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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation

BOOK: Zombie Nation
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Algo horrible crece en la oscuridad. Una ola de miedo y canibalismo asola el corazón de Estados Unidos, al tiempo que deja una estela de infección y matanzas. El capitán de la Guardia Nacional Bannerman Clark tiene que cumplir una misión imposible: descubrir qué es lo que está pasando; y luego detenerlo antes de que aniquile Los Ángeles.

En California, el capitán descubre a una mujer atrapada en un hospital que ha sido arrasado por dementes enfurecidos. Ella puede tener el secreto de la epidemia, pero lo ha perdido todo, incluso su nombre.

David Wellington

Zombie Nation

Trilogía Zombie 2

ePUB v1.0

Dirdam
18.03.12

Título original: «Monster Nation»

Fecha de salida original: febrero de 2005

Editorial: Timun Mas

Traducido por: Gabriela Ellena Castellotti

Publicación en España: abril de 2011

ISBN: 978-84-480-6009-1

Primera parte

«¡Mi hermano ya estaba muerto!»

Clifton Thackeray hizo algunas polémicas declaraciones mientras estaba encerrado en una celda de Fort Collins bajo sospecha de estar implicado en un asesinato verdaderamente extraño y opaco. El sábado pasado intentó ahorcarse con su cinturón. ¿Qué sucedió realmente aquella noche en las montañas? Nuestro Harry Blount investiga: página 17 [
Westworld Weekly,
Denver, Colorado, 15/03/05]

Aquí va lo que ella tenía:

Estaba vestida completamente de blanco. Pantalones de algodón, camiseta anudada al cuello, chaqueta de lino. Sandalias y gafas de sol, con el cabello rubio y corto peinado hacia atrás en un tenso moño. Un pirsin de niobio en la nariz y un tatuaje tribal alrededor del ombligo, un sol con ondulantes rayos triangulares que destellaba cada tanto, cuando su camiseta subía y bajaba al ritmo de su paso.

Se sentía bien; estaba sonriendo y contoneaba las caderas un poco más de lo necesario. Recordaba querer quitarse las sandalias y sentir el áspero roce de la acera en los pies.

¿Cuánto de este recuerdo era fiable? Estaba bastante gastado y raído por los bordes. Todos los sonidos que oyó cuando regresó a este lugar eran bajos y distorsionados. Vibraciones oceánicas. No olía nada. La luz parecía desprenderse de rayos solares independientes, fotones extraviados inmovilizados en el aire.

Lo peor de todo, no había palabras. Ni nombres ni señales. Pasó justo al lado de una señal de stop, pero en este soleado espacio no era más que un octágono rojo en blanco. «Stop —pensó para sí misma—. ¡Stop, stop, stop!» La palabra no se manifestaba.

Palmeras. Patinadores y vagabundos compitiendo por un hueco en la acera. Tenía que ser California, a menos que un millón de películas la hubieran confundido. No una zona famosa de California, sino una cutre y un poco venida a menos de un encantador modo multicultural. Una intersección de cuatro direcciones con un supermercado que vendía productos latinos, una clínica de beneficencia, un escaparate sin cartel tapado con tablones y una especie de bar. Qué podía estar haciendo allí era algo que no se figuraba.

El tiempo se puso en marcha y la luz se movió de nuevo: con el escenario montado, la acción estaba lista para comenzar. En la intersección, un Jeep Cherokee se subió al bordillo y se estampó contra un banco de piedra con el sonido de la chapa rasgándose y repiqueteando. El coche se meció sobre los neumáticos; sus ventanillas eran del color tornasolado del aceite con agua. El tiempo quedó suspendido y bailoteando alrededor de la escena, como un abejorro en busca de néctar. Los fragmentos cúbicos de cristal hecho añicos giraron lánguidamente en el aire mientras las nubes pasaban a toda velocidad por el cielo en un lapso de tiempo roto. Ella estaba helada en el sitio, conmocionada, a medio paso. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Un minuto? ¿Quince segundos? La puerta del conductor se abrió y un hombre con una camisa de vaquero azul salió tambaleándose.

La expresión de su cara no tenía sentido en absoluto.

Dio un par de tumbos. Agarrado al banco, al capó de su coche. Le costaba caminar, mantenerse erguido.

Naturalmente, ella acudió en su ayuda. Se suponía que era lo que debía hacer… ¿por qué? ¿Qué era ella? ¿Médico? ¿Enfermera? ¿Fisioterapeuta? La expresión de su rostro era tan sólo… ausente. Su mandíbula no parecía cerrar adecuadamente y sus ojos no se movían. ¿Un paro cardiaco? ¿Una apoplejía? ¿Un ataque al corazón? Tenía que ayudarlo. Era una obligación, parte del contrato social.

Estaba muerto cuando llegó hasta él.

Lo cual no lo detuvo para lanzarse sobre ella.

El hombre estaba muerto, pero todavía se movía. Un imposible, una rareza de la biología. El punto en el que las reglas normales ya no se cumplen. El recuerdo se desmoronaba en este momento en datos sensoriales crudos, fragmentos de información que no conformaban una unidad de lo ocurrido. Era capaz de acordarse de la tela sintética de la camisa del hombre allá donde la había tocado, la grasa de su piel, el confort puro y no adulterado de su brazo al cruzar su espalda, atrayéndola hacia él, abrazándola, como si fuera un hermano, un padre, un novio, un marido, un cura, algo, una presencia masculina, pero bienvenida y buena y deseada porque ella no sabía qué estaba sucediendo, sólo se alegraba por el contacto humano en un momento terrorífico en el que nada terminaba de funcionar como debía.

El dolor, intenso y real, mucho más real que ninguna otra cosa en su memoria, cuando treinta y dos agujas se hundieron en su hombro, en su piel, los dientes del hombre.

Eso era lo que ella tenía. Todo lo demás había sido arrancado dejando bordes raídos, huecos sangrientos. Su cabeza estaba llena de ventanas mugrientas a través de las cuales no podía ver en ninguna dirección. Su memoria estaba muerta y pudriéndose y tan sólo le había dejado esas pocas impresiones. Todo lo demás había desaparecido.

Por ejemplo, no podía recordar su nombre.

Cinco muertos hallados cerca de Estes Park

El jefe de la policía sugiere un vínculo con la producción de «meta» en High Country [
Rocky Mountain News,
17/03/05]

Dick se inclinó apoyándose sobre el hombro y escarbó entre viejas bolsas de Burger King hasta que encontró el mapa de las estaciones de servicio. Tenía una mancha de grasa importante que se había extendido lentamente ante sus ojos. «Mierda, allá va Gunnison», pensó, riéndose para sus adentros.

Él casi nunca utilizaba el mapa, había crecido en esas montañas y en las praderas que había a sus pies; de todas formas, a duras penas había un puñado de carreteras en esa parte de Front Range. Con una brújula y una idea clara de adónde se dirigía normalmente era capaz de llegar hasta allí sin desviarse mucho. Una vez que abandonabas la carretera era otra historia. Había cientos de cañones en esas montañas, pequeños valles que parecían bolsillos al lado de los enormes picos, agujeros perdidos en las sombras o tan cubiertos de árboles que no los veías hasta que estabas dentro. Estaba en algún lugar cerca de Rand, en el lado salvaje del Parque Nacional de las Montañas Rocosas, bastante lejos de cualquier lugar civilizado. El mapa mostraba una carretera sin asfaltar, o más exactamente una pista, una sola línea de puntos que salía de la 125 y subía en zigzag por la montaña y que no acababa en ningún sitio en particular. De algún modo, la había perdido. No era demasiado sorprendente. Marzo podía haber descongelado la mayor parte de las Grandes Llanuras, pero a esa altura la nieve todavía relucía en cada declive y saliente, y persistía a la sombra de cada árbol raquítico. Una carretera sin asfaltar a esta altitud podía haber desaparecido literalmente desde que el mapa fue impreso, haber sido expulsada de la existencia por las ráfagas de nieve invernal o el deshielo de los arroyos de los manantiales. Dick arrugó la frente y comprobó la unidad de GPS atornillada al salpicadero, luego miró de nuevo el mapa. Si estaba leyendo correctamente la escala, se hallaba a unos cuatrocientos metros de la pista, pero no había visto nada mientras conducía a quince kilómetros por hora.

Mientras se preguntaba qué hacer, estuvo a punto de no percatarse de un destello de movimiento en el espejo retrovisor. Se dio media vuelta tan rápido como pudo y vio a una adolescente salir agitando los brazos de entre los matorrales del margen de la carretera a quizá doscientos metros a su espalda. Su pelo era una maraña, bueno, acaba de emerger de entre unos setos de enebro y llevaba una parka enorme que era demasiado gruesa para la estación. Tuvo algunos problemas para salir de los matorrales, las mangas se le enredaron en las laberínticas ramas hasta que tiró con la fuerza suficiente para liberarse, lo cual la lanzó al suelo. Se levantó y, sin sacudirse, comenzó a caminar. Ella ni siquiera lo miró, sencillamente empezó a andar con cierta torpeza carretera abajo en dirección sur. Él recordaba haber visto algunos coches aparcados allí. «No es más que una excursionista», pensó. Muchos llegaban hasta allí y decidían, entre lo accidentado de la pista y el incipiente mal de altura, que lo que de veras querían era ir a casa. Incluso sonrió ante el pensamiento. Había algo extraño en su manera de caminar, como si sus rodillas estuvieran rígidas a causa de la artritis, quizá, aunque era demasiado joven para eso. La observó avanzar hasta que ella dobló una esquina y estuvo fuera de su vista, y sólo entonces se preguntó si debería haberse hecho notar, haberle ofrecido ayuda si es que la necesitaba.

No había llegado a verle bien la cara.

Daba igual. Dick había estado en su situación muchas veces. Sabía que cuando estaba así de ansioso por ir a casa, personalmente, nunca quería hablar con nadie. «Que haga lo que quiera», decidió. Él todavía tenía que encontrar la pista y ahora tenía una idea bastante clara de dónde buscarla. La tonta de la chica había ido de excursión sola, lo que era una idea bastante mala en general, pero, diablos, Dick no pertenecía a las fuerzas del orden. Si la gente quería ser estúpida, suponía que estaban en su derecho.

De vuelta al problema que lo ocupaba: la pista desaparecida. No le quedaba más que ir a buscarla a pie. Gruñó al desabrocharse el cinturón de seguridad, y cogió sus guantes y el abrigo del asiento de atrás, enterrado en deshechos, aunque en realidad el amaba esta mierda, siempre lo había hecho. Desde las interminables excursiones y aventuras de niño y sus temporadas estivales como guarda forestal durante sus años de universidad hasta su actual puesto en el Instituto Nacional de Salud, había pasado más tiempo de su vida al aire libre y por encima de los tres mil metros que en cualquier otra parte.

En el instante en que Dick abrió la puerta del jeep blanco la nieve arremetió contra su rostro y sus manos como un fino espray de cristal, obligándolo a entrecerrar los ojos hasta que se hubo puesto las gafas de sol. Fuera estaba pisando sobre nieve a cada paso, aplastándola. Cuando se detenía, no oía nada en absoluto. Las sombras de las nubes rondaban por encima de las montañas, asombrosamente inmensas. Nunca se había acostumbrado a esta belleza, a la forma impresionante en que las nubes pintaban las montañas con sus sombras. Se volvió para mirar el lugar del que había salido la chica y echó un largo y atento vistazo.

Cuando encontró la pista, no le sorprendió que se le hubiera pasado por alto. Los matorrales de enebro la habían cubierto desde la carretera y, en cualquier caso, no había mucho que encontrar. Parecía que había sido tallada en la ladera en lugar de nivelada. La grava se había acumulado en puntos a lo largo de su extensión, quizá había sido un camino de verdad en su día, pero ahora costaba pensar en ella como en un cañada aceptable. No le extrañaba que la chica estuviera tan ansiosa por salir y regresar a la carretera. Si sabías que estaba allí, podías seguirla con los ojos a medida que serpenteaba por la falda de la montaña y desaparecía en una curva. No parecía demasiado empinada. Dick volvió al jeep para coger su mochila y su móvil. Un agradable paseo por la montaña, nada más. Sólo deseaba dejar de pensar en esa chica y la extraña manera en que caminaba.

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