El primer lunes de septiembre, tras mantener una discusión especialmente áspera con Blanes, que le había reprochado la lentitud de su trabajo, sintió una rara, empalagosa amargura. No lloró, no hizo nada: se quedó frente al ordenador del laboratorio de Clissot, rígida, pensando que jamás volvería a levantarse. Transcurrió el tiempo. Quizá horas, no estaba segura. Entonces olió un perfume y sintió una mano suave como la caída de una hoja de árbol sobre la piel desnuda de su hombro.
—Ven —le dijo Nadja.
Si Nadja hubiese empleado cualquier otro tipo de estrategia, por ejemplo las invectivas (tan prodigadas por su madre) o los razonamientos (que solían provenir de su padre), Elisa no habría obedecido. Pero la tersura de sus gestos y el dulce calor de su voz obraron a modo de sortilegio para ella. Se levantó y la siguió, como una rata hipnotizada por una melodía.
Nadja estaba vestida con recios pantalones y botas que le quedaban algo grandes.
—No quiero ir a la playa —dijo Elisa.
—No vamos a la playa.
La llevó a su habitación y le indicó un grueso bulto de ropa y otro par de botas. Elisa logró reír al comprobar que no le quedaban tan mal aquellas prendas.
—Tienes anatomía de soldado —dijo Nadja—. La señora Ross dice que esos pantalones y botas fueron encargados para los soldados de Carter.
De aquella guisa, y tras untarse una crema de olor extraño que Nadja calificó como «repelente de mosquitos» —a ella le pareció «repelente», a secas—, salieron al exterior y caminaron hacia el helipuerto. No llovía, pero en el aire parecía haber como una lluvia acechante, camuflada. Los pulmones de Elisa se llenaron de eso, y de perfume de vegetación. El viento, norteño, producía un tránsito de nubes que ocultaban y revelaban el sol casi cada segundo, convirtiendo la luz en las imágenes de una película estropeada.
Dejaron atrás el terrizo del helipuerto. Frente a la casamata de los soldados vieron a Carter charlando con el tailandés Lee y el colombiano Méndez, que en aquel momento montaba guardia en la zona de la verja que daba a la selva. Lee le caía muy bien a Elisa, porque siempre sonreía al verla, pero con quien más hablaba era con Méndez, que en aquel momento le mostró toda la dentadura brillando en su rostro moreno. A ella ya no le impresionaban tanto los militares como al principio: había descubierto que detrás de aquellos duros caparazones de metal y cuero había personas, y ahora se fijaba más en estas últimas que en el disfraz.
Cruzaron frente al almacén donde se guardaban municiones, armas, equipo técnico y el depurador de agua potable y Nadja eligió una vereda paralela al muro de jungla.
La famosa selva, que a Elisa le parecía de lejos no más que un breve trecho de árboles y barro, se volvió mágica cuando se adentró en ella. Saltó como una niña sobre las enormes raíces musgosas, se maravilló con el tamaño y la forma de las flores y escuchó los infinitos sonidos de la vida. En un momento dado, un avión de aeromodelismo de color negro y marfil le pasó zumbando frente a los ojos.
—Caballito del diablo gigante —explicó Nadja—. O libélula helicóptero. Esas manchas negras en las alas son
pterostigmas
. En ciertas culturas del sudeste asiático los identifican con almas de muertos.
—No me extraña —admitió Elisa.
De pronto Nadja se agachó. Al levantarse sostenía sobre la palma una botellita pintada de rojo, negro y verde como el elixir de un brujo, con seis brillantes asas de azabache.
—Una cetonia. O quizá un crisomélido, no estoy segura. Escarabajos, para los ignorantes. —Elisa estaba asombrada: nunca había visto ningún escarabajo con esos fantásticos colores—. Tengo un amigo francés experto en coleópteros a quien le encantaría estar aquí —agregó Nadja, y depositó el escarabajo en tierra. Elisa se burló de sus amistades.
Su amiga le señaló también una familia de insectos palo y una mantis flor de bellísimos tonos rosados. No es que vieran ningún animal mayor que un insecto (solo un lagarto de vivos colores), pero eso era típico de las selvas, según Nadja. Las criaturas de la jungla se escondían de las demás, se mimetizaban, se camuflaban para salvar la vida o arrebatarla. La selva era un escenario de disfraces terribles.
—Si viniéramos de noche con infrarrojos quizá veríamos loris. Son prosimios nocturnos. ¿No has visto nunca una foto? Parecen peluches de ojos asustados. Y esos gritos... —Y Nadja se quedaba quieta como una escultura de azúcar glas en medio de aquella catedral verde—. Probablemente gibones...
El lago ocupaba una amplia extensión con una zona de marjal al norte repleta de manglares. Nadja le mostró la pequeña fauna del marjal: cangrejos, ranas y culebras. Luego bordearon el lago, de color verde oscuro a esas horas del crepúsculo, hasta los arrecifes de coral y hallaron un remanso fronterizo con el océano que parecía tallado en esmeralda. Tras examinar cuidadosamente el lugar, Nadja se despojó de la ropa e invitó a Elisa a hacer lo mismo.
Existen momentos en que pensamos que todo lo que hemos vivido hasta entonces ha sido falso. Elisa había experimentado algo así con las imágenes del Vaso Intacto y las Nieves Eternas, pero ahora, en otro orden de cosas, chapoteando en aquella masa límpida y templada, desnuda como las nubes, al lado de otra persona desnuda como ella, volvió a sentirlo, quizá, con más intensidad. Su vida entre cuatro paredes emborronadas de ecuaciones se le antojó tan falsa como su reflejo aterciopelado en la superficie del agua. Toda su piel, cada uno de sus poros bañados en aquel frescor, parecía gritarle que podía hacer cualquier cosa, que carecía de trabas y el mundo le pertenecía por completo.
Miró a Nadja y supo que sentía lo mismo.
No hicieron nada fuera de lo común, sin embargo. A Elisa le bastó con el pensamiento para ser feliz. Creyó comprender que la diferencia —sutil— entre un paraíso y un infierno puede estribar en hacer todo lo que se piensa.
Fue una tarde inolvidable. Quizá no de esa clase de experiencias que uno contaría a los nietos, suponía ella, pero sí de las que, cuando acontecen, hasta la última fibra del cuerpo reconoce haberlo estado necesitando.
Media hora después, y sin esperar a secarse, se vistieron y regresaron. Hablaron poco; el trayecto de vuelta lo hicieron casi en silencio. Elisa intuyó que habían pasado a otra clase de relación, más profunda, y ya no necesitaban del cemento de las palabras para permanecer juntas.
A partir de aquel punto las cosas, para ella, transcurrieron mejor. Regresó al laboratorio y a los cálculos, los días pasaron casi sin que lo percibiera y aquel 15 de septiembre sufrió un
déjá vu
al interrumpir de nuevo la música de Blanes con sus resultados. Se trataba de una cifra similar a la anterior, salvo en los últimos decimales.
La «Energía Jerusalén» fue presentada dos días después, pero hubo que esperar a que Craig y Marini terminaran de ajustar el acelerador. Por fin, el jueves 24 de septiembre todo el equipo se congregó en la sala de control —la «Sala del Trono», la llamaba Marini—, una vasta cámara de casi treinta metros de ancho y cuarenta de largo, la joya de la arquitectura
prêt á porter
de Nueva Nelson. A diferencia de los barracones, estaba construida solo con ladrillos y cemento y reforzada con materiales aislantes, para prevenir posibles cortocircuitos. En ella se encontraban los cuatro ordenadores más potentes y SUSAN, el acelerador supraselectivo, la niña mimada de Colin Craig, un dónut de acero de quince metros de diámetro y uno y medio de grosor a cuya circunferencia se adosaban los imanes que producían el campo magnético que aceleraba las partículas cargadas. SUSAN era el gran triunfo tecnológico del Proyecto Zigzag: a diferencia de la mayoría de aquellos aparatos, bastaban una o dos personas para manipularlo y realizar los infinitos ajustes necesarios; las energías que se alcanzaban en su interior no eran grandes, pero sí altamente exactas. A los lados de SUSAN, dos pequeñas puertas con dibujos de calaveras y tibias albergaban las cámaras de los generadores de la estación. Una escalera, a la que se accedía desde la cámara de la izquierda, permitían cruzar por encima del dónut y situarse en el centro para «tocar las intimidades de nuestra Niña», como decía Marini con toda su socarronería de galán meridional.
Sentado ante las pantallas telemétricas, Craig tecleó con ansiedad las coordenadas para dos grupos de satélites con el fin de que captaran imágenes del norte de África y las reenviaran a Nueva Nelson en tiempo real (la apertura de cuerdas solo podía realizarse con señales en tiempo real —«luz fresca», la llamaba el siempre imaginativo Marini—, cualquier proceso de almacenamiento distorsionaba el resultado). El área escogida abarcaba unos cuarenta kilómetros cuadrados y era más o menos la misma para ambos experimentos. De ella podían obtenerse imágenes de Jerusalén y de Gondwana, el megacontinente que, ciento cincuenta millones de años atrás, aún formaban Sudamérica, África, la península del Indostán, Australia y la Antártida. Cuando se recibieron las imágenes, los ordenadores las identificaron y seleccionaron, y Craig y Marini pusieron en marcha a SUSAN, que aceleró los haces de electrones resultantes y los hizo colisionar a las energías previstas.
Mientras este proceso tenía lugar, Elisa observó los rostros de sus compañeros. Mostraban tensión y avidez, aunque con su matiz peculiar: Craig, siempre contenido; Marini, exultante; Clissot, reservada; Cheryl Ross, misteriosa y práctica; Silberg, preocupado; Blanes, expectante; Valente, como si con él no fuera; Nadja, alegre; Rosalyn, mirando a Valente.
—Se acabó —dijo Colin Craig y se levantó del asiento frente a los mandos—. Dentro de cuatro horas sabremos si son visibles.
—Quien crea en algo que rece —contribuyó Marini.
No rezaron. En cambio, se abalanzaron sobre la comida. Había hambre, y el almuerzo fue distendido y rápido. Mientras aguardaban el análisis de las imágenes, Elisa volvió a recordar la sagrada tarde de dos semanas antes y se rió pensando que su amiga había sido su propio «acelerador»: le había dado energía para abrirse y descubrir que todavía era capaz de mucho esfuerzo. En aquel momento llegó a creer que tardes así volverían a repetirse mientras estuviera en la isla.
Después comprendió que aquella excursión había sido su última felicidad antes de que las sombras lo cubrieran todo.
—Hay imágenes.
—¿De ambas muestras?
—Sí. —Blanes detuvo los comentarios con un gesto—. La primera corresponde a tres o cuatro cuerdas aisladas en algún lugar en tierra firme, unos cuatro mil setecientos billones de segundos atrás. O sea, hace ciento cincuenta millones de años.
—Período Jurásico —murmuró Jacqueline Clissot, como en trance.
—Así es. Y la mejor noticia no es ésa. Díselo tú, Colin.
Colin Craig, que ni durante los últimos y agotadores días había perdido su imagen de dandi en camiseta y vaqueros, se ajustó las gafas y miró a Jacqueline Clissot como si pretendiera invitarla a cenar.
—El análisis demuestra que hay criaturas vivas de gran tamaño.
El ordenador que digitalizaba las imágenes de las cuerdas estaba programado para detectar formas y desplazamiento de objetos, con el fin de seleccionar la presencia de posibles seres vivos.
Por un instante nadie logró decir nada. Entonces ocurrió algo que Elisa jamás olvidaría. Clissot, una mujer fascinante y asombrosa —«perfecta», la definía Nadja—, cuyo atuendo ofrecía la extraña impresión de llevar más objetos de metal encima (no al estilo de Ross sino de acero: colgantes, reloj, pulseras y anillos) que verdadera ropa, tomó aliento y dejó escapar una sola palabra que sonó a gemido:
—
Dinos
...
Nadja y Clissot se abrazaron en medio de los renovados aplausos, pero Blanes interrumpió las muestras de alegría alzando las manos.
—La otra imagen corresponde a la ciudad de Jerusalén hace algo más de sesenta y dos mil millones de segundos. Nuestro cómputo la sitúa alrededor de principios de abril del año treinta y tres de nuestra era...
—Mes hebreo de nisán. —Marini hizo un guiño hacia Reinhard Silberg; ahora todos miraban al profesor alemán.
—También hay criaturas vivas —dijo Blanes—. Son nítidas. El ordenador considera que, con un noventa y nueve coma cinco por ciento de probabilidad, son seres humanos.
Esta vez no hubo aplausos. La emoción que sobrecogió a Elisa fue casi puramente física: un temblor que parecía provenir de la médula de sus huesos.
—Una o varias personas caminando por Jerusalén, Reinhard —dijo Craig.
—O uno o varios monos amaestrados, si nos atenemos al cero coma cinco por ciento restante —sonrió Marini, pero Craig lo abucheó.
Silberg, que se había quitado las gafas, los miró a todos uno a uno, en silencio, como desafiándolos a sentir más alegría que él.
Tras una rápida y alborotada celebración con auténticas copas de champán (que la señora Ross había rescatado de la despensa), se reunieron en la sala de proyección.
—¡Ocupen sus asientos, señoras y caballeros! —gritaba Marini—. ¡Vamos, apresúrense!
La vite son corte!
, como decía el Dante.
La vite son corte!
—¡Todos a sus puestos! —palmeó la señora Ross.
—¡Abróchense los cinturones!
Casi con reluctancia comenzó el trajín de las sillas, los «¿te importa que me siente aquí?», las llamadas de cada cual reclutando a aquel a quien querían tener al lado en el momento en que las luces se apagaran.
Como si fuéramos a ver una película de terror
, pensaba Elisa. Cheryl Ross lo paralizó todo obligando a los que aún sostenían copas a que las apuraran y las llevaran a la cocina, lo cual, naturalmente, fue motivo de excusa para nuevas bromas («A la orden, señora Ross —dijo Marini—. Me da usted más miedo que el señor Carter, señora Ross») y nuevas dilaciones. Elisa se sentó al lado de Nadja, en la segunda fila. Blanes había empezado a hablar.
—... no sé lo que nos espera en esta pantalla, amigos. Ignoro lo que vamos a ver, si nos complacerá o no, o si nos revelará algo nuevo o algo que ya conocíamos... Solo puedo aseguraros que éste es el momento más grande de mi vida. Y os doy las gracias por ello.
—Reinhard, por favor, sé que estás deseando hablar, pero guarda tu discurso para el final —pidió Marini cuando finalizaron los emocionados aplausos—. ¿Colin?
Craig, que se hallaba al fondo manipulando el teclado del ordenador, alzó el pulgar.
—Todo listo,
padrino
—bromeó.