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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (34 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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En cambio, era un consuelo saber que no habría dificultades en mis relaciones con un ser tan encantador y de tan radiante belleza como mi niñita, cuya angelical hermosura fue el principal motivo de que me levantara antes del alba y caminara de un lado a otro para no dejar escapar nada de lo que acontecía en ese momento: contemplar desde mi ventana abierta el amanecer, observar todos los detalles que podía del edificio y escuchar, mientras la oscuridad se disolvía, el trino de los primeros pajarillos, al que se agregaron un par de sonidos menos naturales, y no provenientes del exterior, sino del interior de la casa, que había creído percibir. Por un momento creí reconocer, débil y lejano, el grito de un niño, y en otro creí percibir ruido de pasos ante la puerta de mi habitación. Pero aquellos detalles no fueron suficientemente fuertes para impresionarme entonces, sino que fue la luz —o quizá debería decir la lobreguez— aportada por otros hechos posteriores lo que los ha hecho volver a mi memoria. Vigilar, enseñar, «formar» a la pequeña Flora sería, evidentemente, el objeto de un vida feliz y útil. Había quedado convenido entre nosotras que a partir de la siguiente noche dormiría en mi cuarto, y su pequeña cama blanca había sido ya instalada en mi habitación. Me había yo comprometido a cuidarla por completo, así que ella durmió por última vez en el cuarto de la señora Grose sólo en atención a mi inevitable extrañeza del lugar y a su natural timidez. No obstante aquella timidez —sobre la cual la misma niña, de la manera más extraña del mundo, había hablado con perfecta naturalidad, mencionándola sin ninguna señal de azoramiento y con la profunda y dulce serenidad de uno de los niños dioses de Rafael, permitiendo que se la discutiera, se la imputara a ella y nos determinara—, tuve la seguridad de que no tardaría en simpatizar conmigo. En parte, ya la señora Grose me gustaba por el placer que pude observar en ella por el hecho de que yo me admirara y sorprendiera cuando nos sentamos a la mesa con cuatro candelabros y con mi alumna colocada frente a mí en una silla alta y con el rostro brillante. Por supuesto, había cosas que, estando presente Flora, tenían que resolverse entre nosotras a través de ciertas miradas cargadas de sentido o por medio de alusiones oscuras y furtivas.

—Y, el niño… ¿se parece a ella? ¿Es también tan notable?

Sabía que no se debe alabar a un niño en su presencia.

—¡Oh, señorita, es todavía más notable! Si tiene usted una buena opinión de esta criatura… ¡imagine! —y se interrumpió sosteniendo una fuente en la mano, mientras la niña nos miraba con una plácida expresión en los ojos.

—¿Qué debo imaginar?

—¡Nuestro pequeño caballero la va a fascinar!

—Muy bien, muy bien; creo que para eso he venido… para que alguien me fascine. Lo que me temo —no pude evitar añadir— es que resulto muy fácil de fascinar. Y creo que ya me ocurrió eso en Londres.

Puedo ver aún la ancha cara de la señora Grose al oírme decir aquellas palabras.

—¿En Harley Street? —me preguntó.

—Sí.

—Bueno, no es usted la primera, señorita, y tampoco va a ser la última.

—¡Oh, no tengo ninguna pretensión —dije, echándome a reír— de ser la única! De cualquier manera, tengo entendido que mi otro alumno llega mañana, ¿no es así?

—No mañana…, sino el viernes, señorita. Vendrá de la misma manera que usted: en la diligencia, al cuidado del cochero, y luego lo esperará la calesa.

Me permití expresar que lo adecuado, así como lo más agradable y cordial, sería que fuera yo con su hermana a esperarlo a la carretera; idea que la señora Grose acogió con tanto entusiasmo, que tomé su actitud como una especie de promesa de apoyo —¡nunca desmentida, a Dios gracias!—, un juramento de que estaríamos en todo unidas. ¡Sí, se sentía feliz de tenerme a su lado!

Lo que al día siguiente sentí no podría llamarse precisamente, supongo, una reacción por la alegría de mi llegada; lo más probable es que sólo fuera una ligera decepción producida por el análisis de mis nuevas circunstancias. Éstas tenían una expresión y un volumen para los que yo no estaba preparada, y ante ellas me sentía un poco amedrentada, a la vez que ligeramente orgullosa. En esa agitación, es posible que las lecciones sufrieran algún retraso; reflexioné en que mi primera obligación consistía en ganarme la buena voluntad de la niña por todos los medios de que pudiera echar mano. Pasé con ella el día, fuera de casa; me comprometí, para su enorme satisfacción, a que fuera ella, solamente ella, quien me mostrara el lugar. Me mostró la casa escalón por escalón y cuarto por cuarto, secreto por secreto, sosteniendo una deliciosa conversación infantil al respecto y con el resultado de que en media hora nos habíamos convertido en grandes amigas. A pesar de sus pocos años, durante el paseo me asombró por la seguridad y el valor con que se deslizaba por las habitaciones vacías y los oscuros corredores, las escaleras crujientes, que me hacían detener con temor, y al hacerme trepar hasta la cima de una vieja torre cuadrada que me produjo vértigo. Me impresionó también su disposición a contarme muchas más cosas de las que le preguntaba, mientras me conducía de un lado a otro. No he vuelto a ver Bly desde el día que me marché, y me atrevería a decir que a mis ojos, más viejos y más experimentados, les parecería ahora un lugar mucho menos imponente, pero en aquellos momentos, mientras mi pequeña conductora, con sus cabellos dorados y su vestido azul, danzaba ante mí y tiraba de mi mano a lo largo de pasillos y habitaciones sin fin, tuve la visión de un castillo de novela, habitado por un hada color de rosa, de un lugar con todo el colorido de los libros de historias fantásticas. ¿No era acaso una mansión de cuento de hadas a la que había ido a caer medio en sueños, medio despierta? No. Era simplemente una casa antigua, grande y fea, pero bastante cómoda, que incluía algunos fragmentos de un edificio aún más antiguo, semidesalojado, utilizado en parte, en el cual tuve la sensación de que nos hallábamos tan perdidas como un puñado de pasajeros en un barco a la deriva. ¡Y era yo, extrañamente, quien empuñaba el timón!

II

Me acordé de esto cuando, dos días más tarde, salí en compañía de Flora a recibir al pequeño caballero, como lo llamaba la señora Grose; sobre todo debido a un incidente que se produjo la segunda noche y que me desconcertó profundamente. El primer día había sido en conjunto, como he dicho, tranquilizador; pero no tardó en soplar un viento amenazante. Aquella misma noche el correo, que pasó muy tarde, traía una carta destinada a mí. El sobre contenía otro, sin abrir, dirigido a mi patrón, quien incluía la siguiente nota:

«Por la letra veo que la carta adjunta es del director de la escuela, el tipo más pesado que pueda existir. Léala, por favor, y entiéndase con él; por favor, no me informe de nada. Ni una palabra. ¡Yo he quedado fuera del juego!»

Rompí el sello con un gran esfuerzo, tan grande que me costó un buen rato hacerlo; me llevé la carta a mi habitación y la leí cuando estaba ya por acostarme. Lamenté no haberlo hecho a la mañana siguiente, pues aquella lectura me produjo la segunda noche de insomnio. A la mañana siguiente, sin nadie a quien recurrir en busca de consejo, me sentí presa de la aflicción; finalmente, logré sobreponerme al abatimiento y decidí que lo mejor sería sincerarme, por lo menos, con la señora Grose.

—¿Qué significa eso? ¡El niño ha sido expulsado de la escuela!

La mirada que me lanzó fue muy extraña, pude advertirlo; luego, haciendo un visible esfuerzo para disimular, pareció serenarse.

—Pero, ¿no los envían a todos…?

—¿A casa…? Sí. Pero sólo durante las vacaciones. En cambio, Miles nunca podrá volver.

La señora Grose enrojeció.

—¿No lo aceptarían?

—Se niegan terminantemente a readmitirlo.

La buena mujer alzó los ojos, que había mantenido bajos; vi que estaban llenos de lágrimas.

—¿Qué ha podido hacer?

Dudé un instante, y luego juzgué preferible pasarle la carta. Cuando se la tendí, ella se llevó las manos a la espalda, movió tristemente la cabeza y me dijo:

—Esas cosas no son para mí, señorita.

¡Mi consejera no sabía leer! Parpadeé al advertir mi error, que traté de atenuar de la mejor manera posible, volví a abrir el sobre y le leí la carta; luego la guardé de nuevo en el bolsillo.

—¿Es realmente malo? —le pregunté.

Tenía aún los ojos llenos de lágrimas.

—¿Dicen eso los caballeros?

—No entran en detalles. Simplemente declaran que es imposible que el niño continúe en la escuela. Eso sólo puede significar una cosa…

La señora Grose escuchaba con reconcentrada emoción; pero, en vista de que no me preguntaba qué podía significar, y tratando de expresar mis pensamientos de la manera más coherente, añadí:

—Que su presencia constituye una ofensa para los otros alumnos.

Al oir aquello, con uno de esos rápidos cambios emocionales típicos del pueblo, se enardeció.

—¡El señorito Miles! ¿Una ofensa, él?

La influencia de su buena fe fue tal que, aunque yo no había visto todavía al niño, la idea llegó a parecerme absurda. De pronto me di cuenta de que, para igualar a mi compañera, yo misma exclamaba en tono sarcástico:

—¡Sí! ¡Para sus pobres e inocentes compañeros!

—¡Es espantoso —gritó la señora Grose— que puedan decir cosas tan crueles! ¡El niño no ha cumplido siquiera los diez años!

—Sí, sí, es increíble.

La señora Grose, evidentemente, estaba agradecida por mi apoyo.

—Ante todo, señorita, véale; entonces podrá juzgar por sí misma.

Sentí una nueva impaciencia por conocerlo; fue el principio de una curiosidad que en las siguientes horas alcanzaría una intensidad casi dolorosa. La señora Grose era consciente del efecto que habían producido en mí sus palabras y añadió, para reforzar el efecto:

—¡Imagine que dijeran eso de nuestra jovencita…! —para concluir, un instante después—: ¡Mírela!

Volví la cabeza y vi que Flora, a quien diez minutos antes había dejado en el salón de clases con una hoja de papel blanco, un lápiz y una plana de hermosas y redondas oes, se encontraba en ese momento bajo el dintel de la puerta. Manifestaba en sus modales un extraordinario desprecio hacia las tareas que le resultaban desagradables, mirándome, sin embargo, de un modo que parecía demostrar que aquel desprecio obedecía al afecto que yo le inspiraba y que la obligaba a seguirme. No fue necesario más para que yo sintiera toda la fuerza de la comparación de la señora Grose; y, abrazando a mi discípula, la cubrí de besos con un suspiro de reparación.

A pesar de todo, durante el resto del día aceché otra ocasión para acercarme a mi colega, especialmente cuando, hacia el atardecer, comencé a sospechar que ella estaba tratando de evitarme. Recuerdo que la abordé en el rellano de la escalera; bajamos juntas y, al llegar abajo, la detuve poniéndole una mano sobre el brazo.

—Considero lo que me dijo este mediodía como una declaración de que usted nunca ha sabido que se portara mal.

La señora Grose echó hacia atrás la cabeza; ya para entonces había adoptado muy claramente una actitud, aunque de la manera más honesta posible.

—¿Que nunca he sabido…? ¡Oh, no pretendí decir eso!

—Entonces, ¿cree usted que Miles puede ser malo?

—En efecto, señorita, a Dios gracias.

Después de pensar un momento, acepté aquella declaración.

—¿Quiere usted decir que un niño que nunca…?

—¡Para mí, no es un niño!

Apreté aún más.

—¿Quiere usted decir que un niño tiene que ser travieso? —y en seguida, anticipándome a su respuesta, continué—: Yo opino lo mismo. Claro que no hasta el grado de contaminar…

—¿Contaminar?

Aquella extraña expresión la había desorientado.

—Corromper —le aclaré.

Me miró fijamente mientras yo pronunciaba la nueva palabra, luego estalló en una extraña carcajada.

—¿Teme que Miles pueda corromperla?

Me hizo aquella pregunta con una ironía tan evidente, que tuve que reírme también, aunque un poco nerviosa tal vez, para no ponerme en ridículo.

Pero al día siguiente, poco antes de salir, volví a abordarla en otra parte de la casa.

—¿Cómo era la dama a la que he venido a sustituir?

—¿La última institutriz? Era también joven y guapa, casi tan joven y guapa como usted, señorita.

—¡Ah!, me imagino entonces que su belleza y juventud la ayudaron… —murmuré— parece que a él le gusta que seamos jóvenes y guapas.

—¡Desde luego! —afirmó la señora Grose—. Le gusta que todo el mundo sea así —y no bien había dicho aquello cuando se apresuró a añadir—: Me refiero, claro, al amo.

La aclaración me desconcertó.

—¿A quién se refería usted antes?

—Claro está que a él —dijo la señora Grose con voz neutra, pero ruborizándose.

—¿Al amo?

—¿A quién, si no?

Era tan evidente que no podía referirse a ninguna otra persona, que un segundo más tarde había dejado de pensar que la señora Grose había dicho por accidente más de lo que pretendía decir; y me limité a preguntarle lo que me interesaba saber.

—¿Vio ella algo en el niño que…?

—¿Que no estuviera bien? Nunca me habló de ello. Tenía algunos reparos, pero logré superarlos.

—¿Era una persona cuidadosa…?

La señora Grose parecía luchar por ser precisa.

—Sí… en determinadas cosas.

—¿Pero no en todas?

La señora Grose se quedó meditando un instante.

—Bueno, señorita, ella ya ha muerto; no quiero andar contando historias.

—Comprendo muy bien sus sentimientos —me apresuré a responder; pero al cabo de unos instantes me pareció que a aquella concesión no se oponía preguntarle—: Murió aquí?

—No… Ya se había marchado.

No sé por qué la concisión de la señora Grose me pareció tan ambigua.

—¿Se marchó… para morir? —insistí.

La señora Grose miró hacia la ventana, pero a mí me parecía que tenía derecho a saber qué les aguardaba a las jóvenes institutrices de Bly.

—¿Quiere decir que enfermó y regresó a su casa?

—No enfermó, que yo sepa, aquí. Se marchó a su casa, a fin de año, para pasar allá unas breves vacaciones a las que, sin duda, tenía derecho, después del tiempo que llevaba aquí. Teníamos entonces a una niñera, una joven que había continuado con nosotros y era buena y competente. Aceptó quedarse con los niños durante ese tiempo. Pero nuestra institutriz no volvió y, precisamente cuando la estábamos esperando, me informó el amo que había muerto.

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