—Dios mío...
—Sí, Dios mío. —Blanes torció los labios—. El ojo de Dios viéndolo todo. El Gran Hermano del Tiempo. A ello hay que añadir el espionaje industrial y político, la búsqueda de pruebas de escándalos para expulsar a tal o cual presidente... Es una carrera contrarreloj entre Europa, financiadora del proyecto, y Estados Unidos, que seguramente han iniciado en cualquier isla del Pacífico su Zigzag personal. Hemos demostrado que con una simple cámara de vídeo puedes contemplar todo lo ocurrido en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo... Zigzag ha desnudado a la humanidad, y los militares quieren ser los primeros mirones. Solo los frena una cosa, pequeña pero jodida. —Se llevó las manos al pecho—: Yo.
A Elisa no le pareció presunción. Era como si aquel papel no le gustara en absoluto. Sus siguientes palabras se lo confirmaron.
—Para ellos soy... ¿Cómo dice el bolero? —Y cantó—: «Soy como una espinita que se te ha clavado en el corazón... ». Te juro que no me agrada ser un incordio para nadie. Me fui de Estados Unidos porque invirtieron en armas antes que en aceleradores, y me marcharé de Europa si Zigzag se destina a uso militar, pero soy consciente de que estoy aquí porque me pagan. Deseo darles lo que me piden, te lo aseguro, pero me niego a experimentar con el
pasado reciente
. —De pronto su voz revelaba inquietud—. Les he dicho que hay riesgos, y es cierto, Elisa... Muchos riesgos, créeme. No obstante, se trata de una postura personal. Sergio, por ejemplo, es más atrevido, aunque ha terminado dándome la razón. Por eso quieren que sigamos con nuestros juegos, para ver si topamos con algo que no implique tantos riesgos y que ellos puedan usar.
—No me dijeron nada de eso cuando me contrataron —comentó Elisa, asombrada.
—Claro que no. ¿Crees que a mí me lo han dicho todo? Desde cierto once de septiembre, el mundo ha dejado de dividirse en verdades y mentiras. Ahora solo disponemos de mentiras; el resto nunca lo conoceremos.
Hubo un silencio. Blanes contemplaba un punto en el suelo metálico. En algún remoto lugar atronaba la lluvia.
—Y lo peor, ¿sabes qué es? —dijo él de improviso—. Que si me hubiese negado, si hubiese obedecido a Grossmann y lo hubiese abandonado todo, nunca habríamos contemplado un, bosque jurásico, o las antenas de un dinosaurio, o una mujer caminando por la Jerusalén de tiempos de Cristo... Nada de eso me disculpa, pero al menos me explica. Es como tener un inmenso regalo y no poder compartirlo con nadie... De modo que, si me dan el Nobel, te lo regalaré. ¿Lo quieres? —Le apuntó con el dedo. .
—Creo que no. —Elisa bajó de la mesa y estiró los bordes; de su breve camiseta hacia el vientre mientras sonreía—. Puedes quedártelo.
—Oye, tu obligación como discípula es hacerte cargo de las cosas que yo rechace. ¿Qué íbamos a hacer si no? ¿Tirarlo a la papelera?
—Dáselo a Ric Valente. Seguro que lo acepta encantado.
Volvieron a sonreír.
—Ric Valente... —meditó Blanes—. Un chico raro. Un alumno extraordinario, pero demasiado ambicioso... En Alighieri traté de conocerlo bien y me di cuenta de que no me gustaba. De ser por mí, no habría sido reclutado, pero Sergio y Colin están enamorados de él.
Ella permaneció un instante mirándolo. Luego dijo, antes de marcharse:
—Gracias.
Blanes alzó la vista.
—¿Por qué?
—Por compartir conmigo ese regalo.
Mientras regresaba por el pasillo recordando fragmentos de la conversación, percibió que la lluvia había redoblado su fuerza. Sin duda se trataba del preámbulo del tifón. Pero la proximidad del temporal no la inquietaba: Carter había asegurado que no iba a representar ningún peligro, y ya se habían tomado «las medidas necesarias».
Y tenía razón. El tifón sería lo menos peligroso de todo.
Aquella tromba impedía el desarrollo de cualquier actividad en el exterior y apiñaba a los científicos en las habitaciones, encerrándolos en una atmósfera gris y aletargada. Elisa y sus colegas sufrían más ese aletargamiento, ya que el trabajo había cambiado de manos y ahora eran Clissot, Silberg, Nadja y Rosalyn quienes tenían cosas que hacer, mientras que los físicos podían permitirse un descanso. Ella solía reunirse con Clissot y Nadja en el laboratorio después de desayunar, y se distraía viéndolas estudiar milímetro a milímetro la imagen del Lago del Sol (como había sido bautizada, rechazándose otras propuestas como la de Marini, que pretendía llamarla «de las Gallinas Carnívoras»). Al principio asistía a aquellas sesiones muy animada, pero luego empezó a aburrirse con el trabajo minucioso de las dos paleontólogas. «Observa la extremidad anterior de A, Nadja. Compárala con la homolateral de B. Solo hay una falange en A, dos en B.» Elisa bostezaba.
Si hace un par de días me hubiesen dicho que iba a hartarme de ver esto, me habría reído a carcajadas. Nos acostumbramos a todo.
Nadja se encontraba mucho mejor. Había logrado conciliar el sueño y su ansiedad había disminuido. Aunque tendría que presentarse a una revisión psicológica con Silberg la semana siguiente, nada parecía poder apartarla de aquella rutina diaria frente al ordenador.
Cada vez que veía a su amiga, Elisa pensaba en lo que le había contado la tarde de las proyecciones. Le parecía absurdo, fruto de su estado de nervios, pero albergaba dudas. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese alguien más en la isla que ellos ignoraran? ¿Y por qué no? Llevaba dos meses y medio allí, y aunque creía conocer a todos y cada uno de sus habitantes, incluyendo a los soldados, los helicópteros iban y venían para reponer víveres y podía darse la circunstancia de que hubiese llegado algún militar de reemplazo y se alojara, junto con los otros, en la casamata. Pero, si así era, ¿por qué no se daba a conocer? ¿Y qué hacía explorando los barracones de noche y sin uniforme?
Es absurdo. Nadja tuvo una pesadilla especialmente intensa. Luego la exageró con el Impacto.
Pero no podía quitarse de la cabeza la horrible fantasía de un hombre de ojos blancos mirándola desde las tinieblas.
La noche del sábado 1 de octubre, después de jugar (y perder) con Craig, Marini y Blanes varias partidas de póquer tras, la cena, Elisa se retiró a su habitación. A las nueve ya estaba en la cama y a las diez en punto se apagaron las luces.
El tifón parecía haber empeorado. Sonaba como si hubiese comenzado el día del juicio, una de esas apariciones dantescas en forma de águila o cruz sobrevolando los cielos. Pero tras las capas de aislamiento de aquellas paredes prefabricadas era fácil encontrarse como en una burbuja de metal. Nada se movía, todo estaba callado y tranquilo. Pese a ello, Elisa no podía conciliar el sueño.
Apartó la sábana y se levantó. Pensó en dar un paseo: podía ir hasta la cocina y prepararse un té. Recordó que Carter había prohibido el uso de todos los aparatos eléctricos. Y no le faltaba razón, porque habían comenzado los relámpagos, destellos silenciosos que revelaban retazos de la habitación. De todas formas, la idea del paseo le agradaba. No le haría falta ninguna luz adicional: le bastaría con las de emergencia. Además, se sentía capaz de recorrer el barracón de una punta a otra con los ojos cerrados.
Entonces se percató de algo.
Estaba mirando hacia la ventana cuando lo vio. Al principio creyó que soñaba.
Era un agujero. En la esquina superior izquierda de la pared, junto a la intersección con el techo y la pared del baño. Era elíptico, y tan grande que hubiese podido colarse por él de haber querido. Los «destellos silenciosos» no provenían de la ventana sino de aquella abertura que daba al exterior.
Se quedó tan aturdida preguntándose cómo podía haber sucedido tal cosa, que no se dio cuenta, al pronto, del otro detalle extraño.
Destellos silenciosos.
Silenciosos.
Estaba rodeada de silencio. Un silencio absoluto. ¿Dónde se había ido la tormenta?
Pero el silencio no era total: detrás de ella sonaba algo.
Esta vez no eran pasos cuyos ecos se filtraran por las paredes, sino los ruidos de una presencia inmediata y concreta. El roce de la suela de unos zapatos, una respiración. Alguien en su cuarto,
dentro
de su cuarto, con ella.
Le pareció como si su piel quisiera abandonarla: sus poros se convirtieron en diminutas limaduras de hierro rodeadas por un electroimán potente y se alzaron desde la nuca a los pies. Pensó que tardaba una eternidad en girar y mirar atrás. Cuando por fin lo hizo, distinguió una figura.
Se hallaba de pie junto a la puerta, algo más alejada de lo que le había hecho pensar el sonido de su respiración, completamente inmóvil. Los resplandores la revelaban parcialmente: zapatillas deportivas, bermudas, una camiseta. Pero la cara era una masa de tinieblas.
Un hombre.
Por un instante creyó que el corazón le reventaría de terror. Entonces lo reconoció, y casi le entraron ganas de reír.
—Ric... ¿Qué haces aquí? Menudo susto...
La figura no contestó. En lugar de eso, avanzó hacia ella sin apresurarse, con la levedad con que las nubes ocultan la luna. A ella no le cabía ninguna duda de que se trataba de Valente: la complexión, la vestimenta... Estaba
casi
segura. Pero, si era así, ¿qué pretendía? ¿Por qué no le hablaba?
—¿Ric? —Nunca hubiese sospechado que aquella simple palabra iba a costarle tanto esfuerzo. Sintió dolor en la garganta al pronunciarla—. Ric, eres tú, ¿verdad?
Retrocedió un paso, luego otro. El hombre rodeó la cama y continuó acercándose, inmutable, en completo silencio. Se tomaba su tiempo. Los resplandores iluminaban bien sus bermudas y su camiseta de color oscuro, pero la cara seguía negra como un túnel bajo un techo de cabellos.
No es Ric Hay alguien más en la isla que no sabíamos.
Su espalda y sus nalgas se aplastaron contra la pared metálica y notó el frío en contacto directo con la piel. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no llevaba ni una sola prenda encima. No recordaba haberse desnudado, lo cual la hizo sospechar que aquello no podía ser real. Estaba soñando, tenía que ser eso.
Pero fuera un sueño o no, ver aquella silueta aproximándose cada vez más en medio del silencio resultaba insoportable. Lanzó un grito. De niña, cuando tenía pesadillas, despertaba en el momento en que gritaba. Gritar —pensó siempre— le servía para
romper
la pesadilla y acabar con el horror.
Ahora no le dio resultado: abrió los ojos y el hombre seguía allí, cada vez más cerca. Ya podía tocarlo si alargaba el brazo. Su rostro parecía una casa deshabitada. Solo perduraban las paredes de las mejillas y, al fondo, en la oscuridad, el ladrillo rugoso de las vértebras. El resto estaba desprovisto de carne y huesos, era un segmento donde la realidad decía: NO, un hueco entre dos paréntesis, completamente negro...
Su cabeza es la guarida de una rata que le ha roído el rostro y vive en el cerebro. Porque hay alguien más en la isla que no sabíamos.
... completamente negro, salvo los ojos.
Se llama Ojos Blancos, y ha venido a verte, Elisa. A veros a todos, en realidad.
Una visita breve pero definitiva.
Ojos vacíos como abscesos.
No era una pesadilla. La había inmovilizado. La estaba...
Ojos como lunas enormes que, al mirarla, la hacían introducirse en aquella luminiscencia, la cegaban con su vacua blancura.
... por favor que alguien me ayude por favor esto es real por favor...
En ese instante se desató la oscuridad.
La oscuridad tenía una voz ridícula, ciertamente.
Sonaba a niño a quien acabaran de pegarle los mayores en el colegio tras arrebatarle su helado preferido. Era un «ay» constante y agudo. Era Ric Valente, a quien Elisa había mordido en algún sitio sensible de la anatomía de cualquier hombre por insensible que fuese. Y sus gritos resultaban tan ensordecedores que ella tenía ganas de ordenarle que callase so pena de volver a morderle en el mismo lugar, o quemarle las plumas, porque, ahora que se fijaba bien, Valente poseía plumas en el trasero y antenas en la cabeza, y movía todo aquello sobre ella. En realidad, se trataba de una gallina carnívora con importancia paleontológica que abría el pico para dejar escapar su algarabía. «Pero no debo reírme ni excitarme porque se trata de una pesadilla.»
O no del todo.
Veamos. Había hecho el amor por primera y última vez en su vida a los diecisiete, con un chico llamado Bernardo. La experiencia la había dejado tan traumatizada que no había querido repetir. Bernardo era amistoso, dulce, suave y romántico; pero en el momento en que la penetró se volvió un pistón desbaratado. La había agarrado de las nalgas emitiendo gorgoteos gruñidos, empujando, echando espumarajos. Ella había salido al cine con un ser humano y se había encontrado metida en la cama con una bestia rabiosa que intentaba una y otra vez encajarle algo entre las piernas mientras rugía: «Mmmmfff... Baffffff». No le gustó, la verdad. La vagina le dolió un montón y no se corrió. Al final, él la invitó a compartir un cigarrillo, le dijo: «Ha sido inolvidable». Ella tosió.
Un par de meses después, viniendo de Valencia, su padre se estrelló contra el coche de un borracho. No es que tuviera nada que ver una cosa con otra. NO, siempre que la follaran iba a ocurrir una desgracia, pero lo cierto es que se le quitaron las ganas de hacer la prueba.
De modo que... ¿por qué estaba ahora con aquel hombre en la cama? Desde luego, era mucho peor que Bernardo, mucho más feroz y de peores instintos. Ella había visto una película cierta vez (se había olvidado del título) en la que a la protagonista se la tiraba nada menos que el diablo, un ser que expelía vapores de azufre y tenía los ojos blancos y la picha (era de suponer) descomunal. Una idea completamente absurda, pero
dímelo ahora aquí, con esta cosa encima... estos ojos como luces, mientras alguien que no soy yo (pero que debería serlo) está dejándome sorda gritando de esa manera...
Se despertó rodeada de tinieblas. No había ningún violador, ni encima ni debajo, y ella no estaba desnuda, sino con la camiseta y las bragas con que se había acostado. Tampoco había ningún agujero en la pared (qué ocurrencia). Sin embargo, algo le dolía allí dentro, como le había dolido también aquella primera vez. Pero no pudo concentrarse en eso porque notaba cosas mucho más inquietantes a su alrededor.
Los resplandores familiares estaban ausentes. No había focos sobre la estación, no había estación sobre la isla, quizá tampoco isla sobre el mar. Solo aquella estridencia terrible: un ulular enloquecedor que perforaba sus tímpanos.
Una alarma.