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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (18 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Bien, y si eso ocurriera, ¿qué?

No pudo decírselo, porque los demás invitados estaban llegando todos al mismo tiempo; sólo tuvo tiempo de musitar:

—¡No se irá al cuerno!

Wayworth se marchó antes que los demás, impaciente en su deseo de llegarse a Notting Hill esa misma noche, aun con lo tarde que era, obsesionado por la idea de que Violet Grey hubiera medido el peso de su fracaso. Al llegar a la calle, no obstante, una segunda reflexión le aconsejó otras medidas; llamar a su casa a las dos de la madrugada difícilmente iba a tener el efecto de apaciguarla. Al día siguiente buscó en los periódicos y no encontró en ellos ni una sola palabra amable para ella. Con la obra eran bastante halagüeños, pero había unanimidad en la decepción causada por la joven actriz cuyas anteriores tentativas habían alimentado tantas esperanzas, y sobre la que había recaído, esta vez, una tan grave responsabilidad. A coro se preguntaban qué le había pasado, y a coro respondían que la obra, no poco prometedora, tenía el hándicap (todos recurrían al mismo término) de la inaudita falta de correspondencia que se daba entre la heroína y la actriz. Wayworth, por la mañana temprano dirigió sus pasos a Notting Hill, pero sin llevar los periódicos consigo; era posible que Violet Grey hubiera enviado a por ellos en las primeras luces del amanecer, y colmado su angustia hasta la saciedad. Violet declinó verle: únicamente le hizo saber por medio de su tía que se encontraba sumamente indispuesta y que no iba a ser capaz de actuar por la noche si no se le permitía pasar el día en la cama sin que la molestaran. Wayworth se quedó una hora charlando con la anciana tía, que era muy comprensiva y con la que podía hablarse con franqueza. Ésta trazó una conmovedora estampa del estado de su sobrina, tanto más locuaz por la llaneza de las palabras con que la pintó.

—Sabe que no está bien, ¿sabe usted? ¡Sabe que no está bien!

—Dígale que no importa… ¡Que no importa un bledo! —dijo Wayworth.

—Y es tan orgullosa… ¡Usted ya sabe lo orgullosa que es! —prosiguió la vieja dama.

—Dígale que estoy más que satisfecho, que la acepto agradecido como es.

—Dice que estropea su obra, que la arruina —dijo su interlocutora.

—Ya mejorará, con creces… Llegará a hacerse con el papel —continuó el joven.

—Mejoraría si supiera cómo… pero dice que no sabe. Lo ha dado todo, y no sabe qué es lo que le falta.

—Lo único que falta es que siga adelante y confíe en mí.

—¿Cómo puede confiar en usted cuando siente que le está perdiendo?

—¿Perdiéndome? —exclamó Wayworth.

—¡Usted nunca la perdonará si retiran la obra!

—Estará seis meses en cartel —dijo el autor.

La anciana señora puso una mano sobre su brazo. —¿Qué hará usted por ella si es así?

El joven miró un momento a la tía de Violet Grey.

—¿Dice usted que su sobrina es muy orgullosa?

—Demasiado para su horrible profesión.

—Entonces no le gustaría que usted me preguntara una cosa así —replicó Wayworth, levantándose.

Al llegar a casa estaba muy cansado, y para ser un hombre de quien no era descabellado decir que había tenido un éxito, estuvo todo el día ostensiblemente apagado. Toda la inquietud se había desvanecido, y la depresión y la fatiga se adueñaron de él. Se hundió en su viejo sillón, junto al fuego, y allí estuvo sentado durante horas con los ojos cerrados. La patrona entró con el almuerzo y a avivar el fuego, pero él fingió estar dormido para no tener que hablar. Es de suponer que el sueño acabara venciéndole, pues aproximadamente a la hora en que empezaba a oscurecer, tuvo una extraordinaria visión, una visita que, a lo que pareció, no podía atribuirse a la conciencia de alguien que estuviera despierto. Nona Vincent, en rostro y figura, la heroína viviente de su obra, se le apareció en el pequeño y silencioso cuarto, se sentó a su lado junto a la deslustrada chimenea. No era Violet Grey, no era la señora Alsager, no era mujer alguna a la que hubiera visto sobre la faz de la tierra, y no era ninguna mascarada de amistad o de penitencia. Aun así le resultaba más familiar que las mujeres a quienes había conocido mejor, y era inefablemente hermosa y consoladora. Llenaba con su presencia la pobre habitación, y el efecto era tan balsámico como un olor a incienso. Tenía el sosiego de una cariñosa hermana, y no era sorprendente que estuviese ahí con él. Nunca le había ocurrido nada tan real, ni nada, en cierto modo, tan alentador. Notó su mano posada sobre la suya, y todos sus sentidos parecieron abrirse para recibir su mensaje. De la manera más extraña, le parecía su creación y su inspiración a la vez, le daba la más feliz sensación de triunfo. Si era así de encantadora, a la roja luz del fuego, con su vestido vaporoso, de colores claros, era porque así la había hecho él, y, sin embargo, si el peso parecía desprenderse de su espíritu era porque era ella quien lo cargaba. Cuando le miraba con sus ojos profundos parecía comunicarle seguridad y libertad, hacer del futuro un verde jardín. De vez en cuando sonreía y decía: «Estoy viva… estoy viva… estoy viva». No habría podido decir cuánto tiempo estuvo con él, pero cuando la patrona irrumpió con la lámpara, Nona Vincent ya se había marchado. Se restregó los ojos, pero nunca un sueño había sido tan intenso; y al levantarse, despacio, del sillón, lo hizo con una profunda y serena alegría —la alegría del artista— pensando en el acierto que había tenido, en la exactitud de su parecido con la mujer que él había creado. Había venido a mostrárselo.

Cinco minutos más tarde, no obstante, estaba lo bastante perplejo como para llamar a su patrona: quería preguntarle algo. Cuando la buena mujer reapareció, la cuestión permaneció un momento en el aire; luego cobró forma en la pregunta:

—¿Ha estado aquí una señora?

—No, señor… No ha venido ninguna señora.

La mujer parecía ligeramente escandalizada.

—¿No ha venido la señorita Vincent?

—¿La señorita Vincent, señor?

—La joven de mi obra, ¿no se acuerda?

—¡Ah, señor, dirá usted la señorita Violet Grey!

—No, no digo ella, en absoluto. Creo que estoy pensando en la señora Alsager.

—No ha venido ninguna señora Alsager, señor.

—¿Ni nadie que se le pareciera?

La mujer le miraba como si pensara que de repente le había ocurrido algo. Luego, en tono ofendido, preguntó:

—¿Por qué iba yo a ocultarle las visitas que hubiese podido tener, señor?

—Pensaba que a lo mejor creyó usted que estaba durmiendo.

—Pues lo estaba, señor, cuando entré con la lámpara… y bien que se lo había ganado, señor Wayworth.

La patrona regresó una hora más tarde con un telegrama; él acababa de empezar a vestirse para ir al club a cenar y al teatro después.

«Venga esta noche, entre el público. No se acerque a mí hasta el final.»

Con estas palabras expresaba Violet sus deseos para la velada. El obedeció al pie de la letra; la observó desde las profundidades de un palco. No estaba en condiciones de decir qué impresión le habría podido causar la noche anterior, pero lo que vio en el curso de esas horas mágicas le llenó de admiración y gratitud. Estaba en el papel, esta vez; se había serenado, lo había dominado, estaba inspirada en cada rasgo. Reciente su revelación de Nona, el joven tenía elementos de juicio, y a medida que juzgaba se entusiasmaba. Se sentía estremecido y transportado, y con la enorme curiosidad además de saber qué había ocurrido, de qué arte insondable había echado ella mano para efectuar un cambio tan radical. Era como si fuese ella la que hubiese tenido una revelación de Nona, tan convincente era la claridad con que había iluminado el retrato. Durante los entr'actes no se movió: no hablaría con ella más que al final; pero antes de que la función llegara a la mitad el empresario irrumpió en su palco.

—¡Es un prodigio lo que está haciendo! —exclamó el señor Loder, casi más desconcertado que agradecido—. ¡Ha hecho una nueva interpretación…! ¡Un bendito malabarismo!

—¿Es muy distinto? —preguntó Wayworth, compartiendo su perplejidad.

—¿Distinto? ¡Como Hiperión de un sátiro! Es algo endiabladamente bueno, muchacho.

—Es endiabladamente bueno —dijo Wayworth—, y el registro es totalmente diferente del de los ensayos.

—¡Voy a tenerle seis meses en cartel! —sentenció el empresario; y se apresuró a volver cerca de la actriz, dejando a Wayworth con la sensación de haber sido ya sacado de apuros. Ella estaba teniendo con el público un inmenso éxito personal.

Cuando, al final, apareció tras el telón, tuvo que esperarla; sólo se dejó ver en cuanto estuvo lista para salir del teatro. Su tía había estado con ella en el camerino, y las dos mujeres aparecieron juntas. La joven pasó rápidamente por delante de él, haciéndole señas para que no dijera nada hasta haber salido. Wayworth notó que estaba enormemente alterada, muy por encima de su habitual nivel artístico. La anciana tía le dijo: «Debe venir a cenar a casa con nosotras: lo tenemos todo preparado». Tenían una berlina, con un pequeño tercer asiento, y a ella se subieron todos. Violet se recostó en una esquina, sin decir palabra, pero aún un poco agitada, como un reflujo de mar, y con el triunfo en sus ojos brillantes en medio de la oscuridad. La anciana señora se sentía impelida a un temor reverencial, o a la discreción como poco; y Wayworth era lo bastante feliz como para esperar. De hecho tuvo que esperar hasta haber desembarcado en Notting Hill, donde la mayor de sus acompañantes se ausentó para ocuparse de la cena.

—He estado mejor… He estado mejor —dijo Violet Grey en el pequeño salón, quitándose la capa.

—Ha estado perfecta. Estará así todas las noches, ¿verdad? Ella le sonrió.

—¿Todas las noches? Es difícil que cada día ocurra un milagro.

—¿Un milagro? ¿Por qué dice eso?

—He tenido una revelación.

Wayworth la miró, inmóvil.

—¿A qué hora?

—A la hora justa: esta tarde. Justo a tiempo de salvarme… y de salvarle a usted —¿A las cinco? ¿Recibió una visita, quiere decir?

—Vino a verme… y se quedó dos horas.

—¿Dos horas? ¿Nona Vincent?

—La señora Alsager —Violet Grey sonrió con mayor intensidad—. Es lo mismo.

—¿Y cómo la salvó la señora Alsager?

—Permitiéndome que la mirara. Permitiendo que la oyese hablar. Permitiendo que la conociera.

—Cosas amables… cosas inteligentes, alentadoras.

—¡Ah, bendita mujer! —exclamó Wayworth.

—Debería gustarle… A ella le gusta usted Era lo que yo necesitaba, justo lo que necesitaba —añadió la actriz.

—¿Significa eso que le estuvo hablando de Nona?

—Me dijo que usted pensaba que era como ella. Lo es… Es exquisita.

—Es exquisita —repitió Wayworth—. ¿Me está usted diciendo que trató de instruirla?

—Oh, no… Lo único que dijo es que se alegraría si verla podía servirme de ayuda. Y noté que era una ayuda. No sé lo que pasó… Se sentó ahí, nada más, me cogió una mano y me sonrió, desprendía elegancia y tacto, y belleza, y bondad: aplacó mis temores e iluminó mi imaginación. Todo eso, en cierto modo, parecía estar dándome. Y yo lo tomé… lo tomé. La tuve delante de mí, me impregné de ella. Después de tanto estudiar el papel, tenía por primera vez un modelo: podía hacerme una copia. Recobré todas las fuerzas, sentí cosas que nunca había sentido. Era distinta… era deliciosa; fue, como he dicho, una revelación. Al despedirse me dio un beso… y ya puede imaginar qué beso le di yo. Nos hicimos muy amigas, pero ¡quien le gusta es usted! —dijo Violet Grey.

Wayworth nunca había sentido mayor interés por su propia vida, y rara vez se había sentido tan confuso.

—¿Llevaba un vestido vaporoso, de colores claros? —preguntó, un instante después.

Violet Grey, sin dejar de mirarle, se rió y le invitó a pasar al comedor.

—¡Ya sabe usted qué vestidos lleva!

La cena le agradó mucho, pero estuvo silencioso y un poco solemne. Dijo que iría a ver a la señora Alsager al día siguiente. Y así lo hizo, pero en la casa le dijeron que había regresado a Torquay. Allí se quedó todo el invierno, toda la primavera, y cuando la volvió a ver la obra llevaba ya doscientas representaciones y él se había casado con Violet Grey. Sus obras a veces son un éxito, pero en ellas no sale ahora su mujer, como tampoco en otras. La señora Alsager sigue siendo una asidua de estas funciones.

LA VIDA PRIVADA

The Private Life (1892)

Hablábamos de Londres, frente a un gran glaciar primitivo y erizado. La hora y la escena constituían una de esas impresiones que compensaban un poco, en Suiza, de la moderna indignidad de viajar: las promiscuidades vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por una pobre atención, la reducción al rango de un número. El valle alto era rosado con la montaña rosa, el aire fresco tan puro como si el mundo fuera joven. Había un rubor tenue de tarde en las nieves sin menguar, y el tintineo amigable del ganado invisible llegaba a nosotros con un olor cultivado y caldeado por el sol. La posada de balcones se hallaba en el cuello mismo del paso más pintoresco del Oberland, y durante una semana habíamos tenido compañía y buen tiempo. Esto se consideraba una gran suerte, porque lo uno habría compensado por lo otro, de ser mala una de las dos cosas.

Desde luego el buen tiempo habría compensado por la compañía; pero no estuvo sujeto a esa carga, porque por suerte teníamos a la fleur des pois: Lord y Lady Mellifont, Clare Vawdrey, la más grande (en opinión de muchos) de nuestras glorias literarias, y Blanche Adney, la más grande (en opinión de todos) de las teatrales.

Menciono esto en primer lugar, porque eran precisamente las personas a quienes en Londres, en esa época del año la gente trataba de «cazar». La gente hacía todo lo posible por «reservarlos» con seis semanas de antelación, y sin embargo en esta ocasión habíamos coincidido con ellos, todos habíamos coincidido con los demás, sin usar la menor influencia. Un golpe del azar nos había reunido, a finales de agosto, y reconocimos nuestra suerte quedándonos así, bajo la protección del barómetro. Cuando los días dorados hubieran transcurrido —eso sucedería pronto—, habríamos de bajar serpenteando por lados opuestos del paso y desaparecer tras la cumbre de las alturas circundantes. Éramos de la misma comunión general, participábamos en la misma diversa publicidad. Nos veíamos en Londres con frecuencia irregular; más o menos, estábamos regidos por las leyes y el lenguaje, las tradiciones y lemas de la misma densa condición social. Creo que todos nosotros, hasta las señoras, «hacíamos» algo, aunque fingíamos que no, cuando se mencionaba. Tales cosas no se mencionan en Londres, pero nos proporcionaba un placer inocente ser distintos aquí. Tenía que haber una manera de demostrar la diferencia, ya que nos daba la sensación de que éstas eran nuestras vacaciones anuales. En cualquier caso, sentíamos que las condiciones eran mucho más humanas que en Londres, que al menos lo éramos nosotros. Nos mostrábamos francos a este respecto, hablábamos de ello: era ése nuestro tema mientras mirábamos el glaciar, cuando alguien llamó la atención sobre la prolongada ausencia de Lord Mellifont y Mrs. Adney. Nos hallábamos sentados en la terraza de la posada, donde había bancos y mesitas, y, los que, de entre nosotros, más empeñados estaban en demostrar que habían regresado a la naturaleza, tomaban, al extraño modo germánico, café antes que carne.

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