuto después llegó Nadja, pero ella ya no estaba. Pasaron varios días antes de que le apeteciera regresar a la playa, y a partir de entonces siempre se desvistió en su habitación. A su amiga no le dijo la verdad sobre el motivo de su cambio de costumbre.

Más tarde, cuando logró ver las cosas desde la distancia, comprendió que estaba exagerando. Valoró los ataques de Valente desde el punto de vista de una competición: era obvio que a él le crispaba verla llegando antes a todas las metas. Por otra parte, ella se achicaba demasiado ante su presencia. Valente podía parecer un ser indefinible, inexpresable, pero a fin de cuentas se trataba tan solo de un capullo al cubo medianamente astuto que no perdía oportunidad de herirla cuando percibía un punto débil. Pero no era tanto por mérito suyo como por defecto de ella.

Por supuesto, consideró sus frases como puras baladronadas. Nadie podía haberla visto, ni siquiera por la mirilla, y en cuanto a los pasos, ya sabía quién los había producido: la señora Ross había estado en la despensa aquella noche, así se lo había dicho a Elisa al día siguiente. De modo que todo quedaba claro. Valente solo hacía lanzar dardos a ciegas para ver si alguno acertaba.
Ya se le pasará
.
Quizá comprenda que es preferible dedicarse a trabajar y no a tirarse a las compañeras
. No volvió a pensar en él, ni en ninguna otra preocupación. De hecho, desde que su tarea había finalizado, dormía como un tronco, no veía sombras ni escuchaba ruidos.

El jueves 18 de agosto la «Energía Jerusalén» fue depositada sobre la mesa de Blanes en un papel limpio. El experimento se programó para el día siguiente. Después de que Craig y Marini obtuviesen las muestras de imágenes y las hicieran colisionar a las energías calculadas, todo el equipo empezó a comerse las uñas, aguardando.

A Elisa le tocaba colaborar en el turno de limpieza, algo descuidada en los últimos días, y se entregó con afán a la tarea. Coincidió en la cocina con Blanes. Ver a Blanes secar platos era un espectáculo que no hubiera imaginado que contemplaría alguna vez, sobre todo cuando asistía a aquellas tensas clases en Alighieri: la convivencia en la isla deparaba ese tipo de cosas.

Súbitamente, se produjo un silencio. En el umbral de la cocina había varias caras largas. Colin Craig fue el encargado de decirlo.

—Las dos muestras de imágenes se han dispersado.

—No lloréis —intentó bromear Marini—, pero eso significa que habrá que ponerse a calcular de nuevo.

Nadie lloró entonces. Después, a solas, quizá sí lo hicieron. Elisa estaba segura de que lloraban, igual que ella, porque todos amanecían con los ojos rojizos, arrugas de cansancio y pocas ganas de hablar. La naturaleza pareció unirse al luto y convocó, en los últimos días de agosto, espesas nubes y una lluvia cálida y oblicua. Era época de monzones, advertía Nadja, que conocía gran parte del planeta: «Los meses de verano son los del monzón del suroeste, el
hulhangu
, cuando la lluvia es más intensa y frecuente, como en las Maldivas» . Desde luego, ella nunca había visto una lluvia así: era como si no fuesen gotas sino hilos. Millones de hilos agitados por titiriteros enloquecidos que golpeaban techos, ventanas y paredes y producían no un repiqueteo sino una especie de perenne ronquido gutural. A ratos Elisa elevaba la vista como un zombi, contemplaba los elementos desatados en el exterior y le parecía que constituían buen reflejo del estado de su mente.

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