Deanna soltó un grito de frustración. Su voz resonó por toda la habitación y reverberó de forma extraña.
Caxton cogió la linterna y la encendió. Iluminó las sucias baldosas mientras intentaba entender qué estaba sucediendo. A metro y media de distancia de donde estaba, el suelo se terminaba de repente. Si hubiera continuado corriendo al entrar en la sala, habría caído en ese hoyo. Miró la puerta que acababa de cruzar y su linterna iluminó las letras pintadas de negro: «PISCINA».
¡La sala de la piscina! Tucker la había mencionado en tina ocasión. Se esforzó por desoír la punzada de culpa que sintió por la muerte de Tucker y examinó la sala para intentar descubrir dónde podría haberse metido Deanna. Olisqueó el aire. Cualquier rastro de cloro había desaparecido desde hacía tiempo y estaba bastante segura de que la piscina se había secado. Sin embargo, percibió el olor de algo desagradable y antinatural, algo que le hizo arrugar la nariz: era el olor de un vampiro. Dondequiera que se hubiera metido Deanna, estaba cerca, lo bastante cerca como para atacar en cualquier momento. ¿Estaría jugando a algún jueguecito? Caxton lo dudaba mucho.
Necesitaba saber más cosas, pero no quería separarse de la pared. Se sentía como si su cuerpo se hubiera adherido a las baldosas. Se acercó con recelo al borde de la piscina y apuntó el borde de cemento con la linterna.
Había una caída de más de tres metros hasta fondo de la piscina. Allí abajo vio baldosas, interminables hileras de baldosas. En su momento habían sido blancas y lisas, pero el moho negro había devorado el cemento que las unía y había cubierto la agrietada superficie. El paso del tiempo y el agua habían hecho añicos muchas de esas baldosas y habían dejado el fondo de la piscina cubierto de afilados escombros. En un rincón de la piscina había un charco negro de verdín y, un poco más a la izquierda, un enorme desagüe de bronce completamente oxidado. Caxton barrió el fondo de la piscina con el haz de luz, tenía que saber dónde se había me... Deanna saltó y a punto estuvo de arrebatarle la linterna de las manos. Soltó una dentellada al aire y cayó de nuevo sobre los pies como un felino, como un depredador. Observó a Caxton con una mirada de odio puro, sin paliativos. Tenía el vestido manchado de barro negro. Había irrumpido en la sala como un vendaval, ansiosa por cazar a Caxton, matarla y chuparle la sangre, pero no se había fijado en dónde pisaba y había caído dentro de la piscina.
Caxton dio un paso atrás y se alejó del borde.
Era otra vez hora de echar a correr.
Atravesó la puerta de nuevo y cruzó el pasillo. Caxton calculó que pasarían unos diez o quince segundos antes de que Deanna encontrara la escalerilla o lograra salir por la parte menos profunda de la piscina. Sabía que no contaría con más tiempo. Volvió sobre sus pasos, aunque en esta ocasión lo hizo con la linterna encendida; no tenía ninguna intención de regresar a la sala de inválidos.
Tardó tres o cuatro segundos en encontrar lo que buscaba, una puerta en la que ponía «INVERNADERO». La abrió de un empujón y de pronto se encontró en un claro de luna tan luminoso que la deslumbró.
A su espalda oyó cómo Deanna soltaba otro grito de rabia y frustración. Ya faltaba poco, se dijo. Sería mejor que se prepara.
En primer lugar debía tomar una determinación nada sencilla. Debía decidir si iba a matar a Deanna. No importaba lo que hubieran sido juntas, ni tampoco quién le había fallado a quién. Si se lo hubiera preguntado a Arkeley, éste le habría dicho que Deanna era un ser antinatural. Un monstruo.
Sin embargo, eso no era tan determinante corno ella habría querido. Sabía que, si se lo proponía, podía amar a un monstruo. Podía aprender a amar a Deanna de nuevo, podía perdonarla y sabía que no le costaría demasiado. Sin embargo, parecía que no tendría la oportunidad de hacerlo. Si no acababa con Deanna, sería ella quien acabaría con Caxton. La decisión estaba tomada: mataría a Deanna si se le presentaba la ocasión. Y debía decidir cómo iba a hacerlo.
El invernadero en el que se había refugiado fue en su día un espacio alargado de dos pisos, con pasarelas de ladrillo que serpenteaban por entre mesas, espalderas y macetas. Las paredes y el techo inclinado estaban hechos de anchos paneles de cristal con marcos de acero. Debía de haber sido un lugar encantador, se dijo, un refugio donde los pacientes moribundos podían tomar el sol. Sin embargo, el paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas habían transformado el invernadero: las plantas o bien habían muerto, o bien habían crecido mucho más de lo que los internos habrían podido imaginar jamás. Las parras trepaban por las paredes de cristal, bloqueaban los ventanales sucios y llenaban el suelo de desechos marronosos. El extremo opuesto del invernadero se había derrumbado. Una cinta amarilla de precaución atada de una viga a otra impedía la entrada del personal y Caxton pronto vio por qué: alguien, tal vez los mismos operarios que habían abandonado el material de construcción en el exterior de la sala de los inválidos, había dejado numerosos fragmentos de cristal alineados y apoyados en la pared.
Caxton necesitaba un arma. Iluminó con la linterna a su alrededor y encontró una barra de acero que en su día había apuntalado una espaldera. Parecía medio oxidada y Caxton pensó que le bastarían un par de patadas para soltarla. Con una rabia que nacía de su desesperación, le pegó un puntapié con la bota y la barra cayó al suelo. Caxton la agarró con ambas manos y se sintió mejor al instante, aunque sabía que esa sensación de seguridad era ficticia. Se trataba tan sólo de una barra de acero del tamaño de una porra antidisturbios, con un extremo irregular y de aspecto bastante siniestro.
A continuación tenía que atrancar la puerta. Vio una maceta de terracota del tamaño de una nevera de mano y pensó que a lo mejor podría utilizarla como barricada. Fue a cogerla, consciente de necesitaría todas sus fuerzas para moverla, pero entonces la puerta se abrió de golpe y Deanna irrumpió en el invernadero como una exhalación.
Caxton la tenía a seis metros de distancia y, al instante siguiente, estaba ya junto a ella. El brazo lívido de Deanna se disparó como el flash de una cámara. A Caxton le ardió la cara de dolor y le retumbaron los oídos como si su cabeza fuera una campana que acabara de sonar. Sintió que caía, que se precipitaba de espaldas. Notó un fuerte dolor en la nariz y se preguntó si se la habría roto. Braceó para no caer y, cuando se dio cuenta de que era inevitable, extendió las manos para amortiguar el golpe.
Pero Deanna se agachó y, antes incluso de que Caxton tocara el suelo, volvió a levantarla. La vampira le golpeó en el estómago y la dejó sin aliento. Un acceso de náusea le recorrió todo el cuerpo y Caxton creyó que iba a vomitar. El puño de Deanna impactó en su brazo y la agente notó cómo los huesos le crujían y cedían de forma poco natural. Perdió el control sobre su mano y su patética barra metálica salió disparada y rebotó sobre el irregular suelo de ladrillos.
Caxton no habría podido permanecer de pie aunque la hubieran apuntalado. Se dejó caer violentamente de rodillas y se agarró el estómago con ambas manos, se sentía como si la hubieran destripado. Y, sin embargo, Deanna no le había hecho ni un solo corte. En su cuerpo no había ni una gota de sangre, ni siquiera en la nariz, que le ardía y estaba entumecida y, por lo menos, dislocada. Notaba un dolor atroz y se sentía como si no fuera a poder levantarse nunca más, pero no sangraba.
Deanna había ejecutado su ataque con sumo cuidado y se había asegurado de que Caxton quedaba de una sola pieza.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Caxton.
—Ya sabes qué queremos. Ya sabes qué quiere Malvern. —Deanna se agachó frente a Caxton—. Queremos que te quites la vida y acabar con este asunto de una vez.
—Eso es lo que quiere ella —replicó Caxton—. Pero ¿y tú? Deanna apartó la mirada. Tuvo que pensarlo un momento.
—Esto es tan sólo una pelea. Pero lo superaremos. Yo aun te quiero, quiero que estemos juntas, pero eso es imposible mientras sigas siendo humana. Yo también quiero que te quites la vida.
Teniendo en cuenta cómo se sentía en ese momento, no le pareció una opción tan mala. Por lo menos sería una forma de poner fin al dolor y al miedo.
—Nunca podría dejar de culparte por ello —dijo Caxton—. En cuanto viera en qué me he convertido, te odiaría para siempre.
Deanna esbozó una sonrisa triste.
—No, lo siento pero eso no es cierto. A lo mejor al principio te enfadarías un poco, sin embargo, pronto te entraría hambre y entonces anhelarías más la sangre de lo que me odiarías a mí. En cuanto la hubieras probado... En fin, en cuanto yo la probé, supe que esto no era ninguna maldición. Y francamente, cariño, me da igual si voy a envejecer y a marchitarme; no me importa lo mal que pueda saber la sangre. En cuanto sentí lo fuerte que me volvía, todo lo demás dejó de importarme. Ya ti te sucederá lo mismo, te lo prometo.
—Pero me da mucho miedo, Dee —admitió—. Ya sabes lo de mi madre...
Se le formó una lágrima en el rabillo del ojo, pero Caxton parpadeó para que Deanna no lo viera. Aquello era demasiado. La vampira se inclinó hacia delante y le acarició el pelo.
—Ya lo sé. Ya sé que te da miedo, pero será sólo un segundo. —Cogió a Caxton por los brazos y la puso de pie—. Vamos, yo te ayudaré.
—No —dijo Caxton—. Quiero hacerlo sola. —AUn le temblaba todo el cuerpo, pero logró contenerse lo suficiente para caminar. Se acercó al lugar donde había caído la barra—. Mejor aquí, donde hay luz —dijo— No puedo hacerlo en un lugar oscuro. La sonrisa de Deanna era pura e inocente.
Caxton se acercó a la cinta de seguridad y cogió la barra del suelo. Deanna había tenido mucho cuidado en no derramar su sangre. Caxton sabía que aquello debía de ser importante.
—A lo mejor debería hacerlo así —dijo y se cortó la muñeca con la afilada punta de la barra.
—¡No, cariño! —susurró Deanna. La vampira levantó una mano para intentar detenerla, pero inmediatamente la dejó caer y miró a Caxton con unos ojos como platos.
En su muñeca se abrió un irregular tajo rojo. Con una navaja habría logrado una incisión más limpia, pero la herida no habría sangrado tanto. Caxton vio cómo la sangre oscura manaba de la herida e iba llenando el corte que le partía la carne. Llegó hasta los bordes entonces empezó a derramarse por la muñeca. Una gota cayó sobre los ladrillos, negra bajo la luz de la luna.
—Oh, cariño —dijo Deanna, incapaz de apartar los ojos de la sangre del brazo de Caxton.
—Qué sucede? ¿Lo he hecho mal? —preguntó Caxton.
Entonces se acordó de Congreve: el vampiro había estado inconsciente, herido y derrotado, pero una sola gota de su sangre había bastado para revivirlo. Fue como si le hubieran administrado una inyección de adrenalina en el corazón. Reyes la había torturado y le había hecho mucho daño, pero nunca le había cortado la piel.
A lo mejor la sangre los asustaba tanto como la deseaban. A lo mejor la sangre les hacía perder el control.
Deanna tenía la boca abierta y empezó a patalear sobre el suelo de ladrillos. Entonces, de repente, se precipitó hacia Caxton con los brazos extendidos y los ojos cerrados, cortando el aire con la mandíbula. Parecía que flotaba, sus pies apenas tocaban el suelo y avanzaba tan rápido como un caballo al galope, directa hacia su sangre.
Caxton calculó el movimiento a la perfección: se arrojó al suelo y se volvió a un lado. Deanna pasó de largo, demasiado rápido para poder frenar.
La vampira impactó con violencia contra los fragmentos de cristal, agitando los brazos en un intento por no caer, por parar el golpe. El aire se llenó de esquirlas de cristal como copos de nieve.
Y el ruido... El ruido fue sobrenatural: un alarido roto en pedazos, como un millón de campanillas.
Un ser humano habría quedado hecho pedazos. Deanna se levantó pesadamente, con el vestido hecho jirones y la piel surcada de sangre oscura y espesa, que le goteaba por los brazos y las piernas. Intentó contener la hemorragia con las manos y se relamió como un gato para tratar de reabsorber la sangre perdida.
Pero no iba a funcionar.
—La sangre tiene que estar caliente —dijo Caxton—. Tiene que ser fresca.
Deanna la miró confundida, con los ojos rojos. No entendía lo que le acababa de suceder. Entonces vio la sangre que goteaba de la muñeca de Caxton y se le abrió involuntariamente la boca. Dio un paso, pero un trozo de cristal le atravesó el pie. Gritó.
Caxton se quitó la corbata del uniforme y la anudó a la muñeca. Lo apretó hasta que le dolió y entonces le dio varias vueltas a modo de torniquete. Sería una estupidez morir desangrada en aquel momento, se dijo.
Dejó que Deanna se le acercara un poco más con aquellos pasos dolorosos, que la hacían sangrar aun más. Esperó hasta que no quedó una gota de sangre en el cuerpo perfecto de Deanna. Parecía tallada en mármol y el tono sonrosado de sus mejillas había desaparecido por completo. La sangre no iba a protegerla más. Habría estado bien tener una Glock cargada, pero la barra de acero también le serviría. Caxton la volteó en un amplio arco y clavó la punta en el tórax de Deanna, ligeramente a la izquierda del esternón.
Deanna gritó, aulló e intentó articular palabras, rogarle, suplicarle. A lo mejor estaba intentando decirle adiós. Caxton levantó la barra y le asestó un segundo golpe, y también un tercero. Tres veces iban a ser suficientes, pensó. Tenían que serlo, pues no le quedaban fuerzas para atravesarle el pecho a su compañera una cuarta vez. Notaba los brazos como si fueran de gelatina.
Deanna fue dejando de moverse poco a poco. Sus ojos rojos se quedaron mirando la luna, con el lívido rostro inmóvil, ajeno al horror, al dolor y al miedo.
No le fue nada fácil salir a rastras del invernadero, aun cuando no tenía a ningún vampiro persiguiéndola. Pero al final lo consiguió y se dirigió hacia el edificio principal, avanzaba con sigilo, muy despacio, para no llamar la atención de los siervos. Iba a encontrar ayuda para Arkeley y entonces todo habría terminado. En cuanto Arkeley estuviera a salvo y rumbo al hospital, el caso estaría oficialmente cerrado.
Fuera, en el jardín, se llevó una extraña sorpresa... Una luz de color azul daba brincos por entre los árboles e iluminaba el césped húmedo.
En sus ojos brillaban destellos rojos y azules, amarillos y blancos. No menos de doce coches patrulla cubrían toda la zona del césped del sanatorio. También había dos ambulancias y el Granola Roller. La capitana Suzie asomaba por el techo corredizo del vehículo blindado, con un MP5 al hombro. Con la mano que tenía libre saludó a Caxton.