Read 13 cuentos de fantasmas Online

Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (21 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—¡Eh! ¿es usted Vawdrey?

Ni se volvió ni me contestó, pero mi pregunta recibió una respuesta práctica e inmediata cuando se abrió una puerta al otro lado del pasillo. Un sirviente, con una vela, había salido de la habitación de enfrente, y con su luz fugaz reconocí definitivamente al hombre que, según creía yo, hacía un instante estaba abajo, conversando con Mrs. Adney. Su espalda estaba medio vuelta hacia mí y se inclinaba sobre la mesa en actitud de escribir, pero yo era consciente de que no me equivocaba acerca de su identidad.

—Le ruego que me perdone; creí que estaba abajo —dije.

Y como la persona no dio señales de oírme, añadí:

—Si está ocupado, no lo molestaré.

Retrocedí para salir, cerrando la puerta. Había estado en ese lugar, supongo, menos de un minuto. Tenía una sensación de perplejidad que, sin embargo, se profundizó infinitamente al instante siguiente. Me quedé ahí con la mano aún en el pasador de la puerta, sobrecogido por la impresión más extraña de mi vida. Vawdrey estaba sentado a su mesa, escribiendo, y era un lugar muy natural para que estuviera, pero ¿por qué estaba escribiendo a oscuras y por qué no me había contestado? Durante unos segundos esperé a ver si oía el sonido de algún movimiento, a ver si salía de su abstracción —un acceso concebible en un gran escritor— y exclamaba: «Oh, querido amigo, ¿es usted?» Pero sólo oí la quietud, sentí sólo la penumbra luminosa de estrellas de la habitación, con la presencia imprevista allí encerrada. Me alejé, siguiendo lentamente las huellas de mis pasos, y bajé confuso. La lámpara aún ardía en la sala, pero la habitación estaba vacía. Me dirigí a la puerta del hotel y salí. Vacía estaba también la terraza. Al parecer Blanche Adney y el caballero que la acompañaba habían entrado. Esperé unos cinco minutos: después me fui a la cama.

Dormí mal, pues estaba inquieto. Al volver a considerar estos extraños incidentes (dentro de poco se verá que fueron extraños), quizá me recuerde más inquieto de lo que estaba, pues las grandes anomalías nunca son tan grandes al principio como después de haber reflexionado sobre ellas. Tardamos algún tiempo en agotar las explicaciones. Me sentía vagamente nervioso, había experimentado una sorpresa abrupta; pero no había nada que no pudiera aclarar preguntando a Blanche Adney, a la mañana siguiente, quién había estado con ella en la terraza. Curiosamente, sin embargo, cuando amaneció —un amanecer admirable—, en ese momento experimenté un deseo de quedar satisfecho menor que el de escapar, de despejar la sombra de mi estupefacción. Vi que el día sería espléndido, y se me antojó pasarlo, como había pasado días felices de mi juventud, en un solitario paseo por la montaña. Me vestí temprano, compartí un café convencional, metí un buen pan en un bolsillo y un pequeño termo en el otro y, con un recio bastón en la mano, marché hacia las alturas. Mi historia no se halla íntimamente relacionada con las horas deliciosas que pasé allí, horas de esas que crean intensos recuerdos. Si durante la mitad de ese tiempo recorrí las cimas de las colinas, yací sobre la yerba de las laderas la otra mitad, con la gorra sobre los ojos (excepto para una ojeada que captaba inmensidades de paisaje), escuché, en la luminosa quietud, a la abeja de montaña y sentí que la mayoría de las cosas se hundía y menguaba. Clare Vawdrey se volvió pequeño, Blanche Adney se volvió tenue, Lord Mellifont se volvió viejo, y antes de que el día finalizara olvidé que había llegado a sentirme confundido. Cuando a última hora de la tarde descendía hacia la posada, nada me interesaba más que el averiguar si la cena estaría lista pronto. Esa noche me vestí, por decirlo así, y para cuando estaba presentable todos se encontraban en la mesa.

De nuevo en compañía de los demás, mi pequeño problema volvió a mí y sentí curiosidad por ver si Vawdrey me miraba con algo de extrañeza. Pero no llegó ni a mirarme; lo que me dio oportunidad tanto de ser paciente como de preguntarme por qué había de vacilar en hacerle mi pregunta desde el otro lado de la mesa. Pero vacilé y, con la conciencia de tal vacilación, me volvió parte de la inquietud que había dejado tras de mí, o debajo de mí, durante el día. No obstante no estaba avergonzado de mis escrúpulos: era sólo una discreción delicada. Lo que vagamente sentía era que una pregunta en público no habría sido justa. Cierto era que Lord Mellifont estaba allí para mitigar con sus perfectos modales todas las consecuencias, pero creo que yo tenía presente que con estos elementos en particular su señoría no se sentiría a sus anchas. Por consiguiente, en el momento en que nos levantamos, me aproximé a Mrs. Adney y le pregunté si, puesto que la noche era tan agradable, no daría una vuelta conmigo.

—Ha andado usted cien kilómetros. ¿No preferiría quedarse quieto? —contestó.

—Andaría cien kilómetros más para que me contara una cosa.

Me miró un instante, con parte de la extrañeza que había yo buscado, mas no encontrado, en los ojos de Clare Vawdrey.

—¿Se refiere a lo que ha sido de Lord Mellifont?

—¿De Lord Mellifont?

Con mi nueva especulación había perdido el hilo.

—¿Dónde tiene la memoria, tonto? Hablamos de ello anoche.

—¡Ah, sí —exclamé, recordándolo—. Tendremos mucho que discutir.

La arrastré a la terraza, y antes de que hubiéramos dado tres pasos le dije:

—¿Quién estaba aquí anoche con usted?

—¿Anoche? —repitió, tan perdida como yo lo había estado.

—A las diez, justo después de que se disolviera nuestro grupo. Usted salió aquí afuera con un caballero; hablaron de las estrellas.

Me miró un momento. A continuación soltó la risa.

—¿Tiene celos del querido Vawdrey?

—¿Entonces era él?

—Claro que sí.

—¿Y cuánto tiempo estuvo aquí?

—Le ha dado fuerte. Estuvo como un cuarto de hora, tal vez bastante más. Anduvimos un poco; habló de su obra. Ahí tiene: ésa es la única brujería que he usado.

—¿Y qué hizo Vawdrey después?

—No tengo la menor idea. Lo dejé y me fui a la cama.

—¿A qué hora se fue a la cama?

—¿A qué hora se fue usted? Recuerdo por casualidad que me separé de Mr. Vawdrey a las diez veinticinco —dijo

Mrs. Adney—. Volví a entrar en el salón a buscar un libro y miré el reloj.

—En otras palabras, usted y Vawdrey permanecieron aquí con toda claridad desde más o menos las diez y cinco hasta la hora que menciona.

—No sé lo claros que seríamos, pero estábamos muy alegres. Où voulez—vous en venir? —preguntó Blanche Adney.

—A esto simplemente, mi querida señora: a que a la hora en que su compañero se hallaba ocupado de la manera que describe, también estaba dedicado a la composición literaria en su habitación.

Ante esto se detuvo en seco, y sus ojos tenían una expresión sumida en la sombra. Quería saber si desafiaba su veracidad, y yo repliqué que por el contrario, la apoyaba: hacía el caso tan interesante. Ella contestó que sólo sería así si ella apoyaba la mía, y no tuve gran dificultad para disuadirla de eso después de haberle relatado de manera circunstanciada el incidente de mi búsqueda del manuscrito, manuscrito que, en ese momento, por una razón que yo podía entonces entender, parecía haber salido completamente de su cabeza.

—Su conversación me hizo olvidarlo, olvidé que lo envié a usted a buscarlo. Compensó su mal paso del salón: me declamó la escena —dijo mi compañera—. Se había dejado caer sobre un banco para escucharme, y, ahí sentados, había vuelto a interrogarme brevemente. Después estalló en una risa fresca.

—¡Ah, las excentricidades del genio!

—Parecen aún mayores de lo que suponía.

—¡Ah, los misterios de la grandeza!

—Usted debiera saberlo todo sobre ellos, pero a mí me toman por sorpresa.

—¿Está completamente seguro de que era Mister Vawdrey? —preguntó mi compañera.

—Si no era él, ¿quién demonios era? Que un extraño caballero, exactamente igual que él, estuviera sentado en su habitación a esa hora de la noche, escribiendo en su mesa a oscuras —insistí—, sería prácticamente tan maravilloso como mi propia pretensión.

—Sí. ¿Por qué a oscuras? —meditó Mrs. Adney.

—Los gatos ven en la oscuridad —dije.

Ella me sonrió débilmente.

—¿Parecía un gato?

—No, mi querida señora; pero le diré lo que parecía: parecía el autor de las admirables obras de Vawdrey.

Parecía él, infinitamente más que nuestro amigo mismo —declaré.

—¿Quiere decir que era alguien a quien encarga que las haga?

—Sí, mientras él sale a cenar y la decepciona a usted.

—¿Me decepciona a mí? —murmuró Mrs. Adney ingenuamente.

—Me decepciona a mí, decepciona a todos los que buscan en él el genio que creó las páginas que adoran.

¿Dónde se halla en su conversación?

—Ah, anoche fue espléndido —dijo la actriz.

—Siempre es espléndido, al igual que lo es el baño de las mañanas, o el lomo de res, o el servicio ferroviario a Brighton. Pero nunca es fuera de lo común.

—Ya veo lo que quiere decir.

—Eso es lo que hace que sea un consuelo tal hablar con usted. A menudo me lo he preguntado, ahora lo sé. Hay dos.

—¡Qué idea tan deliciosa!

—Uno sale, el otro se queda en casa. Uno es el genio, el otro el burgués, y es sólo al burgués a quien conocemos personalmente. Habla, circula, es enormemente popular: flirtea con usted…

—¡Mientras que es al genio a quien tiene usted el privilegio de ver! —interrumpió Mrs. Adney—. Le estoy muy agradecida por la distinción.

Posé la mano en su brazo.

—Véalo usted misma. Inténtelo, compruébelo, vaya a su habitación.

—¿Que vaya a su habitación? ¡No estaría bien visto! —exclamó en el tono de su mejor comedia.

—Cualquier cosa está bien vista en una investigación así. Si usted lo ve, queda resuelto.

—Qué encantador… ¡Resuelto! —se quedó pensando un momento y después saltó—: ¿Quiere decir ahora?

—Cuando quiera.

—Pero suponga que me encuentro con el incorrecto —dijo Blanche Adney, con un exquisito efecto.

—¿El incorrecto? ¿A cuál llama el correcto?

—Al incorrecto para que vaya a verlo una señora. Suponga que me encuentro con… el genio.

—Oh, yo me ocuparé del otro —repliqué.

A continuación, al ocurrírseme mirar a mi alrededor, añadí:

—Cuidado, aquí viene Lord Mellifont.

—Ojalá se ocupase usted de él —murmuró mi interlocutora.

—¿Qué es lo que pasa con él?

—Eso es precisamente lo que iba a decirle.

—Dígamelo ahora. No viene.

Blanche Adney miró un momento. Lord Mellifont, que parecía haber emergido del hotel para fumar un meditabundo cigarro, se había detenido a cierta distancia de nosotros, y se hallaba admirando las maravillas de la perspectiva, discernibles aún en el crepúsculo. Paseamos lentamente en otra dirección y ella dijo al poco tiempo:

—Mi idea es casi tan divertida como la de usted.

—Yo no llamo divertida a la mía; es preciosa.

—Nada hay tan precioso como lo divertido —declaró Mrs. Adney.

—Usted adopta una opinión profesional. Pero soy todo oídos.

Mi curiosidad estaba viva de nuevo.

—Bien. Pues entonces, mi querido amigo, si Clare Vawdrey es doble (y me veo obligada a decir que creo que cuantos más haya de él, mejor), su señoría tiene el defecto contrario: ni siquiera es uno solo completo.

Nos paramos una vez más, simultáneamente.

—No comprendo.

—Yo tampoco. Pero me da la sensación de que si hay dos Mr. Vawdrey, no hay, en conjunto, ni un Lord Mellifont.

Lo consideré un momento, y después me reí.

—¡Creo que entiendo lo que quiere decir!

—Eso es lo que hace que usted sea un consuelo. ¿Lo ha visto solo alguna vez?

Intenté recordarlo.

—Sí; ha venido a verme.

—Ah, entonces no estaba solo.

—Y yo he ido a verlo, a su estudio.

—¿Sabía él que estaba usted allí?

—Naturalmente, me anunciaron.

Blanche Adney me miró como a un conspirador ameno.

—¡No tienen que anunciarlo!

Con esto continuó andando. La alcancé, en ascuas.

—¿Quiere decir que debe uno ir a verlo cuando no lo sabe?

—Hay que agarrarlo desprevenido. Tiene que ir a su habitación, eso es lo que debe hacer.

Si yo me regocijaba por la manera en que nuestro misterio se abría, también estaba, excusablemente, un poco confuso.

—¿Cuando sepa que no está allí?

—Cuando sepa que está.

—¿Y qué veré?

—¡No verá nada! —exclamó Mrs. Adney mientras dábamos la vuelta.

Habíamos llegado al final de la terraza, y nuestro movimiento nos puso cara a cara con Lord Mellifont, quien, al reanudar su paseo, ahora nos había adelantado, sin indiscreción. Verlo en ese momento resultó algo iluminador, y prendió una mecha retrospectiva que conectaba con la impresión general que uno tenía del personaje. Al quedarse sonriéndonos y agitando una mano adiestrada en la noche transparente (introdujo la imagen como si hubiera sido un candidato y «apoyase» a los Alpes mismos), erguido ante nosotros en medio de la fragancia delicada de su cigarro y de todas sus otras delicadezas y fragancias, aureolada su cabeza apuesta, en cierto modo, con más perfecciones que las que jamás antes se hubieran podido ver acumuladas, me pareció tan esencialmente, tan conspicua y uniformemente el personaje público, que de golpe leí la respuesta al acertijo de Blanche Adney. Era todo público y no tenía vida privada correspondiente, al igual que Clare Vawdrey era todo privado y no tenía correspondiente vida pública. Yo había oído sólo la mitad del relato de mi compañera, y sin embargo, al unirnos a Lord Mellifont (nos había seguido… le gustaba Mrs. Adney; pero siempre había de pensarse de él que aceptaba la sociedad más que buscarla), al participar durante media hora en la bien distribuida riqueza de su conversación, sentí con descarada doblez que, por así decirlo, lo habíamos descubierto. Me divertía esa subida de telón con la que acababa de regalarme la actriz aún más profundamente que mi propio descubrimiento; y si no estaba más avergonzado de compartir su secreto que de haberla hecho participar del mío (aunque el mío, de los dos misterios, resultaba el más glorioso para el personaje implicado), era porque no había crueldad en mi ventaja, sino por el contrario una extrema ternura y una compasión positiva.

Oh, él estaba a salvo conmigo, y además me sentí rico e iluminado, como si de repente hubiera metido el universo en mi bolsillo. Había aprendido hasta qué punto una gran aparición podía depender del lugar y del momento. Sin duda sería mucho decir que siempre había sospechado de la posibilidad, en el fondo de la esencia de su señoría, de tan bello ejemplo; pero al menos, por condescendiente que suene, es un hecho que yo no ignoraba que había en mí cierta reserva de indulgencia hacia él. Me había compadecido de él en secreto por lo perfecto de su actuación, me había preguntado qué cara inexpresiva cubría esa máscara, qué le quedaba para las horas inmitigables en las que un hombre se queda consigo mismo o, aún más serio, con ese yo más intenso, su legítima esposa. ¿Cómo era en casa y qué hacía cuando estaba solo? Había algo en Lady Mellifont que daba un sentido a estas investigaciones, algo que sugería que, incluso para ella, él era el personaje público, y que ella se veía acosada por interrogantes similares, nunca los había despejado; ése era su eterno problema. Por tanto, nosotros, Blanche Adney y yo, sabíamos más que ella, pero por nada del mundo se lo diríamos, y quizá tampoco nos lo agradeciera. Ella prefería la relativa grandeza de la incertidumbre. No estaba cómoda con él, así que no podía saberlo, y él no estaba a solas con ella, así que no podía mostrárselo. Representaba para su mujer y era un héroe para los sirvientes, y lo que uno quería saber era qué sucedía en realidad con él cuando no podía verlo ojo alguno. Descansaba, posiblemente, pero ¿qué forma de descanso podía reparar tal plenitud de presencia? Lady Mellifont era demasiado orgullosa para fisgonear, y como nunca había mirado por el ojo de una cerradura, seguía guardando su dignidad y estando insatisfecha.

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