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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (15 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Y ahora… ¡manos a la obra! ¡Manos a la obra!

—Sí, justamente… ¡a la obra! —Wayworth contemplaba el fuego, enrollando despacio su copia mecanografiada—. Pero este aspecto del asunto es algo totalmente distinto, y completamente secundario.

—Pero por supuesto querrá usted que se estrene, ¿verdad?

—Claro que sí… pero es un descenso repentino. Lo deseo intensamente, pero lamento hacerlo.

—Ahí precisamente empiezan las dificultades —dijo la señora Alsager, un poco desprevenida.

—¿Cómo puede decir una cosa así? ¡Si es ahí donde terminan!

—¡Ah, espere usted a ver dónde terminan!

—Lo que digo es que ahora van a ser totalmente distintas —explicó Wayworth—. No me parece que pueda haber en el mundo nada más difícil que escribir una obra y que resista un examen detallado; comparadas con ésta, las complicaciones que surgen ahora son de otra índole, definitivamente menor.

—Sí, no inspiran nada —dijo la señora Alsager—; son descorazonadoras, porque son vulgares. El otro problema, llevar a término la obra en sí, esto es puro arte.

—¡Qué bien lo entiende usted todo! —el joven se había levantado, nerviosamente, y había apoyado la espalda en la chimenea, cruzando los brazos. En el hueco de uno de éstos, apretujada en un puño, tenía su copia enrollada. Miraba a la señora Alsager con una sonrisa de gratitud, y ella le respondía con la sonrisa de sus ojos aún húmedos y hechizados—. Sí, ahora empezarán las vulgaridades —añadió el joven a continuación.

—Será para usted un sufrimiento indecible.

—Sufriré por una buena causa.

—¡Sí, dar esto al mundo! Tiene que dejármela, tengo que leerla una y otra vez —suplicó la señora Alsager, levantándose y arrebatándole de las manos la copia, en cuyas tapas de papel gris verdoso identificaba él ahora todo un género—. ¿Y quién demonios va a hacerla? ¿Quién demonios va a ser capaz? —continuó, cerca de él, hojeándola. Antes de que pudiera responder, se había detenido en una de las páginas; giró el libro para señalarle un parlamento. El joven echó un vistazo donde le indicaba, y ella le rogó que lo repitiera: antes lo había leído de un modo admirable. Se lo sabía de memoria y volvió a recitárselo en voz baja (el pasaje tenía en verdad una cadencia que le agradaba), cerrando el libro que ella aún sostenía con la manó, y observando, con un irónico placer que esperaba que fuese perdonable, el aplauso en el rostro de su oyente—. Ah, ¿quién va a ser capaz de pronunciar unas frases así? —exclamó la señora Alsager—. ¿Qué actriz encontrará usted para este papel?

—¡Encontraremos a quien los haga todos!

—Pero no lo merecerán.

—Lo merecerán lo suficiente si lo desean lo suficiente. Yo trabajaré con ellos… Se lo inculcaré —hablaba como si hubiera estrenado veinte obras.

—¡Oh, eso será digno de ver! —se hizo eco la señora Alsager. —Pero primero tengo que encontrar un teatro. Tendré que buscar un empresario que crea en mí.

—Sí… ¡son tan idiotas!

—Imagínese usted la paciencia que voy a necesitar, lo que tendré que esperar y que aguantar —dijo Allan Wayworth—. ¿Me ve usted pregonándola por todo Londres?

—La verdad es que no… Su salud no lo resistiría.

—Pues es lo que voy a tener que hacer. Llegaré a viejo antes de verla estrenada.

—¡Yo no tardaré en llegar a vieja si no la veo! —exclamó la señora Alsager—. Conozco a uno o dos —musitó.

—¿Eso significa que hablará con ellos?

—Es cuestión de conseguir que se la lean. Eso podría hacerlo.

—No pido más. Pero hasta para eso voy a tener que esperar. Ella lo miró con la amabilidad de una hermana.

—¡No tendrá que esperar!

—¡Ah, mi queridísima señora! —murmuró Wayworth.

—Quizá usted podría esperar, ¡pero yo no! ¿Me dejará usted la copia? —insistió, volviendo a pasar las páginas.

—Por supuesto, tengo otra.

Todavía a su lado, leyó para sí misma algunos pasajes aquí y allá; luego, con una dulce voz, leyó otros en voz alta.

—¡Oh, ojalá fuera usted actriz! —exclamó el joven.

—Esto es lo último que soy. ¡Yo no hago comedia!

Nunca había tenido Wayworth tanto la impresión de que era su hada buena.

—¿Y quizá un poco de tragedia? —preguntó, con la levedad de una absoluta confidencia.

Ella se apartó, entonces, con una risa extraña y fascinante y un «¡Quizá eso le corresponda decidirlo a usted!». Pero antes de que él pudiera eludir tal responsabilidad, se había dado otra vez la vuelta, hablando de Nona Vincent como si se tratase de la más interesante de sus amigas y de su situación actual como si despertara irresistiblemente todas sus simpatías.

Nona Vincent era la heroína de la obra, y la señora Alsager se había encaprichado tremendamente con ella.

—¡No soy capaz de decir cuánto me gusta esa mujer! —exclamó en un ensimismado rapto de fe que sólo podía ser un bálsamo para el espíritu artístico.

—Me alegra horrores que esté un poco viva. Tengo la impresión de que se parece mucho a usted —observó Wayworth.

La señora Alsager clavó en él una fugaz mirada y se sonrojó pálidamente. Era evidente que esta perspectiva no lograba impresionarla; tampoco, sin embargo, se la tomó en broma.

—No tengo la sensación de parecerme. No me veo haciendo lo que ella hace.

—No se trata tanto de lo que hace —alegó el joven, estirándose el bigote.

—Pero lo que hace es lo fundamental. Sencillamente declara su amor… Yo nunca haría eso.

—Si repudia usted su proceder de ese modo tan tajante, ¿por qué le gusta que lo haga?

—No es por eso por lo que me gusta.

—¿Por qué, si no? Eso es enormemente representativo.

La señora Alsager meditó, mirando el fuego; daba la impresión de tener media docena de motivos donde elegir. Pero el que dio resultó inesperadamente elemental; habría podido incluso estar precipitado por la desesperación de no encontrar otro.

—¡Me gusta porque usted la creó! —exclamó, riendo, y alejándose otra vez.

Wayworth rió aún más fuerte.

—También usted ha sido un poco su creadora. Yo me la he imaginado parecida a usted.

—Debería parecerse a alguien mejor —dijo la señora Alsager—. No, la verdad, yo no haría lo que ella hace.

—¿Ni siquiera en las mismas circunstancias?

—Yo nunca me encontraría en esas circunstancias. Son las circunstancias precisas de su obra, y nada tienen en común con una vida como la mía. Sin embargo —continuó—, esa conducta era natural en ella, y no sólo natural, sino, en mi opinión, totalmente noble y hermosa. Yo no iba a ser capaz de apreciar con justicia el talento y el tacto con que usted nos hace aceptarla; y le digo con franqueza que para mí es evidente que a un joven que en sus comienzos ha sido capaz de un hallazgo así, le espera forzosamente un brillante porvenir. Gracias a Dios, ¡puedo admirar a Nona Vincent con el mismo entusiasmo con que sé que no me parezco a ella!

—No exagere —dijo Allan Wayworth.

—¿Mi admiración?

—Su falta de parecido. Ella tiene su rostro, su porte, su voz, sus movimientos; tiene muchos elementos de su ser.

—¡Pues va a ser la perdición de su obra! —replicó la señora Alsager. Bromearon un poco al respecto, aunque no fue en tono de chiste como la anfitriona de Wayworth indicó—: Tiene usted, en todo caso, una solución: encontrar a la mujer indicada para hacerla.

—Oh, «hacerla»… ¡«hacerla»! —se lamentó el joven, discretamente.

—Le comprendo, mi pobre amigo. Qué lástima, con lo magnífico que es el papel… ¡con la oportunidad que sería para una joven seria e inteligente! De Nona Vincent depende prácticamente toda la obra: quien la haga puede llevarla a buen puerto o hacerla naufragar por el camino.

—Es una perspectiva fascinante —dijo Allan Wayworth, con súbito escepticismo. Los dos intercambiaron una mirada con la que, por un espeluznante momento, vieron el más negro de los panoramas; pero no se despidieron sin antes comunicarse votos y promesas enteramente consagradas al ideal. No hay que creer, con todo, que por saber que la señora Alsager iba a ayudarle se sintiera Wayworth menos impaciente por ayudarse a sí mismo. Hizo cuanto estuvo en su mano, sabiendo que ella no estaba haciendo menos por su parte; pero al cabo de un año se vio obligado a admitir que de la unión de sus esfuerzos apenas había brotado otra cosa que la flor del desánimo. Al cabo de un año el lustre de su inapreciada obra maestra se había marchitado totalmente ante sus ojos, y el joven se encontró escribiendo para un diccionario biográfico pequeñas vidas de celebridades de las que nunca había oído hablar. Que le publicaran, en cualquier parte y de cualquier manera, era una forma de gloria para un hombre tan negado para los estrenos, y que le pagaran, incluso a precios de enciclopedia, tenía la virtud de volverle a uno resignado y prolijo. No podía meter en un diccionario estilo de contrabando, pero podía al menos llegar a la conclusión de que se había esforzado por aprender la lección de que el teatro es una grosera impertinencia en casi todas partes. Había llamado a las puertas de todas las salas de Londres, y, a un coste ruinoso, había multiplicado copias de Nona Vincent en sustitución de las pulcras transcripciones que habían descendido al abismo empresarial. La obra no era ni siquiera rechazada: ni el halago conseguía de una insinuación de que alguien se la hubiera leído. Lo que fueran a hacer los empresarios por la señora Alsager poco importaba ahora; lo importante era que no iban a hacer nada por él. Aquella encantadora mujer se veía arrastrada por el suelo, tan escasa había sido la repercusión de las autoridades en que confiaba. Ahora ninguno de los dos tocaba el tema, pero el joven trataba de ofrecerle una amistad aún más elevada, para que ella no pensara que acaso él pensaba que le había fallado. Wayworth todavía paseaba por Londres con sus sueños a cuestas, pero, como los meses pasaban y el año se le acababa sin poder hacer nada, no eran tanto sueños de gloria como de venganza. La gloria parecía una expresión descolorida como recompensa de su paciencia; alguna floritura feroz, algo sanguinolento se ajustaba más al caso. Su mayor consuelo siguió estando, sin embargo, en el concepto teatral; no fue hasta entonces cuando descubrió lo incurablemente enamorado que estaba de él. Al término de un segundo y estéril año, amaba él más sus infructuosas facultades por los ultrajes que parecían sufrir. En sus mejores momentos, vivía en un mundo de temas y situaciones; escribió otra obra, y la hizo tan diferente de su predecesora como sólo algo muy bueno podía ser. Quizá fuera algo muy bueno, pero, en cuanto la hubo confiado al limbo teatral, los hados ciegos no advirtieron la diferencia. Fue capaz, por último, de marcharse de Inglaterra durante tres o cuatro meses; se fue a Alemania, a cumplir con la visita que desde hacía tiempo debía a su madre y sus hermanas.

Poco antes de la fecha que se había fijado para regresar, recibió de la señora Alsager un telegrama que decía: «Loder quiere verle. Ensayos Nona inmediatamente». Dedicó las pocas horas previas a su marcha a dar besos a su madre y sus hermanas, las cuales sabían lo suficiente de la señora Alsager para pensar que era una suerte que esa respetable mujer casada no se encontrara en aquel lugar… un alivio al que, no obstante, acompañaron especulativas prospecciones sobre Londres y el día de mañana. Loder, como sabía nuestro joven, significaba el nuevo Renaissance, pero aunque llegó por la noche no fue a este oportuno y moderno teatro adonde dirigió sus primeros pasos. Era tarde, pero pasó una hora con la señora Alsager, una hora llena de estremecimientos y cálculos. Ella le dijo que el señor Loder era un hombre encantador, que había aceptado la obra simplemente tal como era; tenía esperanzas en ella, lo cual, además, viniendo de un pesimista profesional, podía casi calificarse de extático. Se había formado el reparto, con cierto margen para las objeciones, y Violet Grey iba a ser la heroína. En su ausencia, esta actriz había sido capaz de dar una buena muestra de su arte en aquel viejo y tenebroso teatro que era el Legitimate; la obra era un torpe réchauffé, pero ella al menos había estado natural. Wayworth recordaba a Violet Grey: ¿acaso no se había pasado dos años, en una denodada operación de «busca y captura», rastreando los teatros de Londres a la caza de futuros intérpretes? Hasta el momento no había cazado muchos, y esta joven dama en ningún momento se había colado en su red. Era guapa y era singular, pero nunca se la había imaginado en el papel de Nona Vincent, y ni siquiera se había sentido atraído por lo que ya se consideraba lo bastante iniciado en la profesión para llamar su personalidad artística. La señora Alsager tenía otra opinión: declaró haberse sentido no poco impresionada por algunos matices suyos. La joven estaba interesante en lo del Legitimate, y el señor Loder, que le tenía puesto el ojo encima, la describía como una mujer ambiciosa e inteligente. Tenía unas ganas increíbles de hacer carrera… ¡y algunas de esas señoritas eran tan perezosas! Wayworth se mostraba escéptico: había visto a la señorita Violet Grey, que era terriblemente itinerante, en una docena de teatros pero en una sola faceta. Nona Vincent tenía una docena de facetas pero un solo teatro; y aun así ¡con qué febril curiosidad se prometió observar a la actriz al día siguiente! Dar vueltas ahora al asunto en compañía de la señora Alsager parecía cobrar las mismísimas proporciones de un ensayo. La cercana perspectiva del estreno aconsejaba incluso no hacer ni una sola pregunta; hasta la primera noche, quería andar de puntillas, sólo pondría la condición de que se respetara su texto, y se daba cuenta de que no iba ni a pestañear siquiera si el escenógrafo le adjudicaba un viejo decorado con paneles de roble.

Cobró conciencia, al día siguiente, de que los peligros iban a ser otros, aunque no habría sido capaz de decir en qué exactamente iban a consistir. El peligro acechaba, sin duda… el peligro acechaba en todas partes, en el mundo del arte, y en el mundo de los negocios aún más; pero lo que en realidad creía percibir, por el momento, era el batir de las alas del triunfo. Nada podía socavar este principio, desde el momento en que era un triunfo el mero hecho de ser representado. Iba a ser un triunfo hasta si se le representaba mal: una reflexión que no le impidió, pese a todo, proscribir, en su política de optimismo, la palabra «mal» del vocabulario. No tenía aplicación, en el compromiso de la práctica; no la tenía siquiera a su obra, a la que era consciente de haber ya sobrevivido y para la que predecía, en el curso de las próximas semanas, un estado de ánimo repartido entre frecuentes zozobras y satisfacciones frecuentes. Cuando bajó a la penumbra diurna del teatro (y aquella bóveda se cernía sobre él como el templo de la fama), el señor Loder, tan encantador como había anunciado la señora Alsager, se le apareció como el espíritu de la hospitalidad. El empresario empezó a explicar por qué había tardado tanto en dar señales; pero eso, ahora, era lo que menos interesaba a Wayworth, y después nunca podría recordar qué motivos había enumerado. De todo este asunto de las discusiones y preparativos, le gustaron hasta las cosas que había pensado que probablemente no le iban a gustar, y con las que sí había pensado que lo iban a hacer se deleitó a voluntad. Aquella noche observó a la señorita Violet Grey con ojos ávidos de penetrar en sus posibilidades. Cierto era que no carecía de ellas: cualidades de dicción y de rostro, cualidades hasta de inteligencia, tal vez; en cualquier caso permaneció en su asiento con una atención favorable, halagüeña, repitiéndose una y otra vez, con toda la convicción de que era capaz, que no era una mujer común… una circunstancia tanto más esperanzadora por cuanto el papel que representaba sí se lo parecía, desesperadamente. Se daba cuenta de que ésa era la razón de que al público le gustase; tenía el presentimiento de que disfrutaban más del papel que de la actriz. Y sentía pánico para sus adentros al preguntarse cómo, si ése era el género que les gustaba, iba a poder gustarles el suyo. Su propio género había pasado a ser, para él, la idea fundamental. Para cuando la velada hubo concluido, algunos rasgos de la señorita Violet Grey, diversos trazos de su perfil, cierta vibración de la voz, se habían ganado un sitio en la misma categoría. Era interesante, era distinguida; dicho de otro modo, la había aceptado: venía a ser lo mismo. Pero esa noche se marchó del teatro sin hablar con ella: obligado (incluso un poco confundido) por un extraño impulso de dilación. Por la mañana iba a leer los tres actos ante la compañía, y entonces iba a tener mucho que decir; lo que de momento sentía era una vaga resistencia a comprometerse. Encontró, además, un leve motivo de perplejidad y fastidio en el hecho de que, aunque se había pasado la noche intentando ver a Nona Vincent en la persona de Violet Grey, lo que había acabado prevaleciendo había sido la visión de Violet Grey en la persona de Nona. No era su deseo ver a la actriz de esa forma tan directa, ni tan simple siquiera; y había sido muy fatigoso el esfuerzo de concentrarse en Nona con los medios que le ofrecían, no sólo la intérprete sino también el Legitimate. Antes de acostarse, esa misma noche echó al correo dos palabras para la señora Alsager: «No lo es ni de lejos, pero quizá yo consiga que lo sea».

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