Zigzag (59 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
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En cuanto a su horripilante aspecto físico, Elisa sabía que se debía a la misma causa que provocaba pozos en el mar y lepra en la Mujer de Jerusalén. El desplazamiento de materia lo mutilaba, arrancando a medias sus facciones, borrando sus pupilas en las órbitas blancas y amputando uno de sus antebrazos y parte del tronco, como si hubiese sido mordisqueado y escupido por un depredador. Su postura, con brazos y piernas separados y ligeramente flexionados, era una réplica de la que, sin duda, había adoptado al caer por las rocas, después de que Ric lo empujara.

Sin embargo, mientras lo contemplaba, y aunque creía que iba a enloquecer si no apartaba los ojos de él, comprendió algo más.

Pensó en Víctor, en su espantoso sufrimiento cuando descubrió a la chica de quien creía estar enamorado (su amor infantil) en brazos de su mejor amigo; en todo lo que había cruzado por su alma de chaval durante fracciones de segundo, mientras su cerebro se sumía en la inconsciencia del golpe: la rabia, el deseo, la venganza, el sadismo, la impotencia al ver que el mundo se desmorona por primera vez a tu alrededor...
Ric quiso acudir a un recuerdo «inocente», pero ¿qué encontró?

Supo que, desprovisto de todo aquel horror, Zigzag quedaría reducido a
lo que de verdad era
, lo que había sido, lo que hubiese sido si el tiempo no lo hubiese aislado en un instante terrible. Ahora que lo veía de cerca, podía intuir su verdadera naturaleza tras las gruesas capas de rabia paralizada.

Zigzag era un niño de once años.

0,0005 segundos.

Víctor corría por la orilla del río aquella mañana de verano en Ollero. Ric y Kelly habían desaparecido, pero sospechaba dónde podía encontrarlos: sobre el montículo de piedras, en el lugar que Ric y él llamaban el Refugio. Incluso habían pensado hacer una cabaña allí.

De repente se detuvo.

¿Hacia dónde corría de esa manera? ¿Qué había estado haciendo momentos antes? Recordaba vagamente que se hallaba junto a Elisa mirando algo. También recordaba el cabello negro de Kelly Graham, y lo parecidas que eran Elisa y Kelly en su memoria. Y el instante en que descubrió a Ric y Kelly desnudos bajo el pino, justo donde habían planeado construir aquella cabaña. Y lo que sintió al verla arrodillada frente a Ric,
tocándole
(ya sabía lo que era eso: lo había visto en las revistas que Ric coleccionaba), y lo que Ric le dijo.
¿No quieres participar, Vicky Lo-opera? ¿No quieres que ella te lo haga, Vicky?
La mirada de Ric y, sobre todo, la de Kelly. La mirada de Kelly Graham mirándole con sus ojos gatunos.

Todas las chicas, absolutamente todas, sin excepción, miran así.

Los mismos labios que le habían sonreído tantas veces besaban ahora los genitales desnudos de Ric: eso merecía el insulto que le lanzó y otros peores. Insultar (lo descubrió entonces) tenía algo que era como un vicio: gritabas hasta quedar afónico, llorabas, sentías que querías destrozar el mundo, y todo eso te impulsaba a gritar más, a seguir injuriando. ¡Oh, si el mundo fuese el cuerpo de una chica o los genitales de Ric...! ¡Oh, si la rabia durase para siempre! Desearías gritar hasta que los gritos vaciaran de contenido aquellas sonrisas y miradas, gritar para siempre, hasta el fin de tu último día, con la boca bien abierta, mostrando los dientes...

Pero no estaba en Ollero, ni corría hacia ninguna parte. Se hallaba en el interior de una sala grande y muy calurosa. ¿Qué era aquello? ¿El infierno? ¿Y por qué se encontraba
él
(precisamente él) en aquel espantoso lugar?
No es justo
.

La rabia le nubló. Quiso explicarle a quienquiera que hubiese hecho aquello cuán injusto era. Cierto, él se había propasado. Había querido, durante una fracción de segundo, o quizá algo más (pero no tanto como para que a la naturaleza le importase), había deseado con todas sus fuerzas
comérselos vivos a ambos, joderlos, cortarles la cabeza y follarlos por el agujero, como decía Ric, a ella sobre todo, a ella más que a él, por el engaño, por ser tan despreciable, tan hermosa, tan semejante a esas chicas depiladas, con ropa interior negra, de las revistas de Ric que se arrodillaban delante de los hombres como perritas
.

Pero, seamos sinceros, todo eso había sucedido más de veinte años antes, y las consecuencias no habían sido otras que un buen coscorrón, unas horas dormido a pierna suelta en el hospital, una cicatriz en la mollera, mucha preocupación por parte de su familia y un final feliz. Ric no se había movido de su lado durante aquellas horas y cuando él despertó se echó a llorar y le pidió perdón. En cuanto a Kelly, ya la había olvidado. Fue un incidente entre chiquillos. ¿Qué edad tenían? Apenas once o doce años...

No es justo
. La vida estaba mal hecha si cosas como aquélla podían convertirse, con
el paso del tiempo
(¿ésa era la expresión?), en cavernas tan oscuras. ¿Dónde estaba la justicia en una naturaleza que no perdonaba? Él ya había perdonado a Kelly y a todas las chicas del mundo. Había perdonado a todas las mujeres. El resto se llamaba «trauma», pero hacía años que había aprendido a convivir con eso: vivía solo, y pese a todo lo que Elisa le gustaba y los deseos que experimentaba por ella, no se atrevía a dejar pasar dentro de su corazón a ninguna mujer. Ric y él se hallaban distanciados. ¿Qué más debía hacer para expiar su culpa? ¿Acaso a Dios le importaban tanto todas y cada una de las palabras y emociones que se dicen o sienten durante unos cuantos segundos salvajes?

Y de pronto creyó comprender que, en efecto, así era.

La piedra golpea la superficie y las ondas crecen. ¿No era ésa la raíz del pecado original, la falta primera, la Única Falta? Un error cometido hace mucho tiempo, una mancha al comienzo que enturbia el agua del paraíso y arrastra consigo a tantos inocentes. Sospechó que muy pocos contaban con aquella sabiduría. Él era un privilegiado: Dios le mostraba de qué manera los círculos de los errores transforman la faz del mundo al extenderse.

En realidad, lejos de encontrarse en el infierno, estaba en el paraíso. Antes tendría que atravesar por el purgatorio de recibir un balazo en la frente, pero eso sucedería muy pronto: ya veía la bala venir hacia él. Comprendió que solo su muerte podría terminar con todo. La clave residía en morir
antes
que Blanes, Elisa y Carter. Morir.

Sintió una repentina felicidad. Estaba haciendo realidad un sueño íntimo, su sueño más profundo: dar su vida para salvar la de Elisa.

Exactamente
eso
.

¿Qué otro paraíso podía desear?

Sonrió mientras su amigo Ric lo empujaba. Cayó sobre las rocas, sintió el golpe y luego vino la paz.

0 segundos.

La luz la cegó de repente. Apartó los ojos del sol, parpadeando.
Estoy viva
.

Vio el cielo, nubes como el humo de incendios remotos, el mar rugiente, la tierra bajo su espalda, la camiseta que la cubría. El agudo dolor en el muslo se incrementó, y notó la presencia de un líquido tibio deslizándose por la herida. Se estaba desangrando. Moriría pronto. Pero tales sensaciones eran pruebas más que suficientes de que aún seguía viva.
Estoy viva
.

Le dio la bienvenida a la sangre.

Epílogo

No había niebla ni oscuridad.

Sin embargo, dentro de sus mentes todo era distinto.

La destrucción a su alrededor era horrible. El interior de los barracones consistía en un caos de metal, cristal, madera y plástico, incluyendo a SUSAN, cuyo dorso de metal presentaba tantas abolladuras como si la mano de un niño gigantesco lo hubiese estrujado tras cansarse de jugar con él; en el exterior, los helicópteros habían sido arrasados como por el estallido de bombas. Aunque nada parecía verdaderamente quemado, todo despedía olor a humo y todo estaba inservible, como tras el paso de algún ejército devastador. Por fortuna, parte de las provisiones de los soldados eran utilizables. La mayoría eran latas y ellos no contaban con ningún abrelatas, pero él se las ingenió para agujerearlas y arrancar las tapas. Un problema insospechado fue la bebida: hallaron solo dos botellas de agua potable. Pero esa tarde la congregación de nubes soltó una descarga y pudieron recoger varios cubos de agua de lluvia. Se lavaron, y decidieron no retirarse a descansar. Ninguno de los dos lo dijo, pero no deseaban separarse.

Cuando cayó la noche, no resultó fácil moverse por ella: carecían de electricidad, ninguna batería había sobrevivido intacta y durante las primeras horas no quisieron hacer fuego. De modo que se sentaron afuera, junto a la pared del tercer barracón, y se dedicaron a buscar un reposo imposible.

Con las necesidades más básicas resueltas, ella le preguntó por los cadáveres. Habían encontrado varios, dentro y fuera de la estación científica. A los soldados y a Harrison solo fueron capaces de reconocerlos por el vestuario, ya que eran simples siluetas de ropa plana arrojadas al suelo. Pero a ella también le interesaba saber qué harían con los cuerpos de Víctor, Blanes y el soldado del pasillo, así como con los restos de Jacqueline.

Ambos estaban de acuerdo en que debían enterrarlos a todos, pero diferían sobre el momento más indicado para hacerlo. Él quería esperar (estaban agotados, esgrimió como excusa, y al día siguiente los rescatarían), ella no. Tuvieron la primera discusión. No fue muy intensa, pero los sumió en el silencio. Entonces ella le oyó decir, quizá para excusarse:

—¿Cómo sigue la herida?

Se contempló el vendaje improvisado que él le había hecho en el muslo. Le dolía de manera espantosa, pero no quería quejarse. Estaba segura de que le quedarían marcas para siempre, durara cuanto durara ese «siempre». Pese a todo, dijo:

—Bien. —Y cambió de postura—. ¿Y la suya?

—Bah, apenas fue un rasguño. —Se palpó la venda que ceñía sus sienes.

Por un instante ninguno de los dos volvió a hablar. Tenían la vista perdida en el mar y la noche. Había dejado de llover y la atmósfera era despejada y tibia.

—Aún no comprendo cómo... cómo
eso
no acabó también con nosotros —dijo Carter suavemente.

Ella lo miró. Carter seguía igual que por la mañana, cuando se le apareció con aquel rifle y el mismo miedo que ella dibujado en el rostro, o quizá más. A esas alturas casi se reía al recordar su pálida expresión iluminada por un sol que apenas había avanzado, uno de los ojos cerrados y el otro puesto en la mira del rifle, al tiempo que le preguntaba a grito pelado qué demonios había sucedido.

Buena pregunta.

Ella no fue capaz de contárselo en aquel momento (sangraba, se sentía débil), solo le había dicho que creía que todo había terminado.

Carter le había explicado que Harrison había fallado al dispararle y ni siquiera se había dado cuenta. Él había permanecido inmóvil en el suelo, y cuando Harrison se alejó probó a levantarse. «En ese momento me pareció que todo se venía abajo... Empecé a oler a quemado. Entré en la sala de control y vi a su amigo muerto de un balazo y al viejo convertido en una especie de... ceniza en el suelo. Afuera había otros cadáveres de soldados en el mismo estado... Entonces fui a la playa y la vi a usted.»

Elisa ya se sentía capaz de ofrecerle su propia explicación.

—Hubiese podido matarnos —dijo—. De hecho, lo iba a hacer. Extrajo la energía de las máquinas y me atacó. Yo era la siguiente, o quizá era David, pero David ya había muerto, y me atacó a mí... Sin embargo, tuvo que interrumpirse para extraer la energía de los seres vivos. A usted no le afectó, porque dentro de su cuerda de tiempo usted era su
siguiente
víctima... Lo curioso es que a Víctor tampoco le afectó: quizá estábamos equivocados al suponer que el desdoblamiento podía matarse a sí mismo. Sea como fuere, cuando interrumpió el ataque durante una fracción de segundo, Víctor recibió la bala y murió...

—Y esa cosa murió con él —asintió Carter—. Ya comprendo.

Elisa miró el cielo negro y sintió un gran peso en el pecho. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de liberarse de aquel peso, al menos del todo, pero podía intentarlo.

—Escuche —dijo—. Tiene razón, estoy extenuada. Pero voy a enterrarlos ahora, como pueda... No tiene que ayudarme.

—No voy a ayudarla —replicó Carter.

Sin embargo, se levantó junto con ella. Pero entonces ella descubrió que se encontraba muy mal. Le dolía demasiado la herida. Accedió a posponer aquellos funerales y volvieron a sentarse en la arena.

Tendrían que aguardar así a que viniera el nuevo día. Y, mientras tanto, ella rezaría por estar equivocada.

Porque, conforme la noche avanzaba, se sentía cada vez más segura de que no podrían salvarse.

—¿Tiene hora?

—No. Mi reloj no tiene pila y los demás se han parado a las 10.31, ya se lo dije. Serán cerca de las cuatro de la madrugada. ¿No puede dormir? —Elisa no contestó. Después de una pausa él añadió—: De joven aprendí a conocer la hora sin reloj, por la altura del sol y la luna, pero es necesario que el cielo esté muy despejado... —Alzó el brazo hacia las nubes, que resplandecían débilmente—. Así es imposible.

Ella lo miró con el rabillo del ojo. Sentado en la arena con la espalda apoyada en la pared del barracón y envuelto en la oscuridad de la noche, Carter parecía casi irreal, aunque a ella le constaba que la forma en que había devorado las conservas nada tenía de ficticia.

—¿Qué le preocupa? —dijo él de repente.

—¿Cómo?

La mirada de Carter se clavó en la suya.

—Le aseguro que, en ocasiones, las personas son más fáciles de conocer que el cielo. Usted está preocupada por algo. No es solo el dolor por la pérdida de sus amigos. Está pensando en algo. ¿Qué es?

Elisa meditó la respuesta.

—Pensaba en cómo íbamos a salir de aquí. Ningún aparato eléctrico funciona, ni radios ni transmisores... Las provisiones aprovechables son escasas. Pensaba en eso. ¿De qué se ríe?

—No somos náufragos en una isla perdida. —Carter sacudió la cabeza y volvió a soltar aquella risita grave—. Ya se lo expliqué: Harrison esperaba que la delegación científica viniera mañana a primera hora... Eso, sin contar con que en la base deben de estar preguntándose por qué Harrison y su equipo no responden a las llamadas. Confíe en lo que le digo: como muy tarde, al amanecer vendrán a por nosotros. Si es que no aparecen antes.

Mañana. Antes
. Elisa flexionó la única pierna que podía mover sin sentir dolor. Las rachas de viento procedente del mar empezaban a ser frías, pero por nada del mundo hubiese entrado en los barracones a pasar el resto de la noche. Si acaso, buscaría algo que ponerse sobre la camiseta, o le pediría a Carter que hiciera una fogata. No era el frío precisamente lo que le preocupaba.

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