Carter se hallaba al fondo, en la cámara de los refrigeradores, y su linterna era la única luz en toda la despensa. Elisa podía ver su silueta recortada contra aquel resplandor. Lo demás, lo que no era la sombra negra de Carter, consistía en un color denso, pastoso, que parecía cubrir por completo las paredes, suelo y techo de la cámara del fondo.
Rojo.
Era como si alguna bestia gigantesca se hubiese tragado a Carter y éste se encontrase en el interior del estómago del monstruo, a punto de ser digerido.
No pudo seguir bajando. Aquella escena la paralizaba. Se quedó en mitad de la escalera, igual que Silberg, y notó que alguien la agarraba del brazo (un soldado: veía su mano enguantada). Escuchó un mareante vértigo de órdenes en inglés procedente de las profundidades:
—¡Que nadie se acerque...! ¡Fuera los civiles! ¡¡Fuera los putos civiles!!
Las manos que tiraban de ella la sostuvieron de las axilas, alzándola de nuevo hacia la luz.
En ese instante oyó el trueno, y la luz se hizo enorme.
—Fue entonces cuando morimos todos —le dijo Elisa a Víctor diez años después.
El futuro nos tortura, el pasado nos encadena.
GUSTAVE FLAUBERT
Madrid,
11 de marzo de 2015,
23.51 h
—Perdí el conocimiento. Recuerdo la pesadilla de un viaje en helicóptero. Me despertaba, volvía a desmayarme... Me inyectaron sedantes. Durante el trayecto me explicaron que el almacén junto a la casamata militar, que contenía sustancias inflamables, había estallado porque uno de los helicópteros que estaban aterrizando había perdido el control accidentalmente y se había estrellado contra él. Los soldados Méndez y Lee, que se hallaban fuera, habían muerto en la explosión junto con los tripulantes del helicóptero. El sector militar quedó destruido y la sala de control sufrió graves desperfectos. Los laboratorios se desplomaron por completo. En cuanto a nosotros... tuvimos «suerte». Eso nos dijeron. —Lanzó una risita—. Nos encontrábamos a resguardo en la cocina, y eso fue una «suerte»... Pero daba igual, porque ya estábamos muertos y no lo sabíamos. —Tras una pausa agregó—: Por supuesto, no nos contaron toda la verdad.
Víctor la vio alzar la mano izquierda y experimentó un sobresalto.
Vigilaba cada uno de los movimientos de Elisa desde que ella le había pedido que se introdujera en aquella área de servicio y aparcara el coche. No era que no se fiara, pero la historia que estaba escuchando, la noche que los envolvía y aquel enorme cuchillo que aún le veía sostener distaban de resultarle elementos tranquilizadores.
Sin embargo, lo único que Elisa hizo fue consultar su reloj-ordenador.
—Se nos ha hecho tarde, son casi las doce. Imagino que tendrás muchas preguntas, pero antes debes decidir una cosa... ¿Me acompañarás a esa reunión?
La misteriosa reunión de las doce y media
. Víctor la había olvidado, absorto como estaba con aquella increíble historia. Movió la cabeza asintiendo.
—Por supuesto, si tú... —comenzó. Súbitamente, su propia sombra y la de ella cobraron vida en el techo y los laterales de la cabina, proyectadas por un resplandor en el cristal posterior. Al mismo tiempo se oyó un crepitar de guijarros bajo unas ruedas.
—¡Por Dios, arranca! —gritó Elisa—. ¡Vámonos de aquí!
Víctor pensó por un instante que no iba a poder cumplir con su papel de conductor experto, pero la realidad le demostró lo contrario. Hizo girar la llave de contacto y aceleró casi a la vez. Las llantas se aferraron al asfalto y saltaron con un chirrido que le evocó chispas en la imaginación. Tras una habilidosa maniobra logró mantener el control.
Cuando regresaron a la carretera de Burgos comprobó dos cosas, a cual más satisfactoria: que la furgoneta, o lo que fue aquel vehículo que se les había aproximado, no los seguía (quizá todo se había tratado de una coincidencia), y que, pese miedo que sentía y le hacía temblar como un viejo despertador sonando en una mesilla, empezaba a pensar que estaba viviendo la aventura de su vida, y nada menos que junto a Elisa.
La aventura de su vida.
Esto último le hizo sonreír, incluso se permitió aumentar la velocidad (nunca lo hacía) por encima del límite establecido. No quería quebrantar la ley, solo hacer una excepción durante una noche. Se sentía como si llevara una embarazada con dolores de parto a un hospital. Por una vez podía permitírselo. Elisa, que había girado el cuerpo para mirar atrás, volvió a reclinarse en el asiento, jadeando.
—No nos siguen. Aún no. Quizá podamos... ¿No tienes ordenador de conducción?
—No, ni siquiera GPS o Galileo. Nunca he querido ponerlos. Tengo un mapa de carreteras, a la manera clásica, en la guantera... Caray, menudo susto... Nunca creí que sería capaz de arrancar y salir pitando de esta forma... —Moderó un poco la velocidad mientras se mordía el labio—. Luis «Lo-opera» tendría que haberme visto. —Y añadió hacia ella—: Hablo de mi hermano.
Elisa no lo escuchaba. Durante un minuto él la vio desplegar rectángulos de papel y buscar algo bajo la luz amarilla de la cabina. El pelo negro carbón volcado hacia delante le impedía gozar de su hermoso rostro.
—Continúa hasta San Agustín de Guadalix y toma el desvío hacia Colmenar.
—De acuerdo.
—Víctor...
—¿ Sí?
—Gracias.
—No digas eso.
Sintió los dedos de ella acariciando su brazo y recordó cierta vez, durante unas vacaciones invernales que había pasado con la familia de su hermano, en que la súbita proximidad de una hoguera le había producido un hormigueo similar.
—Ahora se admiten ruegos y preguntas —murmuró ella, plegando el mapa.
—Aún no me has dicho lo que ocurrió
realmente
en la despensa. Afirmas que no te contaron toda la verdad...
—Lo haré enseguida. Primero intentaré contestar las dudas que te hayan surgido sobre lo que has escuchado hasta ahora.
—¿Las dudas que me han surgido? Si me preguntaras quién soy en este momento, te aseguro que dudaría... No sé por dónde empezar. Todo es tan... no sé...
—Extraño, ¿verdad? Lo más extraño que jamás has oído. Y por la misma razón, debemos comportarnos como
jamás
nos hemos comportado. Si queremos entenderlo, debemos ser
extraños
, Víctor.
A él le gustó esa comparación. Sobre todo que se lo dijera una tía así, vestida con aquella camiseta de escote tan abierto cazadora negra de cremallera y vaqueros, y portando aquel cuchillo, mientras iban a doscientos por hora en plena noche.
Si extraños. Tú y yo. Strangers in the night
. Aceleró un poco más Luego pensó que habría más personas en aquella reunión a la que iban y ya no podrían estar solos. Eso le desanimó ligeramente.
Se decidió por una pregunta preliminar.
—¿Tienes pruebas de... de todo esto? Quiero decir… ¿Guardaste alguna copia de las imágenes de los dinosaurios y... de esa mujer de Jerusalén?
—Ya te expliqué que no nos permitieron quedarnos con nada. Y en Eagle aseguran que las únicas copias se destruyeron con la explosión. Quizá sea otra mentira, pero es la que menos me importa.
—¿Y cómo es que la comunidad científica no sabe nada? Ocurrió en 2005, hace diez años... Los grandes éxitos tecnológicos no pueden mantenerse ocultos tanto tiempo...
Elisa meditó la respuesta.
—La comunidad científica la formamos los científicos, Víctor. Muchos de nuestros colegas de los años cuarenta admitían la posibilidad de producir bombas por fisión nuclear, pero se llevaron la misma sorpresa que el público general cuando vieron a millares de japoneses saltar por los aires. Una cosa es lo que consideras
posible
y otra, muy distinta,
verlo suceder
.
—Aun así...
—Mi pobre Víctor... —dijo ella, y él la miró fugazmente—. No te has creído una sola palabra, ¿verdad?
—Claro que te he creído. La isla, los experimentos, las imágenes... Solo que... son demasiadas cosas para mí en una sola noche.
—Piensas que estoy delirando.
—¡No, eso no es cierto!
—¿Realmente crees que hubo algo como el Proyecto Zigzag?
La pregunta le obligó a reflexionar. ¿Lo creía? Ella se lo había contado con bastantes detalles, pero ¿acaso él se lo había contado a sí mismo? ¿Había conseguido despejar sus autopistas cerebrales ante aquel flujo de información inconcebible? Y, lo más arduo: ¿había asumido lo que significaba que ella le hubiese dicho
la verdad? Ver el pasado... La «teoría de la secuoya» permite abrir cuerdas de tiempo en la luz visible y transformar la imagen presente en una imagen del pasado
. Le parecía... Posible. Inverosímil. Fantástico. Coherente. Absurdo. Si tal era el caso, la historia de la humanidad había dado un giro decisivo. Pero ¿cómo creerlo? Hasta entonces, lo único que él sabía era lo mismo que el resto de sus colegas: que la teoría de Blanes era matemáticamente atractiva, pero con escasas posibilidades de confirmación. En cuanto a las demás cosas extrañas (sombras misteriosas, muertes inexplicables, fantasmas de ojos blancos), si la base en la que se apoyaban se le antojaba tan delirante, ¿cómo iba a creer en ellas?
Decidió ser sincero.
—No me lo creo del todo... O sea, me parece una pasada haberme enterado del mayor descubrimiento desde la relatividad aquí dentro, en mi coche, hace media hora, yendo hacia Burgos... Lo siento, no puedo... No puedo abarcarlo aún. Pero, con la misma seguridad, te digo que
a ti sí te creo
. A pesar de... de tu forma de comportarte, Elisa. —Tragó saliva y lo soltó todo—. Debo ser sincero contigo: he pensado muchas cosa esta noche... Aún no sé realmente de
quién
huimos, ni el motivo por el que llevas un... un cuchillo como ése en la mano.. Todo esto me impresiona, y me ha hecho dudar de ti... y de mí Lo que me planteas, hasta tu propia actitud, es como un enigma inmenso. Un jeroglífico, el más complejo de toda mi vida. Pero he optado por una solución. Mi solución dice: «Te creo, pero ahora mismo no puedo creer
en lo que tú crees
». ¿Me explico?
—Perfectamente. Y te agradezco tu sinceridad. —La oyó respirar hondo—. No voy a hacer nada con este cuchillo, te lo aseguro, pero ahora mismo no podría prescindir de él, como tampoco puedo prescindir de ti. Luego lo entenderás. De hecho, si todo sale como espero, dentro de un par de horas lo en tenderás todo y me
creerás
.
La seguridad de su tono de voz hizo que Víctor se estremeciera. Un letrero solitario le anunció la desviación a Colmenar. Salió de la autopista y se introdujo en una pequeña carretera de doble dirección, tan oscura y arriesgada como sus propios pensamientos. La voz de ella le llegaba como un sueño.
—Te contaré el resto como me lo contaron a mí. Después del viaje en helicóptero desperté en otra isla. Se halla en el mar Egeo, el nombre es mejor que no lo sepas. Al principio apenas vi a nadie, solo a unos tipos vestidos con batas blancas. Me dijeron que Cheryl Ross había enloquecido debido al Impacto y se había quitado la vida cuando bajó a la despensa de la estación de Nueva Nelson... A mí eso me pareció absurdo. Yo acababa de hablar con ella... No podía creerlo.
Víctor la interrumpió para hacerle una de las preguntas que más le importaban.
—¿Y Ric?
—No quisieron hablarme de él. Durante la primera semana solo me hicieron pruebas: exámenes de sangre y orina, radiografías, resonancias, de todo. Y seguí sin ver a nadie. Empecé a perder la paciencia. La mayor parte del tiempo me la pasaba encerrada en una habitación. Me habían quitado la ropa y me observaban mediante cámaras: cada cosa que hacía, cada conducta... como si fuera... un bicho. —La voz de Elisa temblaba, ahogada en una náusea repentina—. No podía vestirme, no podía esconderme. La explicación que me daban, siempre por altavoces, nunca en persona, era que necesitaban asegurarse de que me encontraba bien. Una especie de cuarentena, decían... Logré resistir un tiempo, pero al finalizar la segunda semana me hallaba con los nervios destrozados. Armé una buena, con gritos y pataletas, hasta que entraron, accedieron a entregarme una bata y trajeron a Harrison, el tipo que acompañaba a Carter cuando firmé el contrato en Zurich. Solo verlo me resultó desagradable: seco, pálido, con la mirada más fría que puedas concebir... Pero fue él quien me contó lo que llamó «la verdad». —Hizo una pausa—. Lamento lo que voy a decirte ahora. No te va a gustar.
—No te preocupes —dijo él entrecerrando los ojos, como si fueran ellos, y no los oídos, los destinados a recibir la mala noticia.
—Me dijo que Ric Valente había asesinado a Rosalyn Reiter y a Cheryl Ross.
Víctor susurró algo hacia Dios: palabras silenciosas, apenas, fabricadas con el gesto de los labios. A fin de cuentas, pese a todo, había sido su gran amigo de la niñez.
Pobre Ric
.
—El Impacto lo había trastornado más que a ninguno de nosotros. Suponían que la noche de aquel sábado de octubre abandonó el dormitorio, tras dejar una especie de muñeco hecho con la almohada para fingir que seguía durmiendo, atrajo a Rosalyn a la sala de control con alguna mentira y allí la golpeó y arrojó contra el generador... Luego hizo algo que nadie esperaba: se ocultó dentro de uno de los refrigeradores de lo despensa. Al parecer, se habían estropeado con el cortocircuito. Estuvo allí escondido durante el registro que hicieron lo, soldados, y nadie lo vio. Luego, cuando entró Cheryl Ross, la destrozó a golpes. Había conseguido un cuchillo o un hacha de ahí toda la sangre en las paredes que yo había visto. Tras matarla se suicidó. Colin Craig descubrió ambos cadáveres a bajar a la despensa, y empezó a gritar. Minutos después, por una desgraciada casualidad, sucedió el accidente con el helicóptero. Y eso era todo.
La noticia de la muerte de Ric no afectó a Víctor Lopera: ya lo sabía. Hacía diez años que lo sabía, pero hasta esa noche la única versión que había conocido e intentado imaginar en tantos ocasiones era la «oficial»: que su viejo amigo de la infancia habla perecido durante la explosión del laboratorio de Zurich
—Podrá parecerte una explicación algo forzada —continuo Elisa—, pero al menos se trataba de una explicación, que era lo único que yo deseaba oír. Además, Ric verdaderamente
murió
: encontraron su cuerpo en la despensa, hubo un funeral, se avisó a sus padres. Como era lógico, toda la información era confidencial. Mi familia, mis amigos y el resto del mundo solo sabrían que se había producido una explosión en el laboratorio de Blanes en Zurich. Las únicas víctimas serían Rosalyn Reiter, Cheryl Ross y Ric Valente... La ficción se preparó muy bien. Incluso hubo una explosión real, sin víctimas, en Zurich, para que la noticia no tuviera cabos sueltos... Se nos prohibía, bajo juramento, revelar lo que sabíamos. Tampoco podríamos hablar entre nosotros o mantener ningún tipo de contacto. Durante un tiempo, cuando retornáramos a la vida cotidiana, seríamos vigilados estrictamente. Todo esto, dijo Harrison, era «por nuestro bien». El Impacto podría tener otras consecuencias aún desconocidas, de modo que debíamos permanecer bajo vigilancia un período prudencial y hacer borrón y cuenta nueva. A cada uno se nos proporcionaría un trabajo, un medio de vida... Yo regresé a Madrid, hice la tesis con Noriega y obtuve una plaza de profesora en Alighieri. —Al llegar a este punto quedó en silencio tanto tiempo que Víctor pensó que había finalizado. Se disponía a decir algo cuando ella agregó—: Y de ese modo se acabaron todas mis ilusiones, mis ganas de investigar, hasta de trabajar en mi especialidad.