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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (16 page)

BOOK: Zombie Nation
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Cuando ella se dio la vuelta para mirarlo, había desaparecido. Sólo que daba la osa, avanzando lentamente colina arriba hacia su comida interrumpida. La mirada de reconocimiento había desaparecido de su cara. Nilla no veía más que hambre.

Conozca los síntomas del cólera

Diarrea. Espasmos abdominales. Nauseas y vómitos. Deshidratación. [Boletín del hospital publicado por los Centros de Control de Enfermedades, 01/04/05]

Clark oía a Vikram sin problemas, pero hubiera preferido que no fuera así.

—No veo suficientes luces ahí abajo. Son sólo, qué, ¿las diez? Debería haber luces encendidas, la gente debería estar viendo la programación de máxima audiencia. Acérquenos y diríjase al objetivo más luminoso —dijo Clark a través del micrófono inserto en el casco. Apenas podía oírse pensar por encima del ruido de los motores del helicóptero.

—Lo siento, Bannerman, ¿me copias? —preguntó Vikram desde el asiento de al lado—. Lo repetiré. La doctora teniente Desirée Sánchez solicita que se permita practicar la eutanasia a algunas víctimas, para poder diseccionarlas. Me inquieta tanto como a ti, pero creo que es la única manera de…

—Te he copiado la primera vez, y sigo sin permitirlo. —Clark echó un vistazo a las calles sin iluminar de Lost Hills, California. No veía una mierda. El piloto llevaba NOD para ver en la oscuridad, pero los pasajeros se las tenían que arreglar con los ojos desnudos. La ciudad parecía desierta. La gente estaba asustada, claro, él no los culpaba. Sin embargo, no veía ningún tráfico de vehículos. ¿Qué estaba ocurriendo? Se suponía que debía de haber gente allí para que la entrevistara, gente que podía haber visto a la chica rubia cuando pasó por allí. Clark había tenido un verdadero golpe de suerte, los canales tradicionales habían resultado ser de lo más útil. La oficina del sheriff de Kern County había repartido la descripción de la chica en una investigación rutinaria de un robo en una tienda de veinticuatro horas de la zona. La propietaria había descrito a una de las ladronas como una rubia, de unos cuarenta años con un tatuaje tribal de un sol con ondeantes rayos en el abdomen. El sheriff había reconocido la descripción del tatuaje de la orden de búsqueda y captura. La chica había estado en Kern County, un día o dos antes como mucho. Era la mejor pista de Clark.

—¡Bannerman, capitán, debo implorártelo! ¡Destruir unos cuantos especímenes puede ser el único modo! ¿Y si al hacerlo descubre una cura?

—¿Y si no lo hace? ¿Cómo les explico a las familias que a su padre, su abuela, su hijo de doce años, se les ha abierto la cabeza mientras todavía estaban vivos porque creíamos que eso podría ayudar a otra gente con la misma enfermedad, salvo que ha resultado no servir de nada? Deja que use los cadáveres que esos carniceros del SWAT nos dejaron en el hospital.

Vikram le clavó la mirada. En la oscuridad de la cabina, sus ojos brillaban de frustración.

—Sus cabezas fueron trituradas a disparos. No son de gran utilidad para estudiar una dolencia cerebral.

Clark apretó los dientes, asqueado. Miró a través de la ventana de policarbonato de la cabina del Black Hawk a las sombras cuadradas de los edificios de abajo.

—De acuerdo, dirija el foco a esa estructura —ordenó. El piloto activó un mando.

Bajo la aplastante luz blanca del foco principal del Black Hawk todo parecía del mismo gris uniforme, sólo distinguible por las sombras ultranegras que creaba el foco. Los infectados pasaban en bandada por los escaparates rotos de las tiendas de alimentación como gusanos gigantes, sus caras inexpresivas mientras sus manos retorcidas se levantaban hacia el cielo tratando de atrapar el helicóptero.

Uno de ellos sujetaba un trozo de hueso roto. Lo lanzó con fuerza y rebotó en la superficie metálica del helicóptero con un estridente ruido.

Los pulmones de Bannerman se quedaron sin aire. No era por la sorpresa, ya no, no, sólo era agotamiento nervioso. «Dios —pensó—. Otra más. Otra ciudad tomada». Eso sumaba seis en California, tres en Utah, Wyoming y Texas respectivamente, doce en Colorado. Sin duda, más de las que no sabía nada todavía. Los infectados se habían apoderado de las calles de Lost Hills.

—¿Recibimos alguna llamada de socorro de este lugar antes de que cayera?

El piloto respondió a través de circuito de sonido de los cascos.

—Negativo, señor. Estos lugares de pequeñas granjas están llenos de ilegales. Seguramente tenían más miedo de
«la migra»
que de los infectados. ¿Quiere que inicie las maniobras de búsqueda de supervivientes?

—Sí —dijo Bannerman Clark, sus dedos recorrían nerviosamente la gorra que tenía en las manos. Encontró un hilo suelto y empezó a tirar—. Sí, quiero que lo haga.

«Tiene gente muerta, o infectada, o lo que sea, internándose en arroyos, embalses y pudriéndose allí. Tiene gente sana que está siendo trasladada como ganado a campos donde ni siquiera tienen los servicios de salud básicos. Las condiciones de salubridad están fallando en toda la zona oeste, y con eso aparece el cólera, y con eso el tifus, y giardisis a una escala que no se puede imaginar. En Arizona, en Nuevo México, el agua sucia nos va a matar más rápido que esos caníbales». [Cirujano general en un
briefing
para agentes de campo del Instituto Nacional de la Salud, 02/04/05]

Dick no sabía por qué había acabado en esta zona de piedras desnudas de color rojo sangre. El sol era intenso. Lo secaba, extraía la humedad de sus orificios más recónditos. Estaba escocido, lleno de ampollas y la piel de sus muslos se convertía en parches rojos, pero él no se paraba. Los muertos no se detienen por el dolor.

La voz de su cabeza no era una voz, sabía lo que era necesario hacer. Dick no cuestionaba sus instrucciones. Marchaba con sus andares de dos pasos: pie descalzo, luego bota, pie descalzo, luego bota… y devoraba los kilómetros.

Dick carecía de cualquier sentido del tiempo. No podría haber calculado cuántas horas o cuántos días habían pasado desde que al fin logró llegar al borde del precipicio y miró abajo, al agua blanca y espumeante. Su cuerpo seco clamó por el suave beso de esa humedad y la cosa que lo guiaba le dio permiso. Dick dio un paso adelante y cayó, un buceador desgarbado, en la sibilante plata del río, sin prestar atención a las rocas, sin preocuparse por la ropa. Se dejó llevar por la corriente y durante un rato fue a la deriva por el fondo, sus pies arañando el lecho rocoso del río, con los ojos cerrados. Cuando los abrió de nuevo, había llegado a la otra orilla y el agua chorreaba de su ropa mojada, regresando de nuevo a la corriente.

No sabía cuántas veces había hecho esto antes, o cuántos cuerpos acuáticos le quedaban por encontrar. Otra persona, otra fuerza, contaba esas cosas.

Era hora de hacer la siguiente tarea. Dick introdujo a presión la cara en una grieta de una roca y desenterró algunas hormigas con la lengua. Lo suficiente para darle fuerza. Luego siguió adelante, de nuevo bajo la fulminante luz del sol.

¡Manténganse unidos!

¡Apréndanse el número de su grupo de memoria! [Cartel colgado en los centros de evacuación de Los Ángeles, CA, 02/04/05]

Nilla no podía evitarlo. Llamó a la puerta del pequeño apartamento que había detrás del mostrador de recepción del motel. Nadie respondió, por supuesto. Entró y se encontró el familiar olor del moho y un montón de polvo que se levantaba a su paso en todas partes.

Encontró una cómoda en el estrecho dormitorio y tocó la suave madera de sus cajones durante un instante antes de abrirlos. No se trataba tanto de que se sintiera mal por robar las prendas de otra persona, aunque eso también estaba presente. Era más una cuestión de la falta de familiaridad. No podía recordar su propia cómoda, si es que tenía una. No podía recordar su propia cama, el olor de sus sábanas, si eran ásperas o sedosas, ni siquiera de qué color eran.

Le daba menos la sensación de que estaba invadiendo el dominio de otra persona que de estar inventándose cada gesto: ésta podía ser la primera vez que abría un cajón, la primera vez que se ponía un sencillo conjunto de algodón. Cosas que tenía que haber hecho miles, cientos de miles de veces antes en su vida como viva.

Cada cosa era nueva. Quizá eso era bueno. Quizá su vida había sido trágica y horrible. Quizá eso ni siquiera importaba. Quizá tener una segunda oportunidad, una en la que no tenías conciencia de la antigua vida que habías perdido, quizá eso era algo valioso y bueno en sí mismo.

Las prendas de la cómoda eran de hombre. Tal vez el hombre del árbol, el que se había volado los sesos con una escopeta…

La luz sobrenatural que entraba por las ventanas del apartamento no le permitió regodearse en ese tipo de pensamientos. El pequeño apartamento era demasiado acogedor, el día era demasiado bonito. Borró la imagen de su cabeza. No fue difícil. Se sentía bien, sorprendentemente bien. Quizá no tan exultante como se había sentido en mitad de la noche con las manos cubiertas de la sangre de la osa, pero bien.

Se abrochó unos vaqueros de cintura baja en las caderas y se abotonó una suave camisa blanca de algodón, enrollándose las mangas porque eran demasiado largas. Observó su reflejo en el espejo que había colgado detrás de la puerta y tuvo que pararse un rato para comprenderlo todo. Su piel estaba limpia. Todavía estaba pálida, pero sus ojos eran grandes y cálidos y brillantes. Nada de ojeras, ni bolsas, ni siquiera patas de gallo. Parecía como si le acabaran de hacer un peinado. Se levantó la camisa para comprobar su abdomen, de puntillas para verlo en el espejo, un espejo de hombre que sólo llegaba hasta su cuello, y vio que allí ya no había decoloración alguna. Incluso la herida de su tripa se había cerrado en unas finas líneas de tejido cicatrizado que parecían antiguas y bien curadas allá donde habían seccionado su tatuaje. La única herida de verdad que conservaba era la que lo había iniciado todo: el círculo de marcas de dientes en su cuello y su hombro, donde había sido mordida hasta fallecer. Estaban rojas y frescas, pero no había inflamación alrededor. No parecían infectadas en absoluto.

«¿Qué tal esto?», susurró ella mientras se formaba una sonrisa en sus labios. Labios rosados, no azules. Se rió a viva voz, un simple «ja», pero era natural, espontáneo.

Tenía un aspecto fantástico. Se olió las axilas. Nada.

Todavía estaba contemplándose en el espejo cuando oyó un portazo cerca y alguien aproximándose con un traqueteo por la pasarela del hotel. Charles y Shar.

Y ahora, ¿qué iba a hacer con ellos?

Es imperativo, especialmente ahora, que los centros de culto y observancia religiosa se pongan a disposición de las personas recolocadas. Con el fin de ahorrar espacio será construida una capilla multiculto siguiendo las directrices militares de diversidad y tolerancia. [Notificación complementaria de FEMA nº 74. Campos de realojamiento: instalaciones, emitido el 02/04/05]

Desde el punto de control de Bakersfield, los coches formaban colas de cinco kilómetros, la mayoría con los motores apagados. Los marines de Twenty-nine Palms eran veteranos de Irak y sabían cómo llevar a cabo una inspección de vehículo de forma rápida y eficiente. También conocían el peligro de permitir que algo quedara sin inspeccionar.

—Señor, con el debido respeto. —El teniente Armitrading, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, se mordió la lengua para no soltar lo que estaba a punto de decir. Hizo un gesto a los soldados desplegados en el punto de control. Llevaban los nuevos uniformes de combate del ejército con camuflaje digital, algo que los marines habían inventado y otras ramas de servicio estaban comenzando a adoptar. Los uniformes grises y negros parecían pixelados de cerca, como si los marines fueran personajes de un videojuego violento—. Señor, por aquí pasan cinco mil quejicas al día que se dirigen a los campos de California City. La mayoría son rubios.

Bannerman Clark observó, ligeramente indignado en su nombre, cómo una mujer de cincuenta y nueve años era sometida a una recogida de ADN del interior de su boca por una chica de diecinueve años con trenzas, pecas y un chaleco antibalas Interceptor con protecciones CAPPE. Los cuatro hijos de la mujer, de los cuales el mayor tenía más o menos la misma edad de la marine, miraban a través de las ventanillas de su coche parado como si no esperaran volver a ir a ningún sitio nunca más, como si asumieran que iban a montar una casa allí mismo, en la barrera de la carretera. El test que estaba llevando a cabo la marine era una creación de Desirée Sánchez, la principal investigadora médica de Clark en Florence. Ella afirmaba que era infalible. Unas cuantas células epiteliales tomadas de la boca se podían examinar con microscopio. Si parecían vitales y sanas, la persona no estaba infectada. Fácil.

—Ha oído lo que he dicho del tatuaje, ¿no? Esto es importante. Necesito que empiece a buscarla, podría ser la respuesta a todo este lío. —Éste era el lugar, tenía que serlo. Ella se dirigía al este, hacia Nevada. Era evidente que quería salir de California. Desde Lost Hills, la Ruta 15 era el camino más sencillo. Si iba demasiado al norte o al sur estaría atrapada; todas las carreteras de los alrededores de Los Ángeles y San Francisco estaban cerradas y la cogerían en minutos. La Ruta 15 era la única salida. Había carreteras secundarias, caminos más laberínticos, pero todos conducían al infierno en la Tierra. Sería una idiotez ir por ese camino, e infectada o no, le quedaba algo de inteligencia.

Más atrás en la cola, alguien pitó tres veces en una rápida sucesión. Un marine corrió por el abrasante asfalto y golpeó el capó del coche responsable con la culata de su SAW, su arma automática de asalto. Los pitidos pararon, pero el conductor y el soldado tenían más que unas cuantas palabras que intercambiar.

—Señor, reitero mi respeto por su rango —dijo despectivamente Armitrading—. Sin embargo, esto no es una operación conjunta, señor. Ahora mismo usted está muy lejos de su jurisdicción, señor. Le prometo que mantendré los ojos abiertos. Ahora, si puede hacer el favor. —El teniente se dio media vuelta y se marchó a la carrera, con su M4 apuntando al suelo, en guardia, con el dedo en el gatillo.

Más adelante en la cola se abrió la puerta de un coche, el sol se reflejó en ella como una señal de advertencia. Un hombre de veintitantos años con una niña en brazos se bajó y se alejó caminando, dejando su coche emitiendo un sonido lastimero a su espalda. Clark se preguntó adónde creería que iba a ir.

Otros de la cola no debían de compartir la incertidumbre de Clark. Una familia de cuatro miembros siguió al joven por el arcén a pie. A continuación, un trío de chavales de edad universitaria con sudaderas. Pronto una pequeña multitud se había reunido en el punto de control, olvidándose de sus coches, con la intención de cruzar a pie.

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