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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (12 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Hicimos, o, mejor dicho, la mayor parte de nosotros hizo, el paseo colectivo y sociable que en las casas de campo inglesas es —o era en aquellos tiempos— el pasatiempo obligado de las tardes de domingo. Teníamos que ajustar nuestro paso a las posibilidades de las señoras; además las tardes eran cortas y a las cinco ya estábamos reponiendo fuerzas al lado del fuego en el salón grande, con una vaga aprensión, al menos por mi parte, de que hubiéramos podido hacer algo más para merecer nuestro té. La señora Marden había dicho que iría con nosotros, pero no había comparecido; su hija, que la había visto antes de que saliéramos, se había limitado a darnos por toda explicación que estaba cansada. Siguió sin dejarse ver durante toda la tarde, pero concedí poca importancia a este detalle, como tampoco se la di al hecho de no haber podido estar con Charlotte, ni siquiera durante cinco minutos, en el curso de todo nuestro paseo. Estaba demasiado absorto con otra cuestión para que aquello me preocupara; sentía bajo mis pies el umbral de una puerta extraña, en mi vida, que de pronto se había abierto y de la que salía un aire tan sutil como nunca lo había respirado y de un sabor más fuerte que el vino.

Había oído hablar muchas veces de apariciones, pero era muy distinto haber visto una, y saber que había muchas probabilidades de verla habitualmente, por así decirlo, de nuevo. La estaba acechando como un piloto el resplandor de una luz giratoria, preparándome para generalizar acerca de este terrorífico tema, y a decir al primero que se presentase que los fantasmas eran mucho menos inquietantes y mucho más divertidos de lo que suele suponerse. Sin duda alguna estaba muy excitado. No acertaba a comprender la causa del privilegio que se me había conferido, la excepción en el sentido de un ensanchamiento místico de visión hecha en mi favor. Al mismo tiempo creo que comprendí la ausencia de la señora Marden, que venía a ser, pensé, como una glosa a lo que me había dicho: «Ahora ya conoce usted mi vida». Probablemente había tenido que sufrir a nuestro fantasma durante años, y al carecer de mi firmeza, aquello había sido demasiado para ella. Sus nervios no lo habían soportado, aunque aún había sido capaz de afirmar que, en cierto modo, uno se acostumbraba. Ella se había acostumbrado a darse por vencida.

El té de la tarde, cuando se hacía la oscuridad muy pronto, era una hora deliciosa en Tranton; el resplandor de las llamas danzaba por el amplio salón blanco del siglo pasado; las afinidades casi se confesaban por sí mismas, todo el mundo se demoraba, antes de vestirse para la cena, en hondos sofás, todavía con las botas enfangadas, para cambiar unas últimas palabras después de los paseos; e incluso si alguien se absorbía solitariamente en el tercer volumen de una novela que algún otro estaba deseando leer, la cosa podía pasar como una muestra de afabilidad. Estuve esperando el momento oportuno y abordé a Charlotte cuando vi que estaba a punto de retirarse. Las señoras ya habían salido del salón una a una, y después de haberme dirigido especialmente a ella, los tres hombres que aún quedaban cerca se fueron dispersando poco a poco. Sostuvimos una breve charla muy descosida —ella tal vez estaba muy inquieta, y bien sabe Dios que yo sí lo estaba— y después me dijo que tenía que irse porque no quería llegar tarde a la cena. Le demostré que aún faltaba mucho tiempo y ella objetó que de todos modos quería subir a ver a su madre, ya que temía que se encontrara indispuesta.

—Al contrario, yo le aseguro que se encuentra mejor de lo que se ha encontrado en mucho tiempo —dije—. Ha comprendido que puede confiar en mí y esto le ha hecho mucho bien.

La señorita Marden se había vuelto a dejar caer en su sillón, yo seguía de pie ante ella, y la joven levantaba los ojos hacia mí, sin sonreír, con una oscura congoja en su hermosa mirada; no exactamente como si yo la estuviera hiriendo, sino como si ya no estuviera dispuesta a seguir tratando lo que había ocurrido como una broma —fuera lo que fuese no era nada que se prestase a una solemnidad excesiva— entre su madre y yo. Pero yo podía responder a sus interrogantes con toda afabilidad y franqueza, ya que en el fondo era consciente de que la pobre señora había descargado una parte de su carga sobre mí y que se sentía relativamente aliviada y tranquilizada.

—Estoy seguro de que ha dormido toda la tarde como hacía años que no dormía —seguí diciendo—. No tiene más que preguntárselo.

Charlotte volvió a levantarse.

—Se las da usted de muy útil.

—Todavía dispone de más de un cuarto de hora —dije—. ¿No tengo derecho a charlar con usted de esta manera, a solas, cuando su madre me ha concedido su mano?

—¿Y ha sido la madre de usted la que me ha concedido su mano? Se lo agradezco mucho, pero no la quiero.

Opino que nuestras manos no pertenecen a nuestras madres… ¡yo diría que son bien nuestras! —terminó riendo la joven.

—¡Siéntese, siéntese y déjeme hablarle! —le rogué.

Yo seguía de pie, insistiendo, con la esperanza de que accediese a lo que le pedía. Ella miraba a su alrededor, dirigiendo vagamente sus ojos en una u otra dirección, como bajo los efectos de una coacción que le resultase ligeramente penosa. El salón desierto estaba silencioso… oíamos el sonoro tictac del gran reloj. Entonces lentamente se sentó y yo acerqué una silla. Quedé ahora frente a la chimenea y al hacer este movimiento descubrí con estupor que no estábamos solos. Al cabo de un instante, aunque ello sea tan extraño que no acierto a explicármelo, mi turbación en vez de ir en aumento desapareció, ya que la persona que estaba ante la chimenea era Sir Edmund Orme. Estaba allí igual que le había visto en la sala india, mirándome con una fijeza inexpresiva que debía su gravedad a su sombría elegancia. Ahora sabía mucho más de él y tuve que reprimir un ademán de reconocimiento, algo que atestiguase su presencia. Una vez estuve seguro de ella y de que se prolongaba, la sensación de que Charlotte y yo no estábamos solos me abandonó; por el contrario, la sensación que tuve fue la de que aquello nos unía más. Ella no era sensible a ninguna influencia de nuestro compañero, e hice un esfuerzo muy grande, que puedo considerar como casi fructífero, para ocultarle que mi capacidad sensitiva era distinta a la suya y que mis nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un arpa. Digo «casi fructífero» porque ella me miró un momento mientras las palabras no acababan de salir de mis labios— de una manera que me hizo temer que iba a volver a decirme, como me había dicho en la sala india: «Pero, ¿qué es lo que le pasa?»

Lo que me pasaba me apresuré a decírselo, porque cuando lo comprendí plenamente me avasalló junto con la conmovedora visión de la inconsciencia de ella. La joven resultaba conmovedora en presencia de aquel extraordinario augurio. Si auguraba peligro o desdicha, felicidad o castigo, eso era secundario; lo único que yo veía, mientras la tenía sentada enfrente, era que, inocente y encantadora, estaba al borde de algo horroroso, seguramente así lo hubiera llamado, que en aquel momento permanecía oculto para ella, pero que podía mostrársele de un momento a otro. Descubrí que a mí no me preocupaba… o que al menos era una preocupación soportable; pero era muy posible que sí le afectase a ella, y si todo aquello era curioso e interesante, podía convertirse fácilmente en aterrador. Si no me preocupaba por mí mismo más tarde comprendí que era sobre todo porque estaba absorto con la idea de protegerla. De pronto, al pensar en ello, mi corazón empezó a palpitar con fuerza; decidí hacer todo lo que pudiera para conseguir que sus sentidos no se abriesen.

Quizá me hubiera sido difícil orientarme en cuanto a mi proceder si, a medida que pasaban los minutos, no me hubiera ido haciendo cada vez más consciente de que la quería. La única manera de salvarla era quererla, y la mejor manera de quererla era decírselo inmediatamente. Sir Edmund Orme no me lo impidió y al cabo de un momento nos volvió la espalda y se quedó contemplando discretamente el fuego de la chimenea. Al cabo de unos instantes apoyó la cabeza sobre un brazo contra el delantero de la chimenea, en una postura de progresivo abatimiento, como un espíritu más apesadumbrado que discreto. Charlotte Marden se levantó bruscamente cuando empezó a oírme, se puso en pie rápidamente como para huir de mis palabras; pero no se consideró ofendida; el sentimiento que yo estaba expresando era demasiado sincero. Se limitó a pasear de un lado a otro de la estancia con un murmullo de desaprobación, y yo estaba tan ocupado en tratar de ganar terreno, por pequeño que fuese, que no reparé en la manera como Sir Edmund Orme desaparecía. Pero de pronto descubrí que su lugar estaba vacío. Aquello no cambió nada pues no me había molestado en lo más mínimo; sólo recuerdo que me impresionó súbitamente, como algo inexorable, el lento y triste saludo con la cabeza que me dirigió Charlotte.

—No pido que me dé una respuesta ahora mismo —le dije—; sólo quisiera poder estar seguro… de que usted sabe la suma importancia de lo que acabo de decirle.

—¡Oh, no pienso darle una respuesta ni ahora ni nunca! —replicó—. Odio esta conversación; se lo ruego… ¿sería posible que me quedara sola?

Pero luego, como para mí hubiera podido sonar un poco duro este irreprimible grito, tan sincero, de la beldad asediada, añadió, con una rápida y vaga amabilidad, en el momento de abandonar el salón: —Gracias, gracias… se lo agradezco muchísimo.

En la cena fui lo suficientemente generoso como para alegrarme por ella de que, al sentarse en el mismo lado de la mesa que yo, no pudiera verme. Su madre estaba casi enfrente de mí y muy poco después de que nos sentáramos la señora Marden me dirigió una larga y penetrante mirada que expresaba en un grado máximo nuestra extraña comunión. Desde luego significaba «me lo ha contado», pero también significaba otras cosas.

En cualquier caso, sé bien que mi muda respuesta quería decir: «¡He vuelto a verle, he vuelto a verle!». Todo ello no impidió que la señora Marden tratara a sus vecinos de mesa con su habitual y escrupulosa amabilidad.

Después de cenar, cuando los hombres se reunieron con las mujeres en el salón, y yo me dirigí directamente a ella para decirle lo mucho que deseaba, me dijo al momento en voz baja, fijando la vista en su abanico que abría y cerraba sin cesar:

—Está aquí… está aquí.

—¿Aquí? —miré a mi alrededor, pero sin verle.

—Mire donde está ella —dijo la señora Marden, con un levísimo matiz de acritud.

En realidad Charlotte no estaba en el salón principal, sino en otro más pequeño que había al lado y al que se llamaba la sala de la mañana. Di unos pasos y vi por una puerta abierta que estaba de pie en medio de la sala, conversando con tres caballeros que casi puede decirse que me volvían la espalda. Por un momento mi búsqueda pareció infructuosa; luego comprendí que uno de los caballeros —el de en medio— no podía ser más que Sir Edmund Orme. Esta vez me pareció asombroso que los demás no le vieran. Charlotte parecía estar mirándole cara a cara y dirigirse a él. Sin embargo, al cabo de un momento me vio e inmediatamente abandonó el grupo. Volví al lado de su madre con el creciente temor de que la joven pudiera creer que la estaba vigilando, lo cual hubiese sido injusto. La señora Marden había encontrado un pequeño sofá un poco apartado y me senté junto a ella. Tenía tantas ganas de hacerle varias preguntas que hubiera deseado que nos encontrásemos de nuevo en el salón indio. No obstante, en seguida comprendí que el lugar era lo suficientemente discreto. Nos comunicábamos de un modo tan íntimo y completo, y con una reciprocidad tan silenciosa, que ello nos bastaba en cualquier circunstancia.

—Sí, está aquí —dije—; y hacia las siete y cuarto estaba en el salón principal.

—En aquel momento lo sabía… ¡y me he alegrado tanto! —respondió sin ambages.

—¿Dice que se ha alegrado?

—Que esta vez se tratara de usted y no de mí. Es un gran alivio.

—¿Ha dormido toda la tarde? —pregunté.

—Como no podía dormir hacía meses. Pero, ¿cómo lo sabe?

—Del mismo modo, supongo, que usted ha sabido que Sir Edmund estaba en el salón. Evidentemente ahora cada uno de nosotros sabe cosas… cuando le están ocurriendo al otro.

—Cuando le están ocurriendo a él —me corrigió la señora Marden—. Es maravilloso que usted se lo tome así —añadió con un largo y suave suspiro.

—Lo tomo —repliqué inmediatamente— como un hombre que está enamorado de su hija.

—Claro, claro. —Por intenso que fuese el sentimiento mío por la muchacha, no pude por menos de reírme un poco por el tono con que pronunció estas palabras, y ella inmediatamente añadió:

—De no ser así, no le hubiera usted visto.

A decir verdad, apreciaba en su justo valor mi privilegio, pero tenía que hacer una objeción. —¿Acaso le ven todos los que se enamoran de ella? Porque deben de ser docenas.

—Los demás no se han enamorado de ella como usted.

Comprendí lo que quería decir y no pude por menos de aprobarlo.

—Naturalmente, sólo puedo hablar por mí mismo… y antes de la cena he encontrado una ocasión propicia para hacerlo.

—Me lo ha dicho apenas me ha visto —replicó la señora Marden.

—Y ¿puedo tener alguna esperanza, alguna posibilidad?

—Yo no deseo otra cosa y rezo por ello.

La dolorosa sinceridad de esta confesión me emocionó.

—Ah, ¿cómo podría agradecérselo? —murmuré.

—Creo que todo esto pasará… si ella le quiere a usted —siguió diciendo la pobre mujer. —¿Que todo esto pasará? —yo estaba un poco confuso.

—Quiero decir que entonces nos libraremos de él… que nunca más volveremos a verle. —Oh, si ella me quiere, no me importa volver a verle a menudo —repliqué francamente.

—Ah, usted se lo toma mejor de lo que yo he podido tomármelo —me dijo—. Tiene usted la suerte de no saber… de no comprender.

—Ciertamente que no. Pero, ¿se puede saber qué es lo que quiere?

—Quiere hacerme sufrir —al decir estas palabras volvió hacia mí su palidísimo rostro, y por vez primera vi con toda claridad que si ésta había sido la intención de nuestro visitante, había logrado por completo su propósito—.

Por lo que yo le hice —explicó.

—¿Y qué le hizo usted?

Me dirigió una mirada inolvidable.

—Le maté.

Como yo le había visto a cincuenta yardas de distancia cinco minutos antes, estas palabras me hicieron sobresaltar.

—Sí, le he impresionado a usted; tenga cuidado. Sigue estando aquí, pero se dio la muerte. Le destrocé el corazón… él creyó que yo era espantosamente mala. Nosotros debíamos casarnos, pero rompí mi compromiso…en el último momento. Conocí a alguien que me atrajó más; ésta fue la única razón. No fue por interés ni por dinero ni por vanidad ni por ningún otro motivo bajo. El lo tenía todo. Fue sencillamente que me enamoré del comandante Marden. Cuando le conocí estaba enamorada de Edmund Orme; mi madre y mi hermana mayor, ya casada, lo habían arreglado todo. Pero él me quería, y yo sabía —¡quiero decir que casi sabía!— hasta qué punto era grande su amor. Pero le dije que eso no me importaba, que no podía casarme con él, que nunca me casaría con él. Le rechacé y él ingirió no sé qué droga o licor abominable que tuvo consecuencias fatídicas. Fue espantoso, fue horrible, le encontraron en este estado… murió entre sufrimientos. Me casé con el comandante Marden, pero no sin dejar transcurrir cinco años. Fui feliz, completamente feliz… el tiempo lo borra todo. Pero cuando mi marido murió empecé a verle.

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