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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (11 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Exceptuándola a usted, mi querida señora…

—¡Yo! Oh, sí, claro. ¡Esta es mi maldición!

Y en seguida se alejó rápidamente para unirse al resto de nuestro grupo. Regresé a la casa con paso vacilante y a cierta distancia de los demás, porque tenía muchas cosas que meditar. ¿A quién había visto y por qué la aparición —que volvió a surgir en mi memoria —con claridad— era invisible a los otros? Si se había hecho una excepción para la señora Marden, ¿por qué ello debía considerarse como una maldición y por qué tenía yo que compartir un honor tan dudoso? Esta súplica, que no salió de mi pecho, sin duda me hizo permanecer muy silencioso durante el almuerzo. Después de comer salí a la vieja terraza para fumar un cigarrillo; pero apenas había dado una o dos vueltas cuando sorprendí la cara de la señora Marden tras la ventana de una de las salas que daba a la terraza de losas irregulares. Me recordó la misma presencia fugitiva, detrás de los cristales, en Brighton, el día en que encontré a Charlotte y la acompañé a su casa. Pero esta vez mi enigmática amiga no desapareció; golpeó con los nudillos en los cristales y me hizo señas de que entrase. Era una estancia pequeña y más bien rara, una de las muchas salitas de recibir que había en la planta baja de Tranton; la llamaban la sala india y era de un estilo denominado oriental: tumbonas de bambú, biombos de laca, farolillos con largos flecos y extraños ídolos dentro de vitrinas, objetos todos ellos que no son los más propicios para contribuir a la sociabilidad. El lugar era poco frecuentado y cuando entré estábamos solos.

Apenas aparecí, me dijo:

—Por favor, dígame una cosa: ¿está usted enamorado de mi hija?

Lo cierto es que hice una pequeña pausa antes de responder:

—Antes de contestar a su pregunta, ¿sería usted tan amable de decirme qué es lo que la ha hecho pensar en esto?

No creo haberme mostrado muy explícito.

La señora Marden, que me contradecía con sus ojos hermosos e inquietos, no atendió a la pregunta que le había formulado; siguió hablando con gran apasionamiento:

—¿No le dijo nada a mi hija cuando iban a la iglesia?

—¿Qué le hace pensar que le dije algo?

—Pues el hecho de que usted le viera.

—Que viera ¿a quién, mi querida señora Marden?

—Oh, bien lo sabe usted —respondió con gravedad, incluso con un pequeño matiz de reproche, como si yo tratase de humillarla obligándola a nombrar lo innombrable.

—¿Se refiere al caballero del cual me hizo usted aquel comentario tan extraño en la iglesia, el que se sentó en nuestro banco?

—¡Le ha visto, le ha visto! —dijo en un jadeo, con una curiosa mezcla de consternación y de alivio.

—Naturalmente que le he visto, y usted también.

—Son dos cosas distintas. ¿Lo sintió usted como algo inevitable?

Nuevamente me quedé perplejo.

—¿Inevitable?

—El que usted le viera.

—Evidentemente, dado que no soy ciego.

—Hubiese usted podido serlo. Todos los demás lo son.

Yo no podía estar más desconcertado y se lo confesé con toda franqueza a mi interlocutora, pero la situación distó mucho de aclararse cuando ella exclamó:

—¡Sabía que usted le vería desde que se enamoró de veras de ella! Sabía que ésta iba a ser la prueba, ¿que digo?, la confirmación.

—Este estado maravilloso, ¿comporta, pues, trastornos tan inusitados? —pregunté sonriendo.

—Juzgue usted mismo. ¡Le ve, le ve! —exclamó exultante—. Y le volverá a ver.

—No tengo nada que objetar, pero me interesaría más por él si tuviese usted la amabilidad de decirme quién es.

Esquivó mi mirada, pero luego la afrontó deliberadamente.

—Se lo diré si antes me cuenta usted lo que ha dicho a mi hija camino de la iglesia. —¿Acaso ella le ha dicho que yo le dije algo?

—¿Necesito que me lo dijera? —preguntó vivamente.

—¡Ah, sí, ya recuerdo! ¡Sus intuiciones! Pero lamento decirle que esta vez han fallado. Porque la verdad es que a su hija no le dije absolutamente nada fuera de lo normal.

—¿Está usted bien seguro?

—Le doy mi palabra de honor, señora Marden.

—Entonces, ¿considera usted que no está enamorado de mi hija?

—¡Esta es otra cuestión! —dije riendo.

—¡Lo está, lo está! Si no lo estuviera no le hubiese visto.

—Pero, vamos a ver, ¿quién demonios es, señora? —pregunté ya un poco irritado.

No obstante, por toda respuesta siguió formulándome preguntas.

—Al menos, ¿sentía usted el deseo de decirle algo, no estuvo casi a punto de decírselo?

Bueno, aquello sonaba más sensato; justificaba las famosas intuiciones.

—Ah, «casi a punto» sería la expresión exacta… diga usted que faltó bien poco. Aún no sé lo que me impidió hablar.

—Con eso basta y sobra —dijo la señora Marden—. Lo importante no es lo que dice, sino lo que siente. Esto es lo que le mueve a él.

Había acabado por enojarme con sus reiteradas alusiones a una identidad que aún no se había aclarado, y junté las manos en una posición de súplica que ocultaba realmente una gran impaciencia, una viva curiosidad e incluso las primeras y breves palpitaciones de un cierto terror sagrado.

—Por lo que más quiera, le ruego que me diga de quién está hablando.

Ella levantó los brazos, desvió la mirada, como si quisiera librarse a un tiempo de cualquier sentimiento de reserva y de toda responsabilidad, y dijo:

—De Sir Edmund Orme.

—¿Y puede saberse quién es Sir Edmund Orme?

Al oír mis palabras se sobresaltó.

—¡Silencio! Ahí vienen.

Siguiendo la dirección de su mirada, vi a Charlotte en la terraza, al otro lado de la ventana, y entonces su madre añadió como una patética advertencia:

—¡Haga como si no le viera! Como si no le viera nunca.

La joven, que se había puesto las manos sobre los ojos a modo de visera, miraba hacia el interior de la sala y, sonriendo, nos hacía señas a través del cristal para que la dejáramos entrar; yo me dirigí hacia la puerta y la abrí. Su madre se apartó y ella entró en la sala con una burlona frase de provocación:

—¿Puede saberse qué conspiran aquí los dos?

Se había hablado de un proyecto —he olvidado cuál— para aquella tarde, y se necesitaba la participación o el consentimiento de la señora Marden, ya que mi adhesión se daba como segura, y la joven había recorrido la mitad de la casa buscándola. Me turbó ver que la madre estaba muy nerviosa; y cuando se volvió para ir al encuentro de su hija disimuló su turbación bajo un cierto aire de extravagancia, arrojándose al cuello y abrazándola. Para atraer la atención de Charlotte, exageré mi galantería:

—Estaba solicitando su mano a su madre.

—¿De veras? ¿Y se la ha concedido? —preguntó muy risueña.

—Estaba a punto de hacerlo cuando la hemos visto a usted.

—Bueno, yo termino en seguida… y les dejo libres.

—¿Te gusta, Charlotte? —preguntó la señora Marden con un candor que yo no esperaba.

—Resulta difícil contestar delante de él, ¿no? —replicó la encantadora muchacha, aceptando el tono humorístico de la situación, pero mirándome como si no le gustara en absoluto.

Hubiera tenido que contestar delante de otra persona más, pues en aquel momento entraba en la salita viniendo de la terraza —la puerta se había quedado abierta— un caballero al que yo no había visto hasta aquel mismo instante. La señora Marden había dicho: «Ahí vienen», pero parecía como si hubiese seguido a su hija a cierta distancia. Le reconocí en el acto como el mismo personaje que se había sentado al lado nuestro en la iglesia.

Esta vez le vi mejor, su extraño rostro y su no menos extraña actitud. Le llarno personaje porque, sin saber la razón, uno tenía la impresión de que había entrado en la estancia un príncipe reinante. Se movía con una indescriptible solemnidad, como si fuese distinto de los demás. Pero me miraba con fijeza y gravedad, hasta que me pregunté qué esperaba de mí. ¿Acaso creía que debía doblar la rodilla y besarle la mano? Luego posó la misma mirada sobre la señora Marden, pero ella sabía lo que debía hacer. Una vez superado el primer impulso de nerviosismo, no dio la menor muestra de haber advertido su presencia; entonces recordé la apasionada súplica que me había hecho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para imitarla, pues aunque no supiese nada de él excepto que era Sir Edmund Orme, su presencia actuaba como una intensa llamada, casi como una coacción.

Estaba allí sin hablar, era un joven pálido y apuesto, pulcro y bien afeitado, con ojos de un inusitado color azul desvaído y un aire anticuado, como un retrato de tiempo atrás, en su aspecto y la manera de peinarse. Iba de luto riguroso —inmediatamente uno se daba cuenta de que vestía muy bien— y llevaba el sombrero en la mano.

Volvió a mirarme con una singular intensidad, como nadie en el mundo me había mirado hasta entonces; y recuerdo que sentí frío en la espalda y que deseé que dijera algo. Nunca un silencio me había parecido tan insondable. Desde luego, ésta fue una impresión intensa y rápida; pero durante este tiempo sólo habían transcurrido unos pocos instantes, como comprendí súbitamente por la expresión de Charlotte Marden, cuyos asombrados ojos se posaban alternativamente en su madre y en mí —él nunca la miraba y ella no parecía verle—, hasta que exclamó:

—Pero ¿qué es lo que les pasa? ¿Por qué ponen esas caras tan raras?

Sentí que el color volvía a mi rostro, y ella continuó:

—¡Se diría que han visto un espectro!

Yo era consciente de que me había puesto muy rojo. Sir Edmund Orme nunca enrojecía y yo estaba seguro de que ninguna turbación podía afectarle. Había conocido a personas así, pero nunca a alguien con una indiferencia tan total.

—No seas impertinente y diles a todos que ahora voy a reunirme con ellos —dijo la señora Marden con gran dignidad, pero con un temblor de voz que capté.

—Y usted… ¿va a venir? —preguntó la joven volviéndose.

Yo no respondí, acogiéndome a la vaga sensación de que la pregunta iba dirigida a su acompañante. Pero él estaba más silencioso que yo, y cuando Charlotte llegó a la puerta de la terraza —ya que iba a salir por allí—, se detuvo, con la mano en el picaporte, y me miró repitiendo la pregunta. Asentí y me precipité hacia ella para abrirle la puerta, y mientras salía me dijo burlonamente:

—Está usted ido; no tendrá mi mano.

Cerré la puerta y me volví, comprobando entonces que Sir Edmund Orme, mientras yo le daba la espalda, se había retirado. La señora Marden seguía allí, de pie, y nos miramos largamente el uno al otro. Sólo entonces, mientras la muchacha se alejaba con ágiles pasos, comprendí que su hija no se había dado cuenta de nada de lo que había ocurrido. Por extraño que parezca, fue eso lo que me sobresaltó violentamente, y no el que yo hubiera visto a nuestro visitante, cosa que me parecía lo más natural del mundo. Aquello me hizo evocar vívidamente que ella tampoco había advertido su presencia en la iglesia, y los dos hechos juntos —ahora que ya habían pasado— hicieron que mi corazón latiera con violencia. Me sequé el sudor de la frente y la señora Marden dejó escapar un leve gemido quejumbroso:

—Ahora ya conoce usted mi vida… ahora ya conoce usted mi vida.

—Pero, en nombre del Cielo, ¿qué es?

—Un hombre a quien hice daño.

—¿Cómo ocurrió eso?

—¡Oh, fue algo horrible! Hace ya mucho tiempo.

—¿Mucho tiempo? Pero si es muy joven.

—¡Joven! ¿Joven? —exclamó la señora Marden—. Nació antes que yo.

—Pero entonces ¿cómo puede tener este aspecto?

Se me acercó, puso la mano sobre mi brazo y en su rostro vi una expresión que me sobrecogió.

—Pero ¿no lo entiende usted? ¿no lo siente? —me dijo con gran vehemencia.

—¡Lo que siento es una sensación muy extraña! —dije riendo, pero comprendí que en mi voz había algo que me traicionaba.

—¡Está muerto! —dijo la señora Marden, con la cara muy pálida.

—¿Muerto? —exclamé jadeando—. Entonces ese caballero era…, —no pude pronunciar ni una palabra más.

—Llámele como prefiera… hay muchísimos nombres vulgares. Es una presencia perfecta.

—¡Una presencia espléndida! —exclamé—. ¡La casa está encantada, encantada! —me exaltaba articulando esta palabra, como si resumiese todo lo que yo siempre había soñado.

—No es la casa, no, por desgracia —contestó ella, en seguida—. La casa no tiene nada que ver.

—Entonces es usted, mi querida señora —dije como si esta alternativa fuese aún mejor.

—No, tampoco yo. Ojalá fuese yo.

—Tal vez se trate de mí —sugerí con una débil sonrisa.

—Se trata de mi hija… mi inocente, sí, mi inocente hija.

Y al decir eso la señora Marden se derrumbó. Se dejó caer en un sillón y prorrumpió en lágrimas. Balbuceé una pregunta, le dirigí ruegos desconcertados, pero ella se negó a responder de un modo inesperado y tenso. Yo insistí: ¿no podía ayudarla, no podía intervenir de alguna manera?

—Usted ya ha intervenido —dijo entre sollozos—. Ya está dentro, ya está dentro.

—Pues me alegra mucho intervenir en algo tan extraordinario —afirmé audazmente.

—Le guste o no le guste, no tiene elección.

—No quiero quedarme al margen… es demasiado interesante.

—Me alegra saber que se lo toma así —se había apartado de mí, apresurándose a enjugarse los ojos—. Y ahora váyase.

—Pero quiero saber más.

—Ya verá todo lo que quiera. ¡Váyase!

—Pero es que quiero entender lo que veo.

—¿Cómo va usted a entenderlo… si yo misma no lo entiendo? —exclamó con aire desesperado.

—Lo intentaremos juntos… y lo aclararemos.

Se levantó haciendo todo lo posible para borrar el rastro de sus lágrimas.

—Sí; será mejor que nos unamos… por eso me gustó usted.

—¡Oh, lo pondremos en claro! —le dije.

—Entonces debe usted aprender a dominarse mejor.

—Se lo prometo, se lo prometo… lo conseguiré con la práctica.

—Ya se acostumbrará —dijo mi amiga en un tono que nunca olvidaré—. Ahora vaya a reunirse con los demás; yo iré en seguida.

Salí a la terraza pensando que tenía un papel en aquella historia. No temía en absoluto otro encuentro con la «presencia perfecta», como ella le había llamado, en conjunto más bien notaba un sentimiento de placer.

Deseaba que volviera a repetirse mi buena suerte. Me sentía muy bien dispuesto a acoger las nuevas impresiones. Di la vuelta a la casa tan aprisa como si esperase sorprender a Sir Edmund Orme. Aquella vez no le sorprendí, pero el día no iba a terminar sin que tuviese que reconocer que, como había dicho la señora Marden, le vería tantas veces como yo quisiera.

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