Zigzag (58 page)

Read Zigzag Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
2.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las otras tres figuras poseían tamaños y complexiones diferentes. Elisa dirigió el
zoom
hacia ellas y aumentó otro treinta por ciento.

A juzgar por el cabello de una, largo y negro, podía tratarse de una niña. La niña y uno de los niños aparecían en un color sepia uniforme, lo cual indicaba que podían estar desnudos. El otro chico llevaba ropa, pero escasa, quizá camiseta y pantalón corto, Elisa no podía estar segura. Además, no era su vestuario lo que le llamaba la atención, sino su postura: semejaba haber caído sobre las rocas. Tenía los pies más elevados que la cabeza, como si la foto hubiese sido hecha en el momento de caer. Y el gesto de los brazos de su compañero indicaba... Elisa lo comprendió de repente.

—Uno de los chicos parece haber empujado al otro... Debe de ser un recuerdo de Ric.

Sus pensamientos eran un torbellino. De repente las cosas empezaban a encajar con la personalidad del Ric Valente que ella había conocido.
Marini se equivocó. Supuso que Ric se había arriesgado, pero en realidad no lo hizo. Ric era ambicioso, pero también cobarde. Tenía miedo de usar los vídeos de gente dormida debido a las consecuencias del desdoblamiento, y optó por otra escena, una de su propio pasado, que consideraría «inocente», trivial... Pero ¿cuál? Llevaba un diario detallado desde niño, me lo dijo... De él pudo sacar los datos de hora y lugar...

—¿Un recuerdo de ...? —murmuró Víctor junto a su oído. El cambio que advirtió en su tono de voz hizo que Elisa dejase un instante de mirar la pantalla para observarle. El rostro de Víctor presentaba una abrumadora palidez. En los sucios cristales de sus gafas se reflejaba la pantalla del ordenador, y Elisa no podía verle los ojos.

De pronto ella misma creyó recordar una remota conversación.
¿No me contó Víctor algo semejante hace años... ? La pelea por aquella chica inglesa de la que se había enamorado... Ric lo empujó y...

Volvió a mirar a la pantalla y se fijó en otra cosa: la imagen del chico caído sobre las rocas era menos nítida que las demás. Parecía haber sombras rodeándola.

Sombras.

Notaba la boca seca, y pulsaciones febriles en las sienes. Sus ojos se dilataron.

Se volvió lentamente, pero Víctor ya no estaba junto a ella: había retrocedido temblando hacia la pared y la expresión de su rostro era la de aquel que comprueba, de manera inequívoca, que no hay otra vida más allá de la tumba.

—Mátame, Elisa —sollozó—. Te lo suplico... Yo no... no podría hacerlo. Mátame tú, por favor...

—No...

Víctor dejó de implorar para lanzar un grito donde se mezclaban el terror y la decisión:

—¡Elisa! ¡Hazlo antes de que
eso vuelva
...!

Ella siguió negando con la cabeza sin decir nada, solo negando.

En ese instante la puerta se abrió.

Al principio Elisa no reconoció a Harrison: tenía sangre en las manos y la ropa y su rostro se hallaba desencajado, rojizo, con los ojos fuera de las órbitas.

—Míralo... —Apuntaba a Víctor con la pistola, pero se dirigía a ella. En las comisuras de sus labios destellaba la espuma—. Míralo morir, puta.

—¡No! —gritó Elisa, al tiempo que otra voz en su interior gritaba, desesperada:
¡Mátalo! ¡Mátalo!

Su grito quedó sofocado por el repentino zumbido de los aparatos a su alrededor. El suelo pareció vibrar como ante la llegada de un seísmo. De la pantalla de los ordenadores saltaron chispas y un olor acre llenó el aire.

Tras unos cuantos segundos de sorpresa, Harrison disparó.

Y todo cesó.

? segundos.

Fue como si se quedara sorda. Sin embargo, lanzó un grito y se oyó a sí misma. También sentía la silla junto a sus nalgas, y palpaba la mesa y el teclado.

Víctor y Harrison seguían en la misma posición, el primero aguardando la bala y el segundo apuntándole, pero sus figuras habían cambiado: un corte longitudinal atravesaba las mejillas de Víctor de lado a lado y todo su vientre era un hueco rojizo por el que se vislumbraba la columna vertebral; Harrison había perdido parte de un brazo y las facciones.

Y en medio de ambos, casi en el punto central, un insecto paralizado. Elisa lo contempló horrorizada.
La bala. No ha llegado a tiempo, Dios mío
.

Retrocedió y empujó la silla sin lograr moverla. Al apoyar los dedos en las teclas del ordenador ninguna se hundió, como si se tratara de rugosidades simétricas labradas en una piedra. Algo en ella también era distinto: estaba desnuda por completo.

El sudor le cubrió la cara.

Sabía dónde se encontraba. Sabía en manos de
quién
.

Seguía estando en la sala de control, pero con ciertas diferencias. Era como una habitación decorada por algún artista del surrealismo. En la pared de su derecha habían aparecido extrañas aberturas en forma de elipse a través de las cuales podían divisarse las alambradas y la playa. De allí venía la luz. Todo lo demás era oscuridad.

Y sentía algo más. No hubiese sabido decir cómo, porque no lo veía, pero lo percibía de alguna forma.

Zigzag. El cazador.

Su mente, abrumada por el pánico, se disgregó: parte de sus pensamientos racionales flotaron hacia la superficie y se mantuvieron coherentes y observadores; el resto se hundió en las profundidades de su ser más indefenso, en el recuerdo de sus terrores y fantasías de los últimos años.

Se acercó a la pared que daba al exterior mientras lo miraba todo con aquel sentimiento dual de horror maravillado.
Puedo pensar, sentir, moverme. Soy yo, pero estoy en otro lugar
. Recordó que días antes, o un milenio antes (no lograba concretarlo) había hablado a sus alumnos de Alighieri acerca de la posibilidad de contacto entre distintas dimensiones (
puse una moneda en la transparencia
). Ahora se hallaba metida en el ejemplo práctico más inconcebible que hubiese podido imaginar.

Tocó la pared: era sólida. Por allí no había salida. Pero una de las aberturas era muy amplia y se hallaba casi a ras del suelo. Tendió la mano sin notar nada.

Durante un instante titubeó. La idea de escapar atravesando uno de aquellos agujeros se le hacía, en cierto modo, nauseabunda, como caminar bajo tierra.

Entonces se fijó en la abertura de la cámara del generador. Era un agujero enorme y elíptico en mitad de la puerta. Comprendió que, gracias a él, Rosalyn había penetrado en la cámara huyendo de Zigzag y tocado el generador, recibiendo la descarga después de que Zigzag la atacara. Si Rosalyn había pasado al otro lado a través de uno de aquellos agujeros, ella también podía intentarlo.

Fuera como fuese, no iba a quedarse allí dentro aguardando a que
él
decidiera atacar.

Alzó una pierna, luego la otra. Procuró no apoyarse en los bordes del agujero, pese a que eran completamente lisos. Salió afuera.

No oía el mar, ni el viento, ni siquiera sus propios pasos. Tampoco sentía la tibieza del sol sobre su piel, aunque estaba desnuda.
Eva en el paraíso
. Era como caminar por un decorado, una naturaleza virtual. La luz del sol, sin embargo, seguía alcanzando sus retinas con normalidad. Supuso que la explicación residía en la teoría de la relatividad, que afirmaba que la velocidad de la luz era una de las constantes absolutas del universo físico. Incluso en la cuerda de tiempo la luz se desplazaba de la misma forma inalterable.

En su camino se extendía un agujero de materia en el suelo, de gran tamaño, un foso de paredes poliédricas pero limpias, con la tierra perfectamente aglomerada por capas. Mientras lo rodeaba miró hacia abajo.

Y se detuvo.

En el fondo, a unos diez metros de la superficie, yacía una figura.

Lo reconoció de inmediato. Olvidándose de todo, incluso de su propio miedo, se agachó en el borde. Veía su cabeza, su rostro anguloso mezclado con la tierra, enhebrado con ella, fosilizado, convertido en materia porosa, como la raíz de un árbol. Un tubérculo blancuzco encerrado en la oscuridad de una prisión eterna.
Ha estado en la isla todo este tiempo. Cayó por un agujero de materia al intentar escapar de Zigzag esa noche
. Pero ya había muerto, o así parecía. Así lo deseó ella, por su bien.

No fue culpable.

Ric Valente la miraba desde el abismo con sus órbitas huecas. De pronto, una brutal sensación de alarma le hizo volver la cabeza.

Zigzag se hallaba tras ella.

Tan solo el hecho de verlo la dejó aturdida. Los años de terror, las pesadillas, el nido de repugnantes alimañas que había ido creciendo en su subconsciente, todo se quebró en su interior y el contenido rebosó hasta anegarla.

Solo una cosa le impidió enloquecer en ese momento: el dolor lancinante que experimentó en el muslo izquierdo. Se retorció en el suelo chillando como una niña y contempló cinco surcos simétricos y paralelos en la parte central del muslo. No sangraban. Su sangre aún no había tenido tiempo de brotar, pero parecían cortes profundos.

Zigzag ni siquiera había necesitado tocarla: ahora comprendía lo dueño que era de la situación. Todo lo que le rodeaba no representaba ni el más mínimo obstáculo para él. Era capaz de destrozarla a voluntad. El tormento que sentía le hizo pensar cómo sería morir a manos de aquella criatura.

Se puso en pie y trastabilló, volvió a caer, apoyó las manos y se incorporó otra vez. Corrió sin mirar atrás, cojeando. Intuyó que eso era lo que él deseaba.
Quiere que siga huyendo
. El pensamiento de que Zigzag
no quería
atraparla aún la horrorizaba.

Cruzó la verja y continuó hacia la playa sin que sus pies descalzos dejaran huella alguna en la arena. Esquivó sin demasiada dificultad los agujeros de materia en el suelo. La idea de caer en alguno y quedar atrapada (¿dónde?, ¿a cuántos kilómetros de profundidad antes de que los átomos regresaran a rellenar el vacío?) le daba pánico.

Al llegar a la playa abrió la boca.

Le pareció estar viendo a Dios.

El mar se hallaba inmóvil. Su tiempo había cesado en el instante de volcar una ola hacia la orilla. La ola formaba una trinchera oblonga de ladrillo verde coronada por una alambrada de nieve y horadada de incontables grutas. Otra ola había quedado petrificada en el momento de retirarse.

¿Adónde iría ahora? Se detuvo y reunió fuerzas para mirar atrás.

No vio a Zigzag.

Pese a ello, siguió avanzando: pisó la ola y no notó especial diferencia con la arena. Caminó por ella sorteando un agujero de materia y llegó hasta la pared curva de la ola levantada. Tocó la espuma que se alzaba hasta su pecho pero tuvo que retirar la mano con una mueca de dolor. Advirtió pinchazos en la palma. También sentía dolor en la planta de los pies. Razonó que, al aglomerarse en espacios más reducidos que en la materia sólida, los átomos otorgaban al agua una textura de vidrio roto. El mar, en el mundo de Zigzag, podía desangrarla.

La ola no tenía mucha altura, pero intentar escalarla sería como introducirse desnuda en un zarzal. Además, ¿adónde iría? En el horizonte advertía fosas de diámetro enorme. Le pareció atisbar una tan grande como la propia isla, y en su superficie, colgados del vacío, cuerpos de criaturas negras (¿delfines?, ¿tiburones?) disecadas en medio de la natación. A su alrededor se extendía la rugosidad del océano paralizado, con aquellas crestas que cortarían su carne como navajas de afeitar. Jadeando, retrocedió hacia la orilla y comprobó que la arena tampoco era segura. No se deformaba bajo sus pies: era como pisar una lámina de acero arrugada. Las dunas la herían con su delgado filo. En el cielo, las nubes eran aros de humo blanco o puntos dispersos, y la línea esmeralda de la selva semejaba un ejercicio de papiroflexia mal recortado. Comprendió lo que ocurría.
El área de la cuerda de tiempo se ha ampliado. Pero eso requiere mucha energía. Quizá se debilite.

No sabía adónde dirigirse, y tampoco si merecía la pena dirigirse a algún sitio. Cayó de rodillas en aquella arena de acero, gimiendo de dolor debido a la herida en el muslo. Esperó. ¿Aguardaría su
llegada
? ¿O bien existía alguna forma de librarse de él, o de abreviar su propio final?

Sabía cuál era la única posibilidad que le quedaba, pero le repugnaba desearla.

Acurrucada sobre la arena, intentaba pensar frenéticamente.
El área se ha expandido tanto que necesitará más energía para sostenerse... Quizá la extraiga de los seres vivos. Sintió una leve esperanza: Cuando consuma toda la energía a su alrededor tendrá que parar, aunque sea un instante, y entonces la bala...

Pero no se atrevía a desear salvarse a costa de eso...

Y sin embargo, mientras lo pensaba, lo estaba deseando.

Alzó la vista y supo que ya era demasiado tarde: llegaba su turno.

Zigzag se movía con ligereza. No parecía caminar sino ser impulsado por un viento imperceptible. Elisa lo contempló con la fascinación con que se contemplan las cosas que van a causar la muerte.

Se preguntó si tendría conciencia, si sentía algo, si experimentaba alguna emoción o era capaz de reaccionar con inteligencia ante las situaciones. Concluyó de repente que no era así. Ni siquiera creía que fuese capaz de obtener placer ante la satisfacción de sus deseos de destrucción, o siquiera de poseer tales
deseos
, o algo similar a un
deseo
. Viéndolo, Elisa tuvo la certeza de que Zigzag se hallaba más allá de la frontera entre lo vivo y lo inanimado. No era un objeto, pero desde luego tampoco una criatura. Hasta su mero movimiento le pareció una ilusión. Decidió que no era cierto que estuviese «acercándose» de ninguna forma a ella. Eso era lo que sus ojos le hacían creer, pero Zigzag no se desplazaba: estaba ya allí, con ella, frente a ella, solos e inmóviles los dos en el interior de la cuerda. En cuanto a su voluntad, tenía la misma que podía tener un imán frente a una plancha de hierro. No se trataba de voluntad, sino de un fenómeno físico.

El resto era su furia.

Una furia pura, sin un antes ni un después, sin desarrollo ni evolución, de una intensidad que el ser humano no conocía ni había conocido nunca. No creyó que hubiese inteligencia ni voluntad tras aquella furia: simplemente, Zigzag era eso. En él, apariencia y esencia eran lo mismo.

Elisa nunca había visto ni imaginado nada semejante, salvo en las pesadillas, donde la maldad y el miedo podían encarnarse y tomar forma.
Señor Ojos Blancos
. No le sorprendió que Jacqueline lo hubiese llamado «diablo». Se sintió incapaz de definir, entender o soportar el aura de perversión casi simbólica, el odio y la locura que emanaban de cada centímetro de su aspecto, la crueldad inhumana que destilaba todo su ser.
David tenía razón: está atrapado en un sentimiento puro. Es algo que destruye. Solo hace eso. Solo puede hacer eso.

Other books

Called to Controversy by Ruth Rosen
A Country Affair by Patricia Wynn
The Kiln by William McIlvanney
Mystic Embrace by Charlotte Blackwell
Love by the Yard by Gail Sattler