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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (24 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Cortó por lo sano la discusión, negándose rotundamente a dar por concluidas las relaciones que les unían, y señaló a su discípulo que le vendría bien irse a alguna parte —a Eastbourne, por ejemplo: el mar le pondría como nuevo— y tomarse unos cuantos días para pisar tierra y volver a la realidad. Podía robar ese tiempo, porque iba muy bien; cuando Spencer Coyle recordó lo bien que iba, de buena gana le habría dado de bofetadas. Aquel joven alto y atlético no era físicamente objeto recomendable para emplear con él razonamientos simplificados; pero una suavidad turbada en su apuesto semblante, índice de compunción mezclada con resolución, prácticamente venía a decir que si con eso se consiguiera algo habría presentado ambas mejillas. Evidentemente no pretendía que su sabiduría fuera superior; tan sólo la exponía como suya. Era su carrera, al fin y al cabo, lo que estaba sobre el tapete. No podía negarse a la formalidad de intentar la estancia en Eastbourne, o por lo menos de callarse, aunque algo de su actitud implicaba que si lo hacía sería, en el fondo, por darle a Coyle ocasión de recobrarse. Él no se sentía nada cansado, pero era lo más natural que, con aquella presión tremenda, el señor Coyle lo estuviera. El propio intelecto de Coyle se beneficiaría de las vacaciones de su discípulo. Coyle vio por donde iba, pero se dominó; demandó únicamente, como era su derecho, una tregua de tres días. Owen la concedió, aunque el alimentar tristes ilusiones fuera visiblemente contra su conciencia; pero antes de que se separasen el famoso instructor comentó: «De todos modos, pienso que es mi deber hablar de esto con alguien.

Creo que me has dicho que tu tía había venido a Londres.»

—Así es…, está en Baker Street. Vaya usted a verla —dijo el muchacho con solicitud.

Su tutor clavó en él una mirada penetrante. «¿Le has dicho algo de esta locura?».

—Aún no…, no se lo he dicho a nadie. Me pareció lo más correcto hablar antes con usted.

—¡Ah sí, «te pareció lo más correcto»! —clamó Spencer Coyle, indignado ante los cánones de su joven amigo.

Añadió que probablemente iría a visitar a la señorita Wingrave; y tras esto el joven apóstata salió de la casa.

Pero no fue para partir de inmediato hacia Eastbourne, sino para dirigir sus pasos hacia los jardines de Kensington, de donde la deseable residencia del señor Coyle —cobraba carísimo y tenía una casa espaciosa— no distaba mucho. El famoso preparador daba alojamiento a sus discípulos, y Owen había dejado dicho al mayordomo que volvería a cenar. Su sangre joven notó la tibieza del día primaveral; en el bolsillo llevaba un libro que, una vez que se hubo adentrado en los jardines y, tras un corto paseo, aposentado en una silla, sacó con ese suspiro lento y blando con que al fin se acomete un placer demorado. Estiró las largas piernas y se puso a leer; era un volumen de poesías de Goethe. Llevaba varios días en un estado de máxima tensión, y ahora, al romperse la cuerda, el alivio había sido proporcionado; pero era característico de él que esa liberación tomara la forma de un placer intelectual. Si había arrojado por la borda la probabilidad de una carrera magnífica no era para holgazanear por Bond Street ni para pregonar su indiferencia desde el ventanal de un club. Sea como fuere, a los pocos momentos se le había olvidado todo —la presión tremenda, la decepción de Coyle y hasta su temible tía de Baker Street. Si estos vigilantes le hubieran sorpendido, de fijo habrían tenido argumentos que excusaran su exasperación. No cabía duda de que era contumaz, porque hasta en la elección de pasatiempo no hacía sino poner de manifiesto lo bien que llevaba el alemán.

—¿Tú sabes qué diantre le pasa? —preguntó esa tarde Spencer Coyle a Lechmere hijo, que nunca había visto al rector del establecimiento dando tan mal ejemplo de lenguaje. El joven Lechmere no era sólo condiscípulo de Wingrave; parecía ser amigo íntimo suyo, e incluso su mejor amigo, e inconscientemente le había prestado a Coyle el servicio de hacer resaltar más, por contraste, la promesa de las grandes dotes de Owen. Era de baja estatura, robusto y en general poco inspirado, y a Coyle, que no hallaba la menor diversión en creer en él, jamás le había parecido menos interesante que en aquel momento, viéndole responder con una mirada fija desde un rostro del que habría resultado tan difícil deducir que hubiese captado una idea como juzgar del almuerzo contemplando la tapadera de una fuente. Lechmere hijo ocultaba esa clase de logros como si de imprudencias juveniles se tratara. En cualquier caso, lo que era evidente era que no se le alcanzaba que pudiera haber motivos para pensar que a su compañero de estudios le pasara nada fuera de lo normal, de modo que Coyle tuvo que seguir adelante—: Se niega a presentarse. ¡Lo manda todo a paseo!

Lo primero del caso que llamó la atención de Lechmere hijo fue la frescura, como de lengua vernácula olvidada, que había comunicado al léxico del maestro. «¿No quiere ir a Sandhurst?»

—No quiere ir a ninguna parte. Renuncia al ejército. Desaprueba —dijo Coyle en tono que dejó casi sin respiración al joven Lechmere— la profesión militar.

—¡Pero si ha sido la profesión de toda su familia!

—¿Profesión? ¡Ha sido su religión! ¿Conoces a Jane Wingrave?

—Sí. ¿Verdad que es horrible? —dijo inocentemente Lechmere hijo.

Su intructor titubeó. «Es imponente, si es eso lo que quieres decir, y está bien que lo sea; porque de algún modo, en su persona, aunque sea una apacible señora soltera, representa el poderío, representa las tradiciones y las gestas del ejército británico. Representa propiedad expansiva del nombre de Inglaterra. Doy por hecho que la familia de Wingrave se le eche encima, pero sería preciso poner en juego todas las influencias. Quiero saber cuál es la tuya.

¿Puedes tú hacer algo en esta cuestión?»

—Puedo intentar decirle un par de cosas —dijo reflexivamente Lechmere hijo—. Pero Wingrave sabe mucho. Tiene unas ideas bastante curiosas.

—¿Es que te las ha contado…, te ha hecho confidencias?

—Le he oído perorar hasta por los codos —sonrió el sincero joven—.Me ha dicho que lo desprecia.

—¿Qué es lo que desprecia? Yo no lo entiendo.

El más consecutivo de los educandos del señor Coyle se paró a meditar un momento, como consciente de una responsabilidad. «Pues yo creo que eso, la vida militar. Dice que tenemos una idea equivocada.»

—Pues no te lo debería decir a ti. Eso es corromper a la juventud de Atenas. Es sembrar la sedición.

—¡A mí no me hace mella! —dijo Lechmere hijo—. Tampoco me ha dicho nunca que pensara dejarlo. Siempre he creído que pensaba seguir hasta el final, sencillamente porque era su obligación. Wingrave es capaz de argumentar cualquier cosa y volverte la cabeza del revés… de eso doy fe. Pero es una verdadera lástima…; estoy seguro de que haría una gran carrera.

—Pues díselo; arguméntaselo; lucha con él…, por lo que más quieras.

—Haré lo que pueda…, le diré que es una vergüenza.

—Eso es, pulsa esa nota…; insiste en que sería una deshonra.

El joven miró extrañamente a Coyle. «Estoy seguro de que es incapaz de hacer nada deshonroso.»

—Sí, pero… no parecería bien. Eso es lo que hay que hacerle ver…, atacarle por ahí. Dale el punto de vista de un camarada…, de un compañero de armas.

—¡Eso creía yo que íbamos a ser! —reflexionó románticamente Lechmere hijo, muy elevado por la naturaleza de la misión que se le asignaba—. Es un gran tipo.

—¡Nadie lo pensará si se echa atrás —dijo Spencer Coyle.

—¡Pues a mí que no se atrevan a decírmelo! —contestó su discípulo acalorado.

Coyle reflexionó, tomando buena nota de aquel tono y consciente de que, porque así de retorcidas son las cosas, aunque este muchacho fuera un soldado nato, en torno a sus opciones no habría nunca emoción, como no fuera en el ánimo de la buena chica con quien a punto fijo se uniría plácidamente en fecha no muy lejana. «¿Le aprecias mucho…, tienes confianza en él?»

La vida del joven Lechmere en aquellos tiempos se gastaba en responder a preguntas terribles, pero era la primera vez que le llovían en descarga tan cerrada. «¿Si tengo confianza? ¡Por supuesto!»

—¡Pues sálvale!

El pobre chico se quedó confuso, como si con esa intensidad se le obligara a entender que había más cosas en aquel ruego que las que pudieran salir a la superficie; y sin duda sentía que apenas empezaba a aprehender una situación compleja cuando un instante después, con las manos metidas en los bolsillos, repuso esperanzado pero sin arrogancia: «¡Ya verá como yo le convenzo!»

II

Antes de ver a Lechmere, Coyle había resuelto enviar un telegrama a la señorita Wingrave. Había dejado pagada la respuesta, que al serle prestamente entregada puso punto final al encuentro que acabamos de relatar.

Partió Coyle inmediatamente hacia Baker Street, donde la dama había dicho que le esperaba, y cinco minutos después de llegar, sentado frente a la singular tía de Owen Wingrave, repetía varias veces, desahogando su entristecido enojo y con la infalibilidad de su experiencia: «¡Es tan inteligente…, es tan inteligente!» Había declarado que preparar a un chico así había sido un lujo.

—Claro que es inteligente; ¿qué iba a ser si no? ¡Que yo sepa, no ha habido más que un tonto en la familia! —dijo Jane Wingrave. Era ésta una alusión que Coyle podía entender, y que le recordaba otra de las razones del desengaño, de la humillación, por así llamarla, de la buena gente de Paramore, a la vez que daba ejemplo de aquella consciente rudeza que ya en otras ocasiones había observado en su anfitriona. El pobre Philip Wingrave, hijo primogénito del difunto hermano de esta señora, era literalmente imbécil y vivía desterrado de todas las miradas; deforme, inapto para la sociedad; irrecuperable, había sido relegado a un manicomio privado, y reducido, dentro del círculo de los amigos de la familia, a pequeña leyenda lúgubre y silenciada. Todas las esperanzas de la casa, de la pintoresca Paramore, ahora residencia permanente y un tanto triste del anciano sir Philip —sus achaques le tendrían allí recluido hasta el final—, recaían por lo tanto sobre la cabeza del hermano menor, a la que la naturaleza, como arrepentida de su anterior chapucería, había hecho notablemente apuesta y colmado de marcadas y genéricas dotes. Habían sido los únicos hijos del único hijo varón del anciano, quien, como tantos de sus antepasados, había entregado su vida joven y gallarda al servicio de su país. Owen Wingrave padre había recibido la herida mortal, en combate cuerpo a cuerpo, de un sable afgano; el golpe le había hundido el cráneo. Su esposa, que a la sazón se hallaba en la India, estaba por dar a luz su tercer hijo; y cuando sobrevino el acontecimiento, en la angustia y la negrura, la criatura llegó al mundo sin vida y la madre sucumbió bajo la multiplicación de sus penas. En Inglaterra el segundo de los niñitos, que estaba en Paramore con su abuelo, pasó a ser objeto peculiar de la tutela de su tía, la única soltera; y durante aquel interesante domingo que por apremiante invitación y a pesar de sus muchos quehaceres había pasado Spencer Coyle bajo ese techo, luego de que aceptase preparar a Owen, el celebrado instructor recibió una impresión vívida de la influencia que ejercía la señorita Wingrave, en su intención al menos. Efectivamente, el observador hombrecito había conservado una imagen curiosa de aquella corta visita: la visión de una casa de tiempos del rey Jacobo, venida a menos, decrépita y notablemente tétrica, pero llena de carácter todavía y llena de cualidades para servir de marco a la figura distinguida del viejo soldado ya pacificado. Sir Philip Wingrave, reliquia más que celebridad, era un octogenario derecho, menudo y curtido, de ojos como brasas en rescoldo y estudiada cortesía. Le gustaba hacer los honores disminuidos de su casa, pero incluso cuando con mano temblorosa encendía la vela del dormitorio para un invitado entre las protestas de éste era imposible no vislumbrar, por debajo de la superficie, al viejo inmisericorde hombre de guerra. Los ojos de la imaginación podían volverse hacia su apretado pasado oriental —a episodios en los que sus escrupulosos modales sólo podían haber servido para tornarle más terrible. Tenía su leyenda… ¡y qué historias se contaban de él!

Coyle recordaba también otras dos figuras: una tal señora Julian, descolorida e inofensiva, domesticada en la casa por un sistema de visitas frecuentes como viuda de un oficial y amiga particular de la señorita Wingrave, y una muchacha de dieciocho años, notablemente despierta, que era hija de esa señora y que al especulativo vivitante le pareció ya formada para otras relaciones. Era muy impertinente con Owen, y en el transcurso de un largo paseo que Coyle se había dado con el joven, y cuyo efecto fue, entre la mucha charla, consolidar su buena opinión de él, había sabido —porque Owen parloteaba confidencialmente— que la señora Julian era hermana de un caballero muy gallardo, el capitán Hume—Walker, del cuerpo de Artillería, que había caído en la sublevación de la India, y de quien se creía que entre él y Jane Wingrave (había sido la única concesión conocida de esta dama) hubiera habido una situación delicada, que tomó un sesgo trágico. Habían estado prometidos, pero ella, cediendo a su natuleza celosa, había roto con él y le había despachado a su destino, que fue espantoso. Una conciencia apasionada de haberle maltratado, un remordimiento áspero y perpetuo había tomado posesión de ella desde entonces, y cuando la pobre hermana del capitán, también ella unida a un soldado, quedó casi sin recursos por un golpe aún más duro, se había consagrado inflexiblemente a una larga expiación. Había buscado consuelo en tener a la señora Julian residiendo durante gran parte del tiempo en Paramore, donde vino a hacer las veces de ama de llaves sin sueldo, aunque no sin críticas, y Spencer Coyle casi creyó ver una parte de ese consuelo en la libertad de pisotearla a placer. La impresión de Jane Wingrave no sería la más débil que cosechara en aquel domingo intensificador —una ocasión singularmente teñida para él de la sensación de luto y pena y recuerdo, de nombres nunca pronunciados, del lamento lejano de las viudas y los ecos de batallas y malas nuevas. Ciertamente ere todo muy militar, y a Coyle le hizo estremecerse un poco ante aquella profesión cuyas puertas ayudaba a franquear a unos jóvenes por lo demás inofensivos. La señorita Wingrave podía, además, agravar esa mala conciencia: tan fría y clara era la buena que miraba a Coyle desde sus ojos, hermosos y duros, y vibraba en su sonora voz.

Era persona de gran distinción, angulosa pero no desgarbada, de amplia frente y abundante cabello negro, colocado como el de quien, quizá excusablemente, se cree poseedora de una cabeza «aristocrática», y ya irregularmente veteado de blanco. Pero si para nuestro perturbado amigo representaba el genio de una raza militar no era porque tuviese andares de granadero ni vocabulario de cantinera; era tan sólo porque esas asociaciones estaban vividamente implícitas en el hecho genérico al que su mera presencia y cada una de sus acciones y miradas y tonos aludían de forma constante y directa: la valentía suprema de su familia. Si era militar era porque venia de casta de militares y porque por nada del mundo habría sido otra cosa que lo que habían sido los Wingrave. Al hablar de sus antepasados caía casi en la vulgaridad, y el que se viera tentado a reñir con ella habría encontrado un buen pretexto en su defectuoso sentido de las proporciones. Esa tentación, sin embargo, no le decía nada a Spencer Coyle, para quien Jane Wingrave, como carácter fuerte manifestado en color y sonido, era casi un espectáculo, y que se alegraba de ver en ella una fuerza ejercida en su favor. Habría deseado que su sobrino tuviera algo más de la estrechez de miras de su tía, en lugar de aquella tendencia a contemplar las cosas en sus relaciones que era en él casi una maldición. Se preguntaba por qué, cada vez que la señorita Wingrave venía a la ciudad, escogía Baker Street para alojarse. Él nunca había conocido ni oído hablar de Baker Street como lugar residencial —no lo asociaba más que con bazares y fotógrafos. Adivinaba en ella una indiferencia rígida hacia todo lo que no fuera la pasión de su vida. Eso era lo único que verdaderamente le importaba, y habría tomado habitaciones en Whitechapel si hubieran entrado en sus planes tácticos. Jane Wingrave había recibido a su visitante en un salón espacioso, frío y descolorido, amueblado con asientos resbaladizos y decorado con jarrones de alabastro y flores de cera. La única pequeña comodidad personal que parecía haberse procurado era un grueso catálogo de los Economatos del Ejército y la Armada, que reposaba sobre un vasto y desolado tapete de falso azul. Su clara frente —era como una pizarra de porcelana, un receptáculo para direcciones y cuentas— se había ruborizado cuando el preparador de su sobrino le comunicó la insólita noticia; pero Coyle vio que, afortunadamente, estaba más enojoada que asustada. Tenía esencialmente, tendría siempre, demasiada poca imaginación para el miedo, y además la sana costumbre de plantar cara a todo le había enseñado que las ocasiones solían encontrar en ella un contrincante nada despreciable. Veía Coyle que su único temor en la hora presente podría haber sido el de no poder impedir que su sobrino apareciese en público como un asno, o como cosa peor, y que a esa clase de aprensiones la señorita Wingrave era de hecho inasequible. Tampoco, prácticamente, podía turbarla la sorpresa; Jane Wingrave no reconocía ninguno de los sentimientos fútiles, de los sentimientos sutiles. Si Owen había hecho el tonto, aunque sólo hubiera sido por una hora, eso la enojaba; le molestaba como le habría molestado enterarse de que su sobrino declaraba deudas o se había enamorado de una muchacha de baja condición. Pero en todo enojo quedaba el dato salvador de que nadie podría tomarla a ella por tonta.

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