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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (42 page)

BOOK: 13 balas
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—Dee —dijo Caxton con un suspiro—. Dee. Pero no puede ser. Tú no te... Tú no te...

—¿Que no me suicidé? —preguntó Deanna. Tenía una voz grave y ronca como los vampiros y la piel del color de la leche desnatada. Probablemente era capaz de hacerle un nudo a una barra metálica con las manos.

Sin embargo, era Deanna y volvía a estar viva, o casi.

—Rompí la ventana con mis propias manos y me corté yo misma —dijo Deanna y sus ojos encontraron los de Caxton—. Supongo que eso cuenta —añadió.

Su voz ronca era vagamente susurrante. Resultaba sexy. Caxton notó un ardor en todo el cuerpo.

Sería técnicamente incorrecto decir que Caxton pensó que Deanna estaba viva, pues sabía que no era cierto. O, mejor dicho, su cerebro sabía que no era cierto. Pero su cuerpo tenía sus propias ideas y sus propios recuerdos. Recordaba la forma de Deanna, la forma que tenía Deanna cuando estaba viva. Recordaba su olor.

—¿Cómo has podido hacernos esto? Tú sabes lo que soy, a qué me dedico —le dijo Caxton. Se le acercó un poco más y acarició la mandíbula extrañamente protuberante de Deanna—. Estás tan fría —añadió.

Se inclinó hacia delante y apoyó su frente en la frente de la vampira. Era algo que solían hacer cuando estaban a solas y en silencio. Las hacía sentirse muy cerca, y en esa ocasión sintieron algo muy parecido.

—No tuve opción. Quiero decir, sí la tuve, pero... Congreve...

La vampira cerró los ojos y se llevó las manos a la boca llena de dientes. Empezó a llorar sin control. Caxton no podía soportar verla así.

—Chsss —le dijo—, vamos.

Rodeó el esbelto cuerpo de Deanna con un brazo. Quería abrazarla con fuerza para que entrara de nuevo en calor, para que volviera a ser una chica de verdad. Un sollozo se le atragantó a Caxton en la garganta, pero nunca llegó a asomar a la superficie.

—¿De qué conoces a Congreve?

Deanna apartó a Caxton. Utilizó tan sólo parte de su fuerza para librarse del abrazo, pero Caxton se dio cuenta del enorme poder subyacente que poseía Deanna si decidía utilizarlo. Por decirlo de algún modo, se sintió como si un camión la apartara suavemente.

Pero Deanna nunca le haría daño a Caxton; nunca haría daño a su amante. Caxton lo percibía en la forma en que Deanna la tocaba, en cómo se movía a su alrededor.

—Van a dejar que estemos juntas para siempre. Eso no habría sido posible de ninguna otra forma.

Pero Caxton sacudió la cabeza.

—Sí, claro, para siempre. Para siempre como uno de ellos. ¿Has visto a Malvern?

Deanna se rió y su carcajada sonó casi como las de antaño.

—Por supuesto que la he visto. Fue ella quien me invitó a venir aquí.

Entonces se apartó, se alejó de Caxton y a ésta le quedó un mal sabor de boca. Deanna se sentó en el armazón de una de las camas y cruzó los brazos sobre el pecho. Caxton se arrodilló a su lado para que sus caras estuvieran más cerca.

—Justinia es la que ha hecho que todo esto fuera posible. Yo iba a morir, cariño. Iba a morir y no tenía otra forma de salvarme.

—Chsss —dijo Caxton y le enjugó a Deanna las lágrimas con los pulgares. Sin embargo, lo que salía de los ojos de la vampira no eran lágrimas sino una sangre negra y espesa. Caxton se limpió los dedos en los pantalones.

—Creo que lo mejor será que me cuentes qué sucedió —dijo Caxton. Sí, eso estaba bien. Tenía que empezar a pensar otra vez como una policía. Pero era tan difícil con Deanna allí, una Deanna que aún hablaba y lloraba.

—Congreve iba a matarme. No era nada personal, simplemente estaba en el vecindario, cazando, y me encontró. Sucedió una noche en que tú estabas trabajando. Los perros empezaron a aullar y se encendió la luz de la caseta. Yo fui a ver qué pasaba. Cogí el destornillador largo de la caja de herramientas, salí al jardín y grité: «Yo de vosotros me largaba cagando leches. Mi novia es policía». Pero nadie respondió. Entonces me acerqué a la puerta y fue cuando me agarró.

—¿Congreve? —preguntó Caxton. Pero ¿cómo era posible? Ella y Arkeley habían matado a Congreve mucho antes del accidente de Deanna.

—Sí. Tenía las manos llenas de callosidades y me agarró con fuerza. Me dijo que iba a morir y yo empecé a chillar y a rogarle que no me matara. Él me ordenó que me callara y yo lo intenté, lo intenté de veras. Me preguntó si yo era la artista, si las sábanas del cobertizo eran mías, y yo respondí que no, por supuesto, porque pensé que a lo mejor era un fanático religioso o algo así y que quería matarme por mis obras de arte. Entonces me obligó a mirarlo a los ojos y lo que vi allí no era humano. Fui incapaz de seguir mintiéndole, no habría podido ni aun queriendo. Y le confesé que sí, que la artista era yo.

—Dios mío —gimió Caxton—. Te hipnotizó. Te maldijo y tú ni siquiera sabías lo que estaba sucediendo.

Deanna se encogió de hombros.

—A mí no me gusta plantearlo en esos términos. Me dijo que él también era un artista, que era músico. Realmente entendía mi trabajo, Laura. Eso tiene valor, ¿no? Dijo que un talento como el mío no podía desaprovecharse y entonces me preguntó si quería vivir o morir. Así, sin más. En realidad tuve que pensármelo, ¿sabes?

Deanna se miró las manos y se cogió el dobladillo del vestido. De pronto. Caxton recordó dónde lo había visto antes: era el vestido que Deanna había llevado a la boda de su hermano. ¿Era posible que los Purfleet la hubieran enterrado vestida de aquella forma?

—Te convirtió en uno de ellos. Eso significa que le dijiste que sí —apuntó Caxton, que quería que Deanna siguiera hablando. Ésta asintió.

—Entonces se marchó y yo empecé a tener esos sueños. Los sueños en los que tú te desangrabas.

Caxton se acercó al armazón de otra cama y se sentó para poder mirar a Deanna a la cara. Eran dos mujeres, dos mujeres vivas sentadas encima de sus camas, con las rodillas casi juntas. Dos mujeres que tenían una conversación, nada más, se dijo.

Deanna inclinó el rostro hasta que su voz quedó amortiguada por sus brazos cruzados.

—Me resistí a la maldición tanto como pude. Intenté no dormir, pues es en sueños cuando te inducen a hacerte daño. Aunque en realidad ésa es la parte más compasiva, ¿no crees? Mientras sueñas no sientes nada. Ojalá hubiera sabido cómo iba a ser para no tener tanto miedo. Lo siento mucho, Laura. Siento haberme asustado tanto, de lo contrario no les habría dicho nada de ti.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Caxton, intentando que su voz sonara serena.

—Les dije que no podía hacerlo sola, que no podía convertirme en uno de ellos si eso significaba tener que separarme de ti. Pero entonces el señor Reyes dijo que tenía la respuesta para eso. Dijo que podían llevarnos a las dos y pareció que la idea le gustaba de verdad.

No, no había sucedido de aquella forma. Era imposible. Caxton se sentía como si hubiera terminado un rompecabezas y la imagen no se correspondiera con la de la caja. Sacudió la cabeza.

—Eso no tiene ningún sentido, Deanna. Tu historia no encaja.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la vampira.

—Esto, este caso, era por mí. Por lo menos inicialmente era por mí, pues fui yo quien detuvo al siervo en el control de alcoholemia. Así fue como Reyes tuvo conocimiento de mí existencia.

Eso era lo único de lo que estaba segura, la única pista que había considerado firme y sólida en todo momento. Por eso Arkeley la había elegido precisamente a ella para aquella cruzada y por eso el siervo la había seguido hasta su casa: porque el vampiro quería que se convirtiera en uno de ellos.

—Cariño —le dijo Deanna—. ¿Tanta importancia tiene quién hizo qué primero?

—¡Pues claro que la tiene! —respondió Caxton. Lo significaba todo. Los vampiros habían ido a por ella, se habían obsesionado por ella —. Todo esto empezó la noche del control de alcoholemia, cuando el siervo me siguió hasta casa.

Deanna sacudió ligeramente la cabeza.

—No, Laura, no. Empezó varias semanas antes.

—Y una mierda —jadeó Caxton, cruzándose de brazos—. Además, ¿cómo podías saberlo tú?

—¡Joder, ya basta! ¡Sé que no eres tan estúpida!

Deanna se levantó y Caxton hizo lo propio, pero en realidad tuvo la sensación de haber sido la primera, pues Deanna seguía aún levantándose. Cuando terminó, tenía una altura considerable. ¿Había crecido tras la muerte? Tal vez su postura había mejorado.

—Aquel siervo no se topó accidentalmente con tu control de alcoholemia. Iba a por ti.

—No. —«No, no, no», pensó Caxton—. ¡No!

—Sí-dijo Deanna, que alargó el brazo y agarró a Caxton por el hombro. Lo hizo con fuerza, tanta que casi le dolió un poco. Realmente quería convencer a Caxton de que estaba diciéndole la verdad—. Congreve lo envió para que te encontrara y te llevara junto a él, para que las dos pudiéramos hacer esto juntas.

—No —repitió Caxton.

—Sí. Porque a mí me daba miedo, hacerlo sola. Y porque Reyes quería que fuéramos dos. Me quedé de lo más confusa cuando aquella noche me despertaste como si nada hubiera pasado. Y entonces asustaste al siervo que te habían asignado.

«No», pensó Caxton, pero no logró decirlo. Si lo hacía, se dijo, era posible que la palabra que saliera de su boca fuera un «sí». Porque se daba cuenta de que las cosas podían haber sucedido exactamente tal como se las estaba contando Deanna. Era posible... pero no podía ser cierto. Porque si lo era, si Deanna había tenido que cargar con la maldición todo ese tiempo y Caxton ni siquiera se había dado cuenta, si le había fallado de esa forma...

—Todo esto, todo este dolor y este sufrimiento, ha sido por mí. Si hubieras intentado hablar conmigo, si te hubieras quedado a mi lado la noche en que me hice daño, podríamos haber... podríamos haberlo hecho juntas.

—¡No! —chilló Caxton. Sólo quería que parara, que todo aquello terminara. Desenfundó la Glock 23 y disparó las tres balas; que le quedaban directamente contra el pecho de Deanna: una, dos y tres.

El ruido borró todas las palabras, por lo menos durante un instante.

Entonces Caxton bajó la mirada y vio lo que había hecho: el vestido blanco de Deanna estaba chamuscado y hecho jirones, pero en la piel de debajo no ni un solo rasguño. Deanna estaba totalmente ilesa.

—Oh, Dios, has comido esta noche —gimió Caxton.

—¡Tú eres mi novia! ¡Se supone que tienes que querer estar conmigo para siempre, pase lo que pase! ¡Tenemos que querer las mismas cosas! ¿Por qué te cuesta tanto?

Los dedos de Deanna se le clavaron en el hombro de Caxton como un torno industrial. Caxton oyó cómo los huesos le crujían y empezaban a restallar.

—¿Es que ya no me quieres? —le preguntó Deanna.

CAPÍTULO 58

Los dedos de Deanna se hundían en la carne de Caxton como cuchillos de acero. Las uñas de Deanna eran igual de cortas que cuando ésta estaba viva, pero aun así atravesaron la chaqueta y la camisa de Caxton como si fueran cuchillas. En cualquier momento iba a perforarle la piel.

¿Y qué sucedería entonces? Deanna estaba enfurecida. Si además veía sangre humana fresca, ¿se pararía a considerar lo que ella y Caxton habían significado la una para la otra? Caxton estaba casi segura de que no.

Intentó zafarse y movió los hombros a izquierda y derecha. La cara de Deanna era una máscara angustiada, tenía los ojos abiertos y la mandíbula desencajada. Su impresionante dentadura brillaba incluso bajo la luz casi inexistente de la sala de inválidos. Deanna echó la cabeza hacia atrás, preparada para atacar el cuello de Caxton. Era un movimiento dolorosamente lento, tal vez inconsciente; cuando terminara, Caxton estaría muerta. Había visto a Hazlitt morir de aquella forma. Había visto ya a muchas personas morir a manos de los vampiros.

Los brazos y las manos le empezaron a temblar. El agarrón mortal del hombro le estaba cortando la circulación. La Glock vacía se le cayó de la mano y rebotó con un estruendo contra el armazón de una de las camas.

Caxton apretó los dientes y concentró todas sus fuerzas en intentar zafarse de sus manos, apartarse. Logró desembarazarse de su chaqueta hecha jirones y cayó de espaldas, tropezó con la cama y agitó los brazos en un intento por asirse a algo. Deanna se elevó encima de su cuerpo, como si hubiera crecido aún más, o como si pudiera volar por encima de la cabeza de Caxton. Iba a atacarla desde arriba. Caxton rodó hacia un lado.

La vampira cayó con todo su peso encima del armazón de la cama con un chirrido metálico. La cama se retorció y se deformó. Caxton ya se había puesto en cuclillas y se levantó. La adrenalina le dio la sensación de que no pesaba nada, como si la hubieran vaciado para luego llenarla de aire.

Echó a correr sin girarse para ver a Deanna.

Ni siquiera tuvo tiempo de encender la linterna. De repente se golpeó un pie contra el armazón de una de las camas y se habría caído si el miedo no la hubiera vuelto a levantar. Arremetió con todas sus fuerzas contra la puerta doble del otro extremo de la sala de inválidos y empujó la barra de seguridad con la cadera. Las puertas se abrieron con un chirrido y Caxton las cruzó sin dejar de correr.

Deanna había salido tras ella y empujó la puerta con una mano antes incluso de que a Caxton le diera tiempo a llegar al siguiente pasillo. La agente dobló una esquina y echó a correr boquiabierta, jadeando ruidosamente. Antes de que lograra llegar a la siguiente puerta, Deanna le golpeó en la espalda y la tiró al suelo, pero Caxton volvió a levantarse recurriendo tan sólo a su fuerza de voluntad y echó de nuevo a correr.

Otra puerta. La sala que había al otro lado tenía las baldosas cubiertas de moho. Caxton tenía una visibilidad de apenas un metro. De pronto, sin embargo, tuvo la sensación de que había algo raro en aquella habitación, como si le faltaran paredes o como si el suelo estuviera inclinado. Había algo raro... Sí, era el suelo. Caxton frenó en seco, dio un paso hacia atrás y se quedó con la espalda pegada a la pared, junto a la puerta.

Deanna cruzó la puerta como un lívido cometa atravesando un espacio sin límites. Tenía la boca abierta de par en par, como si fuera a comerse a Caxton de un solo mordisco. En esa penumbra parecía como si volara, literalmente. Y entonces, de pronto, desapareció.

Caxton intentó recuperar el aliento, pero en el mundo no parecía haber tanto aire como ella necesitaba. Sintió un incipiente dolor de cabeza en la base del cráneo y notó cómo su cerebro exigía más oxígeno, más adrenalina, más endorfinas, lo que fuera. Se pegó más aún a la pared, como si ésta pudiera absorberla, como si las baldosas pudieran abrirse y dejarla pasar, ofrecerle un escondrijo.

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