Zothique (33 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Zothique
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—Da la impresión, oh Nushain, de que te falta fe en tus propias predicciones. Sin embargo, hasta el más pobre de los astrólogos puede a veces fijar correctamente un horóscopo. Cesa entonces de rebelarte contra lo que las estrellas han escrito.

La barcaza continuó su camino y las nieblas la rodearon por completo. La isla, que brillaba en el mediodía, se perdió de vista. Después de un vago intervalo, el encubierto sol se ocultó detrás de las nubes que comenzaban a formarse y una oscuridad como la de la noche primigenia se posó por todas partes. Pronto, entre los desgarrones en la niebla, Nushain contempló un cielo extraño, cuyos signos y planetas no pudo reconocer, y ante esto cayó sobre él el negro horror de la perdición más completa. Entonces volvieron las nieblas y las nubes, velando aquel cielo desconocido de su escrutinio. Y no pudo distinguir nada, excepto la sirena, que era visible debido a una débil fosforescencia que siempre la rodeaba cuando nadaba.

La barca continuó su avance; con el tiempo, pareció que una roja aurora se elevaba ahogada y ardiente por detrás de la niebla. El bote penetró en la creciente claridad, y Nushain, que había creído que vería de nuevo el sol, fue sorprendido por una costa extraña, donde las llamas se elevaban formando una alta muralla ininterrumpida, alimentándose perpetuamente de arena y roca desnuda, según todas las apariencias. Las llamas subían con poderosos saltos y un rugido como el de las olas y el calor se adentraba bien lejos en el mar, semejante al producido por numerosos hornos. La barca se acercó rápidamente a la costa, y la sirena, con extraños gestos de despedida, se sumergió y desapareció bajo las aguas.

Nushain apenas podía mirar hacia las llamas o soportar el calor. Pero la barca tocó con la estrecha lengua de tierra que se extendía entre ellas y el mar; una salamandra ardiente, que tenía la forma y el color del jeroglífico que había aparecido últimamente sobre su horóscopo, salió de la roja muralla de fuego. Y con inefable consternación, Nushain supo que aquél era el tercer guía de su triple viaje.

—Ven conmigo —dijo la salamandra, con voz como el chasquido de los haces de leña.

Nushain saltó desde la barca a aquella lengua de tierra que estaba tan caliente como un horno bajo sus pies, y detrás, aunque con palpable terror, Mouzda y Ansarath le siguieron. Pero al acercarse a las llamas detrás de la salamandra, y medio sofocados por su ardor, fue dominado por la debilidad de la carne mortal, e intentando escapar de nuevo a su destino, huyó a lo largo de la estrecha franja de playa entre el fuego y el agua. Pero sólo había dado unos cuantos pasos cuando la salamandra, con un rugido enorme y feroz y una carrera, le cortó el paso, conduciéndole otra vez directamente hacia el fuego con terribles azotes de su cola parecida a la de un dragón, de la que salía una lluvia de chispas. No pudo hacer frente a la salamandra y creyó que el fuego le consumiría como a un papel si penetraba en él, pero en la muralla apareció una especie de abertura y las llamas se arquearon formando un conducto por el que pasó junto a sus compañeros, guiado por la salamandra a un país ceniciento donde todas las cosas estaban veladas por humos y vapores que colgaban a ras de tierra. Aquí, la salamandra observó con una especie de ironía:

—No en vano, oh Nushain, has interpretado las estrellas de tu horóscopo. Ahora tu viaje se acerca a su fin y ya no necesitarás más de los servicios de un guía. Diciendo esto le abandonó, desapareciendo en el humeante aire como un fuego sofocado.

Nushain, irresoluto, vio ante sí una escalera blanca que subía entre los arremolinados vapores. Detrás, las llamas se elevaban ininterrumpidamente, como una muralla sin final, y a cada lado, de instante en instante, el humo tomaba formas y rostros demoniacos que le amenazaban. Comenzó a subir por las escaleras y las formas se reunieron por debajo y a su alrededor, aterradoras como los servidores de algún mago y manteniendo el paso con él mientras subía, de forma que no se atrevía a detenerse o a retroceder. Ascendió en la turbia penumbra y llegó inadvertidamente a las puertas abiertas de una casa de piedra gris que tenía una amplitud y altura que no podían adivinarse.

De mala gana, pero empujado por el batallón de humeantes formas, atravesó las puertas junto con sus compañeros. La casa era un lugar de largos salones vacíos, tortuosos como los pliegues de una concha marina. No había ventanas ni lámparas, pero parecía que brillantes soles de plata habían sido disueltos y difuminados en el aire. Huyendo de los esbirros infernales que le perseguían, el astrólogo siguió las serpenteantes salas y llegó por fin a un aposento interior donde el mismo espacio estaba confinado. En el centro de la habitación, una figura, embozada y con capucha, de proporciones colosales, se sentaba muy erguida sobre un asiento de mármol, silenciosa e inmóvil. Ante la figura, sobre una especie de mesa, estaba abierto un vasto volumen.

Nushain sintió el terror de alguien que se acerca a la presencia de alguna deidad o demonio de gran categoría. Viendo que los fantasmas se habían desvanecido, se detuvo en el umbral de la habitación, pues su inmensidad le mareaba, como el intervalo vacío que yace entre los mundos. Deseaba retirarse, pero una voz surgió del ser de la capucha, hablando suavemente, como si fuese la voz de su propia mente interior.

—Yo soy Vergama, cuyo otro nombre es Destino; Vergama, a quien has llamado de forma tan tonta e ignorante, como los hombres acostumbran a llamar a sus señores ocultos; Vergama, que te ha llamado para ese viaje que todos los hombres tienen que hacer en un tiempo u otro, de una u otra forma. Ven, oh Nushain, y lee un poco en mi libro.

El astrólogo se sintió empujado junto a la mesa por una mano invisible. Inclinándose sobre ella, vio que el gigantesco libro estaba abierto por las páginas centrales, que estaban cubiertas por una miríada de signos escritos con tintas de distintos colores y representaban hombres, dioses, peces, pájaros, monstruos, animales, constelaciones y muchas otras cosas. Al final de la última columna de la página de la derecha, donde apenas quedaba espacio para más inscripciones, Nushain vio el jeroglífico de un triángulo de estrellas con los tres lados iguales, como el que había aparecido recientemente en las proximidades del Perro, y a continuación los jeroglíficos de una momia, una sirena, una barca y una salamandra, parecidas a las figuras que habían entrado y salido de su horóscopo y a aquellas que le condujeron hasta la Casa de Vergama.

—En mi libro —dijo la figura encapuchada— se escriben y conservan los signos que representan cada cosa. En el principio, todas las cosas visibles eran sólo símbolos escritos por mí, y al final sólo existirán como una escritura en mi libro. Durante un tiempo salen de él, apropiándose de aquello que es conocido como sustancia... Fui yo, oh Nushain, quien dispuso en los cielos las estrellas que predijeron tu viaje; yo el que envié esos tres guías. Y estas cosas, habiendo servido su propósito, ahora son sólo signos sobre un papel, como lo eran antes.

Vergama hizo una pausa y un silencio infinito volvió a la habitación; una maravilla sin medida se apoderó de la mente de Nushain. Después, el ser encapuchado continuó:

—Durante un cierto tiempo ha existido entre los hombres esa persona llamada Nushain, el astrólogo, junto con el perro Ansarath y el negro Mouzda, que siguieron los cambios de su suerte... Pero ahora, y en breve, tengo que volver la página, y antes de hacerlo debo acabar la escritura que corresponde a este lugar.

Nushain pensó que un viento se había levantado en la cámara, moviéndose ligeramente con un extraño sonido y silbido, aunque no sintió realmente el paso de su soplo. Pero vio que el pelo de Ansarath, que se había acurrucado cerca de él, estaba alborotado por el viento. Después, y ante sus maravillados ojos, el perro comenzó a encogerse y disminuir de tamaño, como si fuese objeto de una magia mortal, empequeñeciéndose hasta llegar a tener el tamaño de una rata y después la pequeñez de un ratón y la ligereza de un insecto, aunque conservando su forma original. Después de esto, el diminuto ser fue atrapado por el silbante aire y pasó volando junto a Nushain como podría volar un mosquito; siguiéndole con la vista, vio que la imagen de un perro se había inscrito repentinamente junto a la de la salamandra, al final de la página de la derecha. Pero aparte de esto, no quedaba ningún rastro de Ansarath.

De nuevo sopló el viento en la habitación sin tocar al astrólogo, pero agitando las destrozadas vestimentas de Mouzda, que se agazapó cerca de su dueño, como pidiéndole protección. Y el mudo se empequeñeció y se achicó, convirtiéndose por último en algo tan fino y ligero como el ala negra de un escarabajo, que el viento transportó lejos. Y Nushain vio que el jeroglífico de un negro con un solo ojo fue inscrito al lado del perro; pero aparte de esto, no quedó ningún rastro de Mouzda.

Entonces, percibiendo claramente el destino que le estaba reservado, Nushain intentó huir de la presencia de Vergama. Se apartó del extendido volumen y corrió hacia la puerta de la cámara, con sus gastadas y polvorientas ropas de astrólogo golpeándose contra sus delgadas canillas. Pero mientras lo hacía, la voz de Vergama resonó suavemente en sus oídos.

—Vanamente intentan los hombres resistir o escapar del destino que al final les convierte en cifras. En mi libro, oh Nushain, hay sitio hasta para un mal astrólogo.

Una vez más se levantó aquel extraño suspiro y un aire frío envolvió a Nushain mientras corría, deteniéndose a medio camino de la vasta habitación, como si le hubiese detenido una muralla. El aire sopló suavemente sobre su macilenta y delgaducha figura, levantando sus encanecidos bucles y barba y tirando suavemente del rollo de papiro que todavía tenía en la mano. La habitación pareció bambolearse e inflarse, expandiéndose infinitamente ante sus torpes ojos. Transportado hacia arriba, dando vueltas y vueltas en un veloz y vertiginoso torbellino, vio la forma sentada que cada vez se destacaba ante él más alta en su amplitud cósmica. Después, el dios se perdió en la luz y Nushain fue algo sin peso y sin localización, el seco esqueleto de una hoja caída que subía y bajaba en el brillante remolino del viento.

El jeroglífico de un flaco astrólogo, que llevaba una natividad enroscada en la mano, apareció en la última columna de la página derecha del libro de Vergama.

Éste se inclinó hacia adelante y volvió la página.

LA ISLA DE LOS TORTURADORES

La Muerte Plateada se había abatido sobre Yoros entre la caída del sol y su vuelta. Sin embargo, su llegada fue profetizada por numerosas predicciones tanto inmemoriales como recientes. Los astrólogos habían dicho que esta misteriosa enfermedad, desconocida hasta entonces en la tierra, descendería de la estrella gigante Achernar, que presidía siniestramente sobre todas las tierras de la parte meridional del continente de Zothique, y que después de consumir la carne de innumerables hombres con su brillante y metálica palidez, la plaga seguiría viajando en el tiempo y el espacio, transportada por las lentas corrientes del éter a otros mundos.

La Muerte Plateada era horrible y nadie conocía el secreto de su contagio o de su curación. Veloz como el viento del desierto, entró en Yoros procedente del devastado reino de Tasuun, adelantándose a los propios mensajeros que corrieron de noche para avisar de su proximidad. Aquellos que eran atacados sentían un frío helado y congelador, un rigor instantáneo como si las corrientes exteriores hubiesen soplado sobre ellos. Sus rostros y cuerpos se volvían extrañamente blancos, reluciendo con un débil resplandor, y se ponían rígidos como cadáveres muertos hacía tiempo, todo en cuestión de minutos.

Por las calles de Silpon y Silour, y en Faraad, la capital de Yoros, la plaga pasó como una luz fantasmal y reluciente de morada en morada bajo las doradas lámparas y las víctimas cayeron en el mismo lugar donde habían sido atacadas con aquella mortal brillantez permanente sobre ellas.

Los vocingleros y tumultuosos carnavales públicos fueron silenciados por su paso y los juerguistas quedaron congelados en extravagantes actitudes. En las orgullosas mansiones, los comensales, enrojecidos por el vino, palidecieron a la mitad de sus deslumbrantes festines y se recostaron en sus opulentas sillas, sosteniendo todavía las copas medio vacías con dedos rígidos. Los mercaderes quedaron en sus oficinas, tendidos sobre los montones de monedas que habían empezado a contar, y los ladrones que entraron después no pudieron marcharse con su botín. Los enterradores murieron en las sepulturas a medio excavar que estaban cavando para otros, pero nadie fue a disputarles su posesión.

No hubo tiempo para escapar de la extraña e inevitable calamidad. Se abatió sobre Yoros con terrible velocidad bajo las claras estrellas y pocos pudieron despertar de su sueño cuando llegó la aurora. Fulbra, el joven rey de Yoros, que acababa de ascender al trono recientemente, era virtualmente un rey sin un pueblo que gobernar.

Fulbra había pasado la noche de la plaga en una alta torre de su palacio sobre Faraad; una torre observatorio, equipada con instrumentos astronómicos. Sentía una gran pesadez en su corazón y sus ideas estaban debilitadas por una desesperación semejante al opio, pero el sueño no acudió a sus párpados. Conocía las numerosas predicciones que habían profetizado la Muerte Plateada y además pudo leer su inminente llegada en las estrellas, con la ayuda del viejo astrólogo y hechicero Vemdeez. Él y el astrólogo no se atrevieron a divulgar este último hecho, pues sabían perfectamente que el destino de Yoros era algo decretado desde el principio de los tiempos por el infinito Destino y que nadie podía escapar a éste, a menos que estuviese escrito que debía morir de forma distinta.

Ahora bien, Vemdeez había confeccionado el horóscopo de Fulbra, y aunque encontró allí ciertas ambigüedades que su ciencia no pudo resolver, estaba, sin embargo, claramente escrito que el rey no moriría en Yoros. Dónde moriría y de qué forma era por igual dudoso. Pero Vemdeez, que sirvió a Altath, el padre de Fulbra, y era no menos devoto del nuevo rey, había forjado por medio de sus artes mágicas un anillo encantado que protegería a Fulbra de la Muerte Plateada en todo tiempo y lugar.

El anillo estaba hecho de un extraño metal rojo, más oscuro que el oro rojizo o el cobre, y tenía engarzada una gema negra y oblonga, no conocida por los lapidarios terrestres, que despedía eternamente un fuerte y aromático perfume. El hechicero le pidió a Fulbra que nunca se quitase el anillo del dedo corazón donde lo llevaba, ni siquiera en países muy alejados de Yoros, mucho tiempo después de la partida de la Muerte Plateada, porque una vez que la plaga hubiese soplado sobre Fulbra, llevaría en su carne el fatal contagio para siempre y éste asumiría su virulencia acostumbrada si se quitaba el anillo. Pero Vemdeez no habló del origen del metal rojo ni de la oscura gema, ni del precio que había tenido que pagar por la magia protectora.

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