La caja era de madera clara, tal vez de pino, y estaba plagada de carcoma. Estaba tan descompuesta que Caxton no hubiera podido decir si originalmente había contado con detalles ornamentales o no. El ataúd, que era del tamaño de un niño, se partió en las manos de Scapegrace, a pesar de que éste intentaba tratarlo con suavidad. El vampiro apartó los pedazos de madera pastosa y la tierra y los sedimentos que se habían amontonado alrededor del cuerpo que yacía en el interior del ataúd.
—Mi familia celebró un fastuoso funeral en mi honor —le contó a Caxton—. Yo pude verlo todo desde las alturas, iba flotando por la iglesia como si fuera un fantasma. Acudieron todos mis compañeros del colegio. Se acercaron uno por uno a mirarme la cara; algunos lloraban, otros comentaban cosas. Había gente a la que ni siquiera conocía. Chicas con las que me había cruzado en el vestíbulo y nunca me habían hablado, ni siquiera cuando necesitaban un bolígrafo y yo tenía de repuesto. Algunos estaban muy afectados, como si finalmente hubieran comprendido lo que me habían hecho, lo mucho que había sufrido. Eso fue la ostia. Aunque nadie me tocaba.
Tiernamente apartó los escombros que cubrían el diminuto cuerpo con el dedo pulgar.
—Por favor —dijo Caxton con voz lastimera y entrecortada—. Por favor, por favor.
El vampiro no la golpeó pero tampoco dejó de hacer lo que estaba haciendo. Sacudió con suavidad el ataúd, y escombros, tierra y otras substancias cayeron al suelo. A Caxton le subió una arcada y apartó la cara, avergonzada por ser tan poco respetuosa pero incapaz de contener el vómito, que soltó allí mismo.
—Cuando la observas desde el otro lado la muerte ya no asusta. De hecho, se convierte en algo fascinante. En gran medida ser un vampiro es algo fascinante. Te cambia la perspectiva por completo.
Scapegrace posó la mano izquierda sobre algo redondo, algo del tamaño de una manzana, y lo arrancó del ataúd con un golpe de muñeca. Tiró el resto del cadáver del bebé en el agujero y lo cubrió de tierra de un puntapié. Entonces se dio la vuelta y le mostró a Caxton lo que había encontrado.
Era el cráneo. El cráneo de Stephen Delancy, que había estado enterrado durante ciento cincuenta años.
—Mira —le dijo a Caxton— tan sólo tenía unos días cuando murió. Le mostró el cráneo. Estaba llenísimo de tierra y manchado de fluidos secos. Daba grima verlo, era asqueroso—. Tal vez ni siquiera llegara a nacer. —Examinó la medida del cráneo—. Esto servirá —dijo.
El vampiro frotó el cráneo con los pulgares y entonces fijó la mirada en las cuencas oculares del bebé al tiempo que canturreaba con dulzura. Caxton no entendió lo que estaba diciendo, ni siquiera estaba segura de que se tratara de palabras.
Cuando terminó, cerró los ojos y extendió una mano, el cráneo osciló sobre su mortecina palma. Tras un instante el cráneo empezó a agitarse tanto que se tornó borroso ante la mirada atónita de Caxton. El cráneo emitió un sonido, un gemido lastimero que era imposible que hubiera producido por sí solo; ni siquiera tenía mandíbula inferior. El grito se hizo cada vez más intenso hasta el punto que Caxton tuvo la necesidad de taparse las orejas. Sin embargo, cuando iba a hacerlo Scapegrace le puso el cráneo en las manos.
—Sujétalo —le dijo, y Caxton pudo oírlo perfectamente por encima del gemido—. Vamos, mis oídos son más sensibles que los tuyos. ¡Sujétalo!
Caxton lo cogió con las manos y el grito cesó al instante.
—Voy a llevarte conmigo a la guarida de Malvern, pero para eso necesito que te comportes. Así que haremos un jueguecito. Tendrás que sujetar a Stephen con las dos manos, porque ésta es la única forma de mantenerlo callado. Asiente con la cabeza para que sepa que me sigues.
Caxton se estremeció y su cabeza se bamboleó como si no estuviera unida al cuello. Rodeó el cráneo con las dos manos. Notó cómo algo se movía y traqueteaba, un insecto escondido en la tierra que llenaba las cavidades nasales del bebé. Caxton gimió un poco, pero no soltó el cráneo.
—A partir de ahora tendrás que cuidarlo. Si apartas una mano, o lo sueltas, o lo aplastas porque lo sujetas demasiado fuerte, oiré sus gritos. Y entonces me veré obligado a hacerte daño. Mucho, mucho daño —la amenazó. Entrecerró sus ojos rojos y le dedicó a Caxton una mirada malévola—. Te partiré la columna vertebral. Sabes que puedo hacerlo, ¿verdad?
Caxton asintió de nuevo. Le temblaba todo el cuerpo. —Muy bien, Laura —le dijo—. Andando.
Scapegrace la condujo a través del bosque y al cabo de un momento aparecieron de nuevo en el aparcamiento del colegio. Caxton echó un vistazo a los alrededores. Tenía la esperanza de que alguien los viera y llamara a la policía, pero no tuvo esa suerte. Deanna y ella habían elegido aquella casa por su ubicación en medio del bosque. Allí tenían espacio para el cobertizo y la caseta de los perros, y no había vecinos que pudieran quejarse de los extraños ruidos que hacían a veces los lebreles. Por la noche la zona era verdaderamente solitaria.
Un coche, un sedán blanco último modelo, los esperaba en el aparcamiento con el motor en marcha y los faros encendidos. En el asiento del conductor iba el doctor Hazlitt, que parecía nervioso.
—Malvern le ha prometido a Hazlitt que será uno de los nuestros —le explicó Scapegrace. El vampiro estaba detrás de ella, tan cerca que notaba su frío aliento en la nuca—. Le ha prometido muchas cosas.
El vampiro le abrió la puerta del pasajero. Caxton difícilmente podría haberlo hecho sola con el cráneo maldito del bebé entre las manos. La agente subió al coche y se dio cuenta de que tampoco podía abrocharse el cinturón, pero supuso que no pasaba nada.
—Hola, agente —dijo Hazlitt. Caxton ni siquiera lo miró. El médico suspiró y volvió a intentarlo—. Sé que ahora mismo no hay demasiados motivos para que le caiga muy bien, pero en unas horas seremos aliados. Así es como va a terminar este asunto. Ahora ¿podemos comportarnos civilizadamente?
Al ver que Caxton no respondía, puso el coche en marcha y se dirigió a la autopista para tomarla en sentido sureste, hacia el sanatorio para tuberculosos donde Justinia Malvern esperaba con serenidad.
Iban a obligarla a suicidarse. Sabía desde hacía tiempo que la intención de los vampiros era ésa, pero aún no había imaginado cómo iba a producirse en realidad. Reyes había querido que fuera ella quien lo decidiera y a punto había estado de convencerla de que se pegara un tiro. Sin embargo, había perdido mucho tiempo en el intento y el sol había salido antes de que pudiera terminar. Scapegrace no iba a cometer el mismo error: la obligaría a hacerlo. A juzgar por las técnicas de persuasión que había empleado hasta el momento, Caxton imaginó que la torturaría hasta que deseara quitarse la vida. Entonces el vampiro le proporcionaría los medios necesarios para ello.
Arkeley no podría detenerlos en esta ocasión. Arkeley estaba muerto. «Esta noche voy a morir», pensó Caxton. «Y mañana regresaré de entre los muertos como vampira».
Quería plantarles cara. Lo deseaba con todas sus fuerzas, tenía tantas ganas de matar al vampiro y al médico que se estremeció. El torrente sanguíneo se le llenó de adrenalina, que la impulsaba a actuar. Pero ¿cómo iba a hacerlo? No tenía armas y no sabía artes marciales.
Se encontraba al borde de un ataque de pánico y su respiración se volvió rápida y superficial. Empezó a hiperventilar. Era consciente de que estaba sucediendo pero no sabía cómo detenerlo. Hazlitt le echó un vistazo con cara de preocupación.
En el asiento trasero, Scapegrace parecía más grande de lo que era en realidad, como un tejido hipertrofiado, blanco y fofo como un cáncer.
—Tan sólo está asustada y se le ha acelerado el pulso. A lo mejor se desmaya.
—Sí, gracias —le espetó el médico—. Conozco los síntomas de un ataque de ansiedad. ¿Crees que deberíamos sedarla? Podría hacerle daño a alguien.
—¿A alguien? ¡Puede hacerte daño a ti! —le respondió Scapegrace con una sonrisita—. No te preocupes. Si le da un ataque o algo, yo la cojo.
Pequeños destellos de luz estallaron frente a los ojos de Caxton. Cruzaron su campo de visión y desaparecieron tan rápidamente como habían llegado. Tenía la garganta seca, rasposa y muy fría por el aire que entraba y salía de sus pulmones. Notaba cómo le latía el corazón en el pecho. Entonces aparecieron unas franjas negras en las partes superior e inferior de su campo de visión, como cuando daban películas antiguas por la tele. Las franjas se fueron volviendo más anchas y un agudo pitido le invadió los oídos. Todo se volvió borroso, y el mundo se desenfocó.
Oía hablar a Hazlitt y a Scapegrace, aunque era como si sus gritos le llegaran a través de gruesas capas de lana. El pitido ahogaba sus voces. Caxton notaba su cuerpo, pero estaba totalmente entumecido, inerte, como muerto. Si hubiera querido, se habría podido mover, pero en ese momento no quería.
Su miedo había desaparecido por completo.
Esa era la mejor parte. Sabía que las cosas seguían pintando fatal y que no iban a terminar bien, sin embargo, al menos se había librado de su miedo y podía pensar con claridad otra vez. No quería enderezarse, un movimiento tan brusco podía hacer que el miedo regresara, pero miró a través del parabrisas para ver hacia dónde se dirigían. Frente a ellos había algo, aunque no era la autopista. Era pálido y grande y tenía las orejas de punta. Era un vampiro, a lo mejor se trataba de Malvern. El vampiro levantó las manos y le mostró las palmas cubiertas de sangre: se las tendía como si se tratara de una ofrenda.
Scapegrace le dio una colleja y Caxton sintió que los ojos le daban vueltas. Volvía a estar centrada y el pitido de los oídos había desaparecido.
—Te he preguntado que si estás bien —chilló Hazlitt. Con una mano le estaba palpando el cuello, tal vez le estuviera buscando el pulso.
Caxton quiso quitárselo de encima, pero entonces bajó los ojos y vio que seguía sujetando el cráneo del bebé con ambas manos. No sabía qué había pasado, pero la verdad era que había logrado que no se le cayera. De pronto recordó que no debía soltarlo. Se apartó de Hazlitt con los hombros como buenamente pudo.
—Estoy bien —logró decir. Su voz sonó más débil de lo que ella se sentía—. ¿Qué ha pasado?
—Se ha desmayado —le dijo el médico y en su voz se notaba que se lo estaba pasando bien.
Caxton frunció el ceño: no era el tipo de mujer que se desmayaba. Sin embargo, se acordó de algo. En una ocasión, ella y Ashley, la predecesora de Deanna, habían ido de vacaciones a Hershey y Caxton había estado bebiendo martinis de chocolate hasta caer fulminada. Se había despertado en el suelo del aseo de mujeres, rodeada de camareras que la miraban con cara de susto. En aquel momento había tenido una sensación muy parecida a la que estaba experimentando en esta ocasión, aunque ni siquiera entonces había pasado tanta vergüenza.
«Guau», pensó. Si Arkeley la hubiera visto en ese momento, habría tenido la confirmación a todas las cosas horribles que le había dicho. Por suerte no iba en el coche. Porque estaba muerto.
Movió los músculos faciales, estiró la mandíbula e hinchó los carrillos con la esperanza de que aquello la ayudara a espabilarse. Cuando llegaron al hospital se sentía más o menos recuperada. Hazlitt aparcó en el jardín, junto a la estatua de la Higiene, y bajaron atropelladamente del coche. Caxton se concentró en que no se le cayera el cráneo, a pesar de que tenía las manos sudorosas.
Había doce o trece coches más aparcados de cualquier forma sobre el césped. Estaban todos vacíos. Una hoguera ardía cerca de la entrada del hospital. Caxton no creía que los oficiales de prisiones que vigilaban el lugar hubieran decidido organizar una pequeña barbacoa improvisada. Y estaba en lo cierto: tan vigilantes alineados en el suelo, junto a la hoguera. Tenían las manos atadas a la espalda y la cara contra la hierba.
Pensó que debían de estar muertos y la idea casi le supuso un alivio. Sin embargo, de repente uno de ellos se movió y el cuerpo de Caxton volvió a estremecerse de horror.
Tucker, el guardia que había ayudado a Arkeley a encontrar la información personal de Reyes, alargó el cuello para intentar ver quién había llegado. Caxton hizo todo lo posible para apartar la cara, mas fue inútil. Sus miradas se cruzaron por un momento y fue como si mantuvieran una conversación, como si poseyeran la magia de los vampiros y pudieran comunicarse con la luz de la hoguera que se agitaba en sus ojos.
«Lo siento», intentó decirle. «No puedo hacer nada».
Los ojos de Tucker eran legibles a seis metros de distancia. «Por favor», decían. «Por favor. Ayúdeme, por favor».
Ése era su trabajo, desde luego: ayudar a la gente. Sin embargo, en ese momento no se sentía nada dispuesta a cumplir con su obligación. Tucker iba a morir porque ella no había sido lo bastante fuerte. Lo mismo que todos los demás. Caxton tenía las manos manchadas de sangre, al menos metafóricamente.
—¿Ese tío significa algo para ti? —le preguntó Scapegrace.
Pero ni siquiera le dio la oportunidad de decir que no. Se acercó hasta donde estaba Tucker y, con un solo brazo, levantó al pesado guardia del suelo. Tucker debía de pesar unos cincuenta kilos más que el vampiro, pero a éste no pareció importarle demasiado. Scapegrace acercó su boca llena de dientes al cuello de Tucker y lo mordió casi con delicadeza, como si estuviera mordiendo una manzana y no quisiera desperdiciar ni una gota de jugo. Luego empezó a chupar.
Caxton no pudo hacer nada más que gritarle que se detuviera, pero fue como si le gritara a una avalancha: si sus ruegos tuvieron algún efecto, fue más bien el de espolearle. La cara del guardia adquirió un color mortecino, primero gris y luego blanco. Aunque en ningún momento llegó a ser tan blanca como la piel del vampiro. Se le pusieron los ojos en blanco y comenzó a temblarle el cuerpo, pero no gritó. Tal vez Scapegrace le había aplastado la laringe. Cuando hubo terminado, el vampiro arrojó el cuerpo al suelo. Ya no le servía de nada. Tenía los labios manchados de sangre rojísima.
—Van a morir todos —le dijo el vampiro.
Uno de los otros guardias gimoteó. Otro se puso a rezar con voz lastimera y temblorosa. Fue el siguiente al que Scapegrace atacó.
Después de que hubiera dejado seca a la tercera o la cuarta víctima, Hazlitt carraspeó y dijo:
—Deja a los demás por ahora. Justinia quiere hablar con nuestra invitada.
Scapegrace se levantó de golpe y se limpió la boca húmeda con el brazo. Entonces cruzó el jardín a tal velocidad que el aire se agitó a su paso. De pronto tenía el cuello de Hazlitt entre las manos. A continuación obligó al médico a agacharse sobre la hierba húmeda hasta que lo tuvo de rodillas frente a él, mirándolo a los ojos, con la frente perlada de puro terror.