—Ahora debes intentar descansar —dijo.
—No creo que pueda. —El miedo deformaba el rostro de Nadja. Sus facciones no eran ciertamente muy hermosas, pero cuando ponía aquella cara hacía pensar a Elisa en una doncella de cuadro antiguo pidiendo ayuda a un caballero—. Volveré a oír los ruidos... ¿Tú no los oyes ya? Esos ruidos de pasos...
—Ya te dije que era la señora Ross...
—No, no siempre.
—¿Cómo?
Nadja no contestó. Era como si pensara en otra cosa.
—Anoche volví a oírlos —dijo—. Salí de la habitación y miré por las puertas de Ric y Rosalyn, pero no se habían movido de sus camas. ¿No oíste nada tú?
—Dormí a pierna suelta. Pero serían los hombres de Carter. O la señora Ross en la despensa. Hace una inspección semanal. Le pregunté y me confirmó...
Pero Nadja sacudía la cabeza.
—No era ella..., ni tampoco un soldado.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque lo
vi
.
—¿A quién?
El semblante de Nadja era como una máscara de nácar.
—Ya te dije que cuando escuché los pasos me levanté y salí. Miré en los cuartos de Ric y de Rosalyn, pero no me pareció que hubiese nada raro. Entonces di la vuelta para mirar en el tuyo... y vi a un hombre. —Le apretó un brazo con fuerza—. Estaba de pie junto a tu puerta, de espaldas, yo no podía ver su cara... Al principio creí que era Ric y le llamé, pero de repente me di cuenta de que no era él... Era un desconocido.
—¿Cómo podías saberlo? —murmuró Elisa, aterrada—. El pasillo no tiene mucha luz... y dices que estaba de espaldas...
—Es que... —Los labios de Nadja temblaban, su voz se convirtió en un gemido de horror—. ... Me acerqué y me di cuenta de que, en realidad,
no estaba de espaldas...
—¿Qué?
—Le vi los ojos: eran blancos... Pero la cara estaba vacía. No tenía rostro, Elisa. ¡Te lo juro! ¡Créeme!
—Nadja, estás influida por la imagen de la mujer de Jerusalén...
—No, esa imagen la he visto hoy, pero esto me ocurrió
anoche
.
—¿Se lo has contado a alguien? —Nadja negó con la cabeza—. ¿Por qué? —Cuando comprobó que su amiga no contestaría, Elisa agregó—: Yo te diré por qué. Porque en el fondo sabes que fue un sueño. Ahora lo ves de otra manera debido al Impacto...
Aquella explicación pareció surtir efecto en la joven paleontóloga. Se quedaron un instante mirándose!.
—Quizá tengas razón... Pero fue un sueño horrible.
—¿Recuerdas otra cosa?
—No... Se acercó a mí y.... Creo que me desmayé al verle... Luego aparecí en la cama... —«¿Ves?», le decía Elisa. Nadja volvió a apretarle el brazo—. Pero ¿no crees que puede haber
alguien más
, aparte de los soldados, Carter o nosotros?
—¿A qué te refieres?
—Alguien más... en la isla.
—Es imposible —dijo Elisa estremeciéndose.
—¿Y si hubiera
alguien más
, Elisa? —insistía Nadja. Apretaba el brazo de Elisa con tanta fuerza que le hacía daño—. ¿Y si hubiese alguien más en la isla que
no
supiéramos
?
Sergio Marini hacía trucos de magia: era capaz de sacar un billete de tu oreja, partirlo por la mitad y recomponerlo con la mano derecha, como si la izquierda la reservara para cosas más serias. Colin Craig tenía grabados en su portátil los últimos grandes partidos del Manchester, y solía ver con Marini las retransmisiones de encuentros internacionales. Jacqueline Clissot enseñaba por doquier las fotos de su hijo Michel, de cinco años, a quien le enviaba correos electrónicos muy graciosos, y luego se sentaba a darle sensatos consejos a Craig, que sería papá por primera vez el año próximo. Cheryl Ross ya era abuela desde hacía dos años, pero no hacía calceta ni amasaba buñuelos sino que hablaba de política y le gustaba criticar a «ese inmenso idiota» de Tony Blair. Reinhard Silberg había perdido recientemente a su hermano debido a un cáncer, y coleccionaba pipas pero rara vez fumaba. Rosalyn Reiter leía novelas de Le Carré y Ludlum, aunque durante el mes de agosto su afición favorita había sido Ric Valente. Ric Valente trabajaba y trabajaba, en todas partes, a todas horas: ya había dejado de estar con Rosalyn, incluso de dar paseos con Marini y Craig, y esos ratos los dedicaba a trabajar. Nadja Petrova charlaba y sonreía: su gran afición era no estar sola. David Blanes quería estar solo para interpretar los laberintos de Bach al teclado. Paul Carter hacía ejercicio —barras y flexiones— junto a la casamata. En eso se parecía a ella, aunque lo que ella hacía era correr por la playa y nadar, cuando la lluvia y el viento se lo permitían. Bergetti jugaba a las cartas con Marini. Stevenson y su colega, también británico, York, solían ver las retransmisiones de fútbol junto con Craig. Méndez era muy chistoso y hacía reír a Elisa con cuentos que contados por cualquier otra persona hubiesen parecido bobos. El tailandés Lee era aficionado a la música New Age y a los aparatos electrónicos.
Así eran sus compañeros. Así fueron los dieciséis únicos habitantes de Nueva Nelson entre julio y octubre de 2005.
Ella nunca olvidaría aquellos pasatiempos banales que los definían, les otorgaban historia e identidad.
Jamás olvidaría. Por muchas razones.
La mañana del martes 27 de septiembre, Elisa se enteró de una noticia que le hizo mucha ilusión. Se la dijo la señora Ross (que era «como Hacienda», según definición de Marini, y lo sabía «todo sobre todo el mundo») durante el almuerzo. Elisa se pasó el resto de la comida decidiendo si debía o no hacerlo, e imaginando posibles resultados.
Al fin optó por ponerse pantalones largos. Podía parecer una estupidez (una «niñería», lo llamaría su madre), pero no le apetecía presentarse ante él en shorts.
Cuando se acercó a su despacho esa tarde oyó el picoteo de dos pájaros saltando sobre las teclas. Carraspeó. Llamó con los nudillos. Al abrir la puerta, se juró a sí misma que guardaría para siempre la imagen del científico sentado ante el piano eléctrico mientras su semblante parecía transportado a un paraíso privado donde ni siquiera la física tenía cabida. Se quedó en el umbral escuchándolo hasta que él se detuvo.
—Preludio de la primera partita en si bemol mayor erijo Blanes.
—Es preciosa. No quería interrumpirle.
—Vamos, pasa y no digas bobadas.
Aunque había estado varias veces en aquel despacho, se sintió algo tensa. Siempre se sentía algo tensa cuando entraba allí. Parte de la culpa la tenían el reducido tamaño de la habitación y el cuantioso número de objetos apilados, incluyendo la pizarra de plástico atestada de ecuaciones, la mesa con el ordenador y el teclado musical y la estantería de libros.
—Quería felicitarle —murmuró de pie, pegada a la puerta—. Me ha alegrado mucho la noticia. —Lo vio fruncir el ceño con los ojos achinados, como si ella fuese invisible y él escudriñase el aire para poder distinguir qué clase de criatura incorpórea le hablaba—. El señor Carter se lo dijo a la señora Ross... —De pronto, mientras se enjugaba los labios, pensó algo.
Joder, no lo sabe todavía
.
Voy a tener que decírselo yo
—. Lo ha filtrado una fuente extraoficial de la Academia Sueca esta mañana...
Blanes dejó de mirarla. Parecía haber perdido todo interés en la conversación.
—Solo soy un... ¿Cómo lo llaman?... «Firme candidato.» Todos los años lo soy. —Y rubricó la frase con un acorde de teclas, como si le indicase que prefería seguir tocando a hablar de chorradas.
—Se lo darán. Si no este año, el próximo.
—Claro. Me lo darán.
Elisa no sabía qué más añadir.
—Usted se lo merece. La «teoría de la secuoya» es... es un éxito rotundo.
—Un éxito desconocido —precisó él hablando de cara a la, pared—. Nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, porque los pequeños éxitos los conoce mucha gente, los grandes unos pocos y los inmensos nadie.
—Éste sí lo conocerán —replicó ella con sincera emoción—. Habrá maneras de reducir el Impacto, o controlarlo... Estoy segura de que lo que usted ha conseguido terminará sabiéndolo todo el mundo...
—Ya basta de «usted». Yo, David; tú, Elisa.
—De acuerdo. —Ella sonrió, pese a que no le gustaba la escena que, sin querer, había provocado. Su pretensión era felicitarle y marcharse sin tener ocasión siquiera de escuchar su agradecimiento. Le parecía obvio que a Blanes su presencia no le interesaba un pimiento.
—Siéntate donde puedas.
—Solo venía a decirle... a decirte esto...
—Siéntate de una vez, caramba.
Elisa encontró un lugar sobre la mesa, junto al ordenador. Era estrecho, y el borde se clavaba en su trasero. Por fortuna llevaba pantalones largos. Blanes siguió mirando hacia la pared. Ella sospechaba que se disponía a hablarle de las injusticias que la sociedad perpetraba con pobres genios hispanos como él, por eso se le encogió el estómago cuando le oyó decir:
—¿Sabes por qué no te dejaba responder en clase? Porque sabía que conocías la respuesta. Cuando yo doy clase, no quiero escuchar respuestas: quiero enseñar. Con Valente no me sentía tan seguro.
—Comprendo —dijo ella tragando una bola de saliva.
—Luego, cuando respondiste sin que te preguntara, y de esa manera tan tonta en que lo hiciste, cambié de opinión respecto de ti.
—Ya.
—No, no es lo que estás pensando. Déjame decirte algo. —Blanes se frotó los ojos y luego se estiró sobre el asiento—. No te lo tomes a mal, pero tienes uno de los mayores defectos que pueden tenerse en este puñetero mundo: pareces no tener defectos. Eso fue lo que me cayó peor de ti desde el principio. Es mejor, muchísimo mejor, provocar burla antes que envidia, recuérdalo siempre. Sin embargo, cuando me hablaste con ese tono de orgullo herido, me dije: «Ah, bueno, menos mal. Será bella, inteligente y trabajadora, pero al menos es una capulla arrogante. Algo es algo».
Se quedaron mirándose muy serios y de improviso ambos sonrieron.
Una amistad no es un logro tan difícil y esforzado como muchos creen. Tendemos a pensar que las cosas más importantes tardan en nacer, pero a veces una amistad o un amor surgen como el sol cuando hay nubes: un segundo antes todo era gris; un segundo después, la luz ciega.
En ese simple segundo, Elisa se hizo amiga de David Blanes.
—De modo que voy a decirte algo más para contribuir a que conserves ese defecto —añadió él—: aparte de ser una capulla arrogante, eres una estupenda colaboradora, la mejor que he tenido nunca. Eso te disculpa por haber venido a felicitarme.
—Gracias, pero... ¿no querías que te felicitara? —preguntó ella, titubeante.
Blanes replicó con otra pregunta.
—¿Sabes lo que significa el Nobel en mi caso? La zanahoria. La «teoría de la secuoya» no está probada oficialmente, y no podemos revelar nuestros experimentos en Nueva Nelson porque constituyen «materia clasificada». Pero quieren darme una palmada en la espalda. Decirme: «Blanes, la ciencia lo admira. Siga trabajando para el gobierno». —Hizo una pausa—. ¿Qué te parece?
Ella lo pensó un rato.
—Me parece la opinión de un capullo arrogante —dijo, poniendo su típica expresión «cruel».
Esa vez ambos soltaron carcajadas.
—Uno a uno —dijo Blanes, enrojeciendo—. Pero te explicaré por qué creo tener razón. —Se pasó la mano por la cara, y de repente Elisa supo que llegaba el momento de hablar en serio. En la habitación no había ventanas, pero el rumor de la lluvia y el zumbido del climatizador se filtraban a través del revestimiento metálico de las paredes. Por un momento solo se oyeron esos ruidos—. ¿Has coincidido alguna vez con Albert Grossmann?
—No, nunca.
—Él me ha enseñado todo lo que sé. Lo quiero como a un padre. Siempre he pensado que la relación entre maestro y discípulo es mucho más intensa en nuestra especialidad que en otras. —Y tan cierto, pensó Elisa—. Los idealizamos hasta extremos inconcebibles, pero a la vez sentimos la imperiosa necesidad de superarlos. Creo que es debido a lo solitario que es este trabajo. En física teórica somos como monstruos encerrados en madrigueras... Transformamos la faz del mundo sobre el papel, Dios mío, somos realmente peligrosos... Pero me estoy desviando del tema... Grossmann es un tipo fuerte, un gran teutón, lleno de energía. Está retirado ya. Recientemente le diagnosticaron un cáncer... Esto no lo sabe nadie, así que no lo comentes... Te lo cuento para que entiendas qué clase de hombre es. No le da ninguna importancia a su enfermedad, y tiene mejor aspecto que yo, te lo juro. Dice que aún durará muchos años, y le creo. Estaba retirado ya en 2001, pero la noche en que obtuvimos la imagen del Vaso Intacto fui a su casa y se lo conté. Pensé que se alegraría, que me felicitaría. En lugar de eso me miró y dijo: «No, David», tan débilmente como si solo hubiese respirado. Y repitió: «No, David, no lo hagas. El pasado está prohibido. No te atrevas a tocar lo prohibido». Creo que en ese instante comprendí por qué se había jubilado. Un físico teórico se jubila cuando empieza a pensar que los descubrimientos están prohibidos. —Contemplaba las teclas blancas y negras con intensa concentración. Tras una pausa añadió—: De cualquier forma, quizá Grossmann tuviese razón en algo. En aquella época todavía no sabíamos nada del Impacto. Pero no hablo solo de eso. También de la empresa que financia el Proyecto Zigzag.
—Eagle Group —dijo Elisa.
—En efecto. Pero eso solo es la punta del iceberg. Debajo... ¿qué hay? ¿Te lo has preguntado alguna vez? Yo te lo diré: los gobiernos. ¿Y debajo? Negocios. El Impacto es una excusa. Lo que Eagle quiere ocultar a toda costa es el interés militar del proyecto.
—¿Qué?
—Ponte a pensar. ¿De veras crees que toda la pasta que cuesta Zigzag viene de la pasión que despiertan Troya, el antiguo Egipto o la vida de Jesús? No seas ingenua. Cuando Sergio y yo les mostramos el Vaso Intacto aparecieron letreros de neón en la mente de los jerarcas: «¿Cómo podemos aprovechar esto contra el enemigo?» fue el primer titular que brilló en sus, complejos cerebros. «¿Y cómo podemos impedir que el enemigo lo use
contra nosotros
?» Ése fue el segundo. En cuanto a los Cristos, faraones o emperadores, son resultados interesantes, pero no decisivos en el cómputo total. —Elisa parpadeó., Nunca se le hubiese ocurrido aquella posibilidad. Ni siquiera alcanzaba a imaginar qué clase de uso militar podía darse al hecho de contemplar el pasado remoto. Pero Blanes empezó a levantar los dedos de la mano derecha respondiendo a sus dudas como si le leyera el pensamiento—: Espionaje. Captación de imágenes desde el espacio que pueden mostrar no solo lo que está ocurriendo ahora, sino lo ocurrido hace diez meses o diez años antes, cuando el enemigo no podía ni sospechar que estaba siendo espiado. Esto resulta útil para obtener datos de los campos de entrenamiento de terroristas, tan aficionados al nomadismo: hoy están aquí, mañana allí, y no dejan pruebas... O para el rastreo de atentados. No importa que la bomba haya estallado ya: se filma la zona y se busca lo sucedido en los días previos hasta dar con los culpables y el método exacto que utilizaron.