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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (8 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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De pie en la hierba, inclinado sobre su bastón, bajo las estrellas vacilantes, encontré al capitán Diamond, que me miró fijamente por unos momentos, pero no me hizo pregunta alguna. Luego se aproximó a la puerta y la cerró. Cumplida esta ceremonia, procedió a la otra —hizo su reverencia como un sacerdote ante un altar— y sin prestarme más atención, se fue.

Unos días más tarde, suspendí mis estudios y me fui debido a mis vacaciones de verano. Estuve ausente unas semanas, durante las cuales tuve bastante tiempo libre para analizar mis impresiones de lo supernatural. Me satisfizo reflexionar que no me había sentido innoblemente aterrorizado: ni había huido asustado ni me había desmayado, sino que había procedido con dignidad. No obstante, me sentí ciertamente más cómodo cuando puse treinta millas entre mí y la escena de mi proeza, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del día a la oscuridad. Mis nervios se habían sentido fuertemente excitados y tuve especialmente conciencia de que bajo la influencia del aire soporífero de la costa, mi excitación empezaba lentamente a desvanecerse. A medida que esto se producía, intenté adoptar una actitud seriamente racional sobre mi experiencia. Cieramente, yo había visto algo, que no era una fantasía; pero, ¿qué era lo que yo había visto? Lamentaba mucho entonces no haber sido más osado y no haberme aproximado más a la aparición y examinarla más minuciosamente. Yo había hecho tanto como cualquier hombre en mis circunstancias se habría atrevido a hacer. Fue realmente una imposibilidad lo que me impidió avanzar. ¿No era esta paralización de mis facultades en sí misma una influencia sobrenatural? No necesariamente, tal vez, porque un fantasma falso que uno acepte puede impresionar tanto como uno verdadero. Pero, ¿por qué había yo aceptado tan fácilmente el fantasma negro que movía su mano? ¿Por qué se había impresionado tanto, el mismo fantasma? Indiscutiblemente, verdadero o falso, era un fantasma muy inteligente. Yo habría preferido —y lo habría preferido mucho— que hubiera sido un fantasma autentico, en primer lugar porque no me importaría haberme estremecido y haber temblado por ello y en segundo lugar porque haber visto un aparecido verdadero es una rareza de la cual pocos pueden jactarse.

Traté, por consiguiente, de dejar mi visión inalterada y dejar de buscarle explicaciones. Pero un impulso más fuerte que mi voluntad me inducía de vez en cuando a plantearme una pregunta burlona. Dando por supuesto que la aparición era la de la hija del capitán Diamond, era su espíritu, pero, ¿no era su espíritu y algo más?

A mediados de setiembre me encontré nuevamente instalado entre las sombras teológicas y no tuve ninguna prisa por visitar otra vez la casa del capitán.

Se aproximaba el final de mes —que era el final de otro trimestre para el pobre capitán Diamond— y me sentía poco dispuesto a estorbar su peregrinaje, en aquella ocasión; aunque confieso que pensaba con una gran dosis de compasión en el agotado anciano yendo, solo, en el crepúsculo de otoño a su diligencia extraordinaria. El día treinta de setiembre me encontraba, soñoliento, inclinado sobre un pesado libro, cuando oí que llamaban débilmente a mi puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como esto no produjera efecto, me levanté, fui hasta la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer negra, ya entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante rojo y un pañuelo blanco doblado a través del pecho. Me miró en silencio. La mujer tenía un aire de gravedad y de recato que a menudo se observa en las personas de edad de su raza. Quedé mirándola en actitud interrogativa y por fin, sacando una mano de un gran bolsillo, me enseñó un pequeño libro. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había regalado al capitán Diamond.

—Por favor, señor —dijo la mujer, quedamente—, ¿conoce usted este libro?

—Perfectamente —contesté—. En la guarda de ese libro está escrito mi nombre.

—¿Es su nombre y no el de otra persona?

—Si usted quiere, escribiré mi nombre y podrá usted compararlo con el que está escrito en el libro —contesté.

Quedó callada unos momentos y luego, con dignidad, dijo:

—Sería innecesario. No sé leer. Si me da usted su palabra, me basta. Vengo —continuó diciendo— de parte del caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda… Prenda es la palabra que dijo él. Está enfenmo en cama y necesita verle a usted.

—¿El capitán Diamond, enfermo? —exclamé—. ¿Está grave?

—Muy mal, señor, muy mal… Está acabado.

Manifesté mi pesar y mi simpatía y me mostré dispuesto a ir a verle en seguida si su mensajera negra me mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la seguía por las calles soleadas, sintiéndome como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una puerta trasera por una esclava etíope. La mujer dirigió sus pasos hacia el río y se detuvo ante una pequeña casa amarilla, de aspecto decente, en una de las calles descendentes; me abrió rápidamente la puerta y me condujo ante la presencia de mi viejo amigo, que estaba en cama, en una habitación oscura, evidentemente en estado de postración. Estaba con la espalda recostada contra la almohada, mirando ante sí; con su cabello erizado más erecto que nunca y con sus ojos intensamente brillantes y oscuros delatando su fiebre. El apartamento era modesto y escrupulosamente limpio, y pensé que mi morena guía era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido rígido y pálido entre sus blancas sábanas, parecía una figura rústicamente tallada en la cubierta de una tumba gótica. Me miró silenciosamente y mi acompañante se retiró y nos dejó a los dos solos.

—Sí, es usted —dijo por fin el capitán—, es usted, aquel joven bondadoso. No me equivoco, ¿verdad?

—Espero que no. Creo que soy un joven bueno, y siento mucho que se encuentre usted enfermo. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

—Me encuentro mal, muy mal. Me duelen todos mis viejos huesos —dijo el hombre, que gruñendo continuamente trató de volverse hacia mí.

Le pregunté sobre el carácter de su enfermedad y sobre el tiempo que llevaba en la cama, pero apenas me hizo caso. Parecía estar impaciente por hablarme de algo.

Me agarró por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró rápidamente:

—Usted sabe que se acabó mi tiempo.

—¡Oh, espero que no! —dije, interpretando mal sus palabras—. Estoy seguro de que no voy a tardar en verle otra vez salir a la calle.

—Sólo Dios lo sabe, pero no quería decir que este muriéndome. Quería decir que vence mi trimestre para la renta de la casa. Hoy es el día de pago.

—¡Oh, exactamente! Pero usted no puede ir.

—No puedo ir. Es terrible. Perderé mi dinero. Aunque estuviera muriéndome, lo necesito de todos modos.

Tengo que pagar al doctor. Y quiero que me entierren como a un hombre de respeto.

—¿Es esta noche? —preguntó.

—Esta noche a la puesta de sol, exactamente.

Tendido en la cama, me miraba, y yo, a mi vez, le miraba a él, y de pronto comprendí el motivo de que me hubiera llamado. En cuanto se me ocurrió la idea, moralmente la rechacé. Pero supongo que debí mostrarme imperturbable, porque el hombre continuó hablando en el mismo tono.

—No puedo perder ese dinero. Tiene que ir alguna otra persona. Le pedí a Belinda que fuera ella, pero no quiere ni oír hablar de ello.

—¿Cree usted que el dinero sería pagado a otra persona?

—Podemos probar, por lo menos. No había estado nunca enfermo y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy enfermo, que me duelen todos los huesos, que estoy muriéndome, tal vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!

—Entonces, ¿usted querría que yo fuera en lugar de usted?

—Usted ya ha estado allí otra vez, ya sabe lo que es eso. ¿Está usted asustado?

Titubeé.

—Deme tres minutos para reflexionar y se lo diré a usted.

Dejé vagar mi mirada por la habitación y observé varios objetos que delataban la dura y decente pobreza de su ocupante. En su dispersión, viejos y usados, me dieron la impresión de que lanzaban un mudo llamamiento a mi piedad y a mi determinación. El capitán Diamond continuaba débilmente:

—Creo que tendrá confianza en usted, como la tengo yo. Le gustará la cara de usted; verá que no hay malas intenciones en usted. Tiene que darle ciento treinta y tres dólares, exactamente. Asegúrese usted de que los pone en parte segura. No vaya a perderlos.

—Sí —dije, al fin—, iré y en lo que de mí dependa, creo que podrá usted tener su dinero como a las nueve de la noche.

El hombre se mostró muy aliviado. Me toznó la mano y la oprimió débilmente. No tardé en retirarme. Traté durante el curso del día de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche; pero, claro, no pensé en otra cosa. No voy a negar que me sentía nervioso; de hecho, estaba muy excitado y pasé el tiempo deseando alternativamente que el misterio no fuera tan profundo como parecía o que no resultara demasiado superficial.

Las horas pasaron lentamente, pero por la tarde, en cuanto se inició el crepúsculo, salí de casa para ir a cumplir mi misión. En el camino me detuve en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntar cómo se encontraba y para recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra, grave e inescrutablemente plácida, en respuesta a mis preguntas dijo que el capitán estaba muy decaído; había empeorado desde la mañana.

—Debe usted darse prisa si quiere regresar antes de que el capitán se acabe.

Una mirada me convenció de que estaba enterada de mi proyectada expedición, aunque en su pupila negra opaca no vi ninguna luz que la traicionara.

—Pero, ¿por qué tiene que acabarse ahora el capitán Diamond? Es verdad que parece muy débil, pero no creo que sea ésta su última enfermedad.

—Su enfermedad es la vejez —dijo la mujer sentenciosamente.

—Pero un es tan viejo como eso. Tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.

La mujer calló por un momento.

—Está muy gastado. No resistirá mucho tiempo ya.

—¿Puedo verle un momento? —pregunté.

La mujer me condujo en seguida a la habitación del capitán, el cual estaba acostado, como le había visto por la mañana, pero con los ojos cerrados. No me pareció que estuviera tan decaído como me decía la mujer, si bien apenas se le notaba el pulso. Supe después que el médico había estado allí aquella tarde y se había mostrado satisfecho.

—No sabe lo que va a pasar —dijo Belinda brevemente.

El anciano se agitó un poco, abrió los ojos y pasado un momento, me reconoció.

—Voy a buscar su dinero —le dije—. ¿Tiene usted algo más que decirme?

El capitán se incorporó lentamente y con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas. Pero yo tenía la impresión de que apenas me comprendía.

—La casa, ¿sabe usted? —le dije—. Su hija.

Se frotó la frente un momento y por fin demostró que comprendía.

—¡Ah, sí! —murmuró—. Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En piezas viejas, todo en piezas viejas.

Luego agregó vigorosamente y con los ojos brillantes:

—Sea usted respetuoso… Sea cortés. Si no… Si no…

Su voz falló de nuevo.

—Claro que lo seré —dije con una sonrisa casi forzada—. Pero si no, ¿qué?

—Si no, lo sabré —dijo el anciano gravemente.

Dicho esto, se hundió en la cama y cerró los ojos. Salí y continué mi marcha, a un paso suficientemente resuelto. Cuando llegué a la casa, hice una inclinación propiciatoria, emulando al capitán Diamond. Había calculado mi marcha para poder entrar sin espera. Ya había caído la noche. Di una vuelta a la llave, abrí la puerta, entré y cerré tras de mí. Encendí una cerilla y vi los dos candeleros que había usado la vez anterior, encima de la mesa próxima a la entrada. Los encendí con una cerilla, los agarré y pasé a la sala. Estaba vacía y aunque esperé un rato, ni oí ni vi nada. Pasé a las otras piezas de la misma planta y ninguna imagen oscura me salió al paso. Por fin volví al vestíbulo y estuve considerando la cuestión de subir la escalera, que había sido la escena de mi susto, y me aproximé a ella con recelo. Al pie hice una pausa, apoyé mi mano en la balaustrada y miré hacia arriba. Me sentía agudamente expectante y mi expectación estaba justificada. Lentamente, en la oscuridad de lo alto, apareció la figura oscura que en otra ocasión había visto cómo tomaba cuerpo. No era una ilusión; era una figura y era la misma. Le di tiempo para que se definiera por sí misma y observé cómo se detenía y miraba hacia abajo. Tenía la cara oculta. Deliberadamente, levanté la voz y dije:

—Vengo en lugar del capitán Diamond, a demanda suya. Está muy enfermo y no puede dejar la cama. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero. Se lo llevaré inmediatamente.

La figura permaneció quieta, sin hacer signo alguno.

—El capitán Diamond habría venido si pudiera moverse —agregué en tono de súplica—, pero está completamente incapacitado.

Al llegar a este punto, la figura se quitó lentamente el velo de la cara y mostró una máscara blanca, confusa.

Luego empezó a descender lentamente la escalera. Instintivamente me eché hacia atrás, retirándome hacia la puerta de la sala delantera. Con mis ojos fijos en la aparición retrocedí hasta atravesar el umbral; entonces me detuve en el centro de la pieza y dejé mis candeleros. La figura avanzó. Me pareció que era la de una mujer alta, vestida con crespones negros vaporosos. Cuando estuvo cerca me di cuenta de que tenía un rostro perfectamente humano, aunque muy pálido y triste. Estuvimos unos momentos mirándonos uno a otro; mi agitación se había calmado por completo. Me sentía sólo muy interesado.

—¿Está enfermo, mi padre? —dijo la aparición.

Al sonido de su voz —amable, trémula y perfectamente humana—, di un paso adelante y sentí de nuevo mi excitación. Hice una larga aspiración y lancé una especie de grito, porque lo que tenía ante mí no era un espíritu separado de su cuerpo, sino una mujer bella, una actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, llevado por la fuerza de mi reacción contra mi credulidad, extendí el brazo y agarré el velo que cubría la cabeza de la mujer. Le di un tirón violento y casi se lo arranqué. Quedé contemplando a la mujer, que aparentaba unos treinta y cinco años. Con una sola mirada resumí varios detalles de su aspecto: su largo vestido negro, su cara pálida y ajada por el dolor, pintada para que apareciera más pálida, los ojos, del mismo color que los de su padre, y el mismo sentido de la dignidad ante mi gesto.

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