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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (25 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Yo no recuerdo haberme tomado tanto interés por ningún otro muchacho…, creo que no lo he hecho nunca, desde que trato con ellos —dijo Coyle—. Le aprecio, tengo confianza en él. Ha sido un verdadero placer ver cómo se desenvolvía.

—¡Sé muy bien cómo se desenvuelven! —Jane Wingrave echó la cabeza atrás, con gesto tan entendido como si ante ella hubiera desfilado una hueste impetuosa de muchas generaciones con rechinar de vainas y espuelas.

Spencer Coyle recogió la insinuación que ella no tenía nada que aprender de nadie acerca del porte natural de un Wingrave, y hasta se sintió convicto por las palabras que siguieron a éstas de ser, a ojos de aquella señora, con la apurada historia su contratiempo, la débil lamentación por su educando, más bien un pobre hombre.— ¡Si le aprecia —exclamó la señorita Wingrave—, haga el favor de tenerle sujeto!

Coyle empezó a explicarle que era menos sencillo de lo que ella parecía imaginar; pero comprendió que realmente Jane Wingrave entendía poco de lo que le decía. Cuanto más se le insistía en que el chico tenía una especie de independencia intelectual, más lo interpretaba como prueba concluyente de que su sobrino era un Wingrave y un soldado. Hasta que le mencionó que Owen había hablado de la carrera de las armas como cosa que estaría «por debajo» de él, hasta que aquella luz más intensa sobre la complejidad del problema fijó bruscamente su atención, no reaccionó, tras un momento de reflexión estupefacta, con un: «¡Dígale que venga a verme inmediatamente!»

—Justamente para eso quería pedirle permiso. Pero también he querido prepararla para lo peor, hacerle comprender que veo a Owen verdaderamente obstinado, y sugerirle que los argumentos más poderosos que tenga usted a su alcance —sobre todo si pudiera usted esgrimir alguno intensamente práctico— nunca estarían de más.

—Creo tener un argumento poderoso —y la señorita Wingrave miró fijamente a su visitante. No tenía éste la menor idea de qué artefacto pudiera ser, pero le rogó que lo pusiera en campaña sin demora. Prometió que el joven acudiría a Baker Street aquella misma noche, mencionando, no obstante, que él ya le había instado vivamente a marcharse a pasar un par de días en Eastbourne. Esto llevó a Jane Wingrave a inquirir, sorprendida, qué virtud podía encerrarse en ese costoso remedio, y a replicar con decisión, al decirle él: «La virtud de un pequeño descanso, un pequeño cambio, un pequeño alivio de la tensión nerviosa»: «¡Ah, no le dé caprichos…; nos está costando mucho dinero! Yo hablaré con él y le llevaré conmigo a Paramore; allí se hará con él lo que hay que hacer, y se lo devolveremos a usted corregido.»

Spencer Coyle acogió esta garantía con muestras externas de satisfacción, pero antes de despedirse de la esforzada dama era consciente de haber tomado sobre sí una nueva preocupación: un desasosiego que le llevó a decirse, lamentándose para sus adentros: «Sí, en el fondo es un granadero, y no está dispuesta a obrar con tacto.

No sé cuál será su poderoso argumento; lo que me temo es que actúe sin sentido y el chico se empecine aún más. Es mejor el viejo…, él sí sabe emplear el tacto, aunque tampoco es un volcán del todo apagado. Lo más probable es que Owen le ponga hecho una furia. En fin, es un problema que el mejor de ellos sea el chico.»

Aquella noche, a la hora de cenar, volvió a sentir que el mejor era el chico. El joven Wingrave —quien, observó complacido Coyle, aún no había partido hacia la costa— se presentó en la colación como de costumbre, con aire inevitablemente un poco consciente de sí, pero no demasiado original para Bayswater. Con toda naturalidad entabló conversación con la señora Coyle, que desde el principio le tenía por el joven más apuesto que había pasado por aquella casa; de suerte que el más incómodo de los presentes era el pobre Lechmere, que se esforzó mucho, como a instancias de la más profunda delicadeza, en no cruzar la mirada con su descarriado compañero.

Spencer Coyle, sin embargo, pagaba el precio de su propia hondura con estar cada vez más preocupado; veía tan claro que había toda clase de cosas en su joven amigo que la gente de Paramore era incapaz de comprender.

Ya empezaba incluso a desaprobar la idea de presionarle; a decirse que al fin y al cabo tenía derecho a pensar como quisiera; a recordar que estaba hecho de una pasta demasiado fina para manejarla con manos torpes. Era así como el fogoso preparador, entre sus percepciones caprichosas y sus complicadas solidaridades, vivía en general condenado a no instalarse cómodamente ni en sus desagrados ni en sus entusiasmos. Su amor a la verdad rigurosa no le daba nunca ocasión de disfrutarlos. Después de cenar habló a Wingrave de la conveniencia de una visita inmediata a Baker Street, y el joven, con gesto extraño, o que así se lo pareció —es decir, volviendo a sonreír con aquella terca animación al servicio de una causa equivocada que ya mostrara en la reciente entrevista de los dos—, partió para enfrentarse a la prueba. Spencer Coyle estaba seguro de que iba amedrentado, de que su tía le daba miedo, pero no veía en ello señal de pusilanimidad. El habría ido amedrentado, bien se hacía cargo, de haber estado en la posición del pobre muchacho, y la visión de su pupilo marchando hacia la batería con paso resuelto a pesar de sus terrores era una viva estampa del temple del soldado. Más de un bravo joven se habría echado atrás ante ese especial peligro.

—¡Qué ideas tiene! —exclamó Lechmere hijo, dirigiéndose a su instructor, luego que su camarada hubo salido de la casa. Estaba asombrado y un tanto compungido —tenía una emoción que desahogar. Antes de la cena había abordado derechamente a su amigo, como le había pedido Coyle, y le había sonsacado que sus escrúpulos se fundaban en un convencimiento aplastante de la imbecilidad —«crasa barbarie» lo llamaba— de la guerra. Su gran queja era que no se hubiera inventado nada más inteligente, y estaba resuelto a demostrar, de la única manera que podía, que él no era así de animal.

—¡Y opina que a todos los grandes generales habría habido que fusilarles, y que Napoleón Bonaparte en particular, el más grande, era un bellaco, un criminal, un monstruo tal que no hay palabras para calificarle! —replicó Coyle, completando el cuadro que le pintaba Lechmere—. Veo que te ha obsequiado exactamente con las mismas perlas de sabiduría que me ofreció a mí. Pero quiero saber qué has dicho tú.

—¡Yo he dicho que eso era una sarta de majaderías! —El joven Lechmere lo dijo con énfasis, y se sorprendió un poco al oír que el señor Coyle se reía, fuera de tono, ante tan justa declaración, y seguía diciendo pasado un instante:

—Es muy curioso todo eso…, no diría yo que no lleve algo de razón. ¡Pero es una pena!

—Me ha contado cuándo empezó a verlo desde ese ángulo. Hace cuatro o cinco años, leyendo un montón de cosas sobre todos los grandes y sus campañas: Aníbal y Julio César, Marlborough, Federico y Bonaparte. Es verdad que ha leído mucho, y según él eso le abrió los ojos. Dice que le invadió una ola de repugnancia. Habla de la «miseria insondable» de las guerras, y pregunta por qué las naciones no despedazan a los gobiernos, a los gobernantes que las sostienen. Al que más aborrece es al pobre Bonaparte.

—Bueno, es verdad que el pobre Bonaparte era un bellaco. Era todo un rufián —declaró inopinadamente el señor Coyle—. Pero supongo que eso no se lo habrás reconocido.

—Hombre, sí, seguro que habría cosas que decir de él, y yo me alegro mucho de que le pusiéramos de rodillas.

Pero lo que le he señalado a Wingrave es que también su propio comportamiento se prestaría a muchísimos comentarios. —Y Lechmere hizo una pausa de apenas un instante antes de añadir: —Le he dicho que tendría que preparse para lo peor.

—Por supuesto que él te habrá preguntado qué entendías tú por «lo peor» —dijo Spencer Coyle.

—Sí, me lo preguntó, ¿y sabe qué le dije? Le dije que sus escrúpulos de conciencia y su oleada de repugnancia se interpretarían como un mero pretexto. Entonces me dijo: «¿Pretexto de qué?»

—¡Ah, ahí te puso en apuros! —respondió el señor Coyle con una risilla incomprensible para su educando.

—En absoluto…, porque se lo dije.

—¿Qué le dijiste?

Una vez más, durante unos instantes, con su mirada consciente puesta en la de su instructor, el joven se hizo esperar. «Pues lo que estuvimos hablando hace unas horas. La impresión que daría de no tener… —El sincero joven titubeó de nuevo, pero lo soltó: —Temple militar, ¿no? ¿Y sabe usted qué nos contesta a eso? —continuó.

—¡Al cuerno el temple militar! —repuso prestamente el preparador.

Lechmere hijo le miró sin parpadear. El tono del señor Coyle le dejaba en la duda de si estaba atribuyendo la frase a Wingrave o formulando una opinión propia, pero exclamó: «Ésas han sido exactamente sus palabras!»

—Le da igual —dijo Coyle.

—Quizá. Pero no es justo que se meta con nosotros. Yo le he dicho que es lo mejor del mundo, y que no hay nada más espléndido que el valor y el heroísmo.

—¡Ahí eras tú el que le tenía pillado!

—Le he dicho que era indigno de él insultar una profesión gloriosa, magnífica. Le he dicho que no hay figura más digna que la del soldado que cumple con su deber.

—Esa es esencialmente la tuya, hijo mío.

—El joven Lechmere se ruborizó; no veía claro —y era un riesgo que naturalmente le resultaba inesperado— si en aquel momento no existiría principalmenta para diversión de su amigo. Pero le tranquilizó en parte la jovialidad con que ese amigo continuó, poniéndole una mano en el hombro: —¡Sigue hablándole así! Podemos conseguir algo. En cualquier caso, te lo agradezco enormemente.

Otra duda quedaba, empero, sin disipar; una duda que le impulsó a un nuevo desahogo antes de abandonar el doloroso tema: «¡Le da igual! ¡Pero es incomprensible que le dé igual!»

—Sí, pero acuérdate de lo que me decías esta tarde…, me refiero a eso de que no le aconsejarías a nadie que te viniera a ti con insinuaciones.

—¡Creo que le tumbaría de una bofetada —dijo Lechmere hijo. Coyle se había puesto en pie; esta conversación de los dos había tenido lugar después de que la señora Coyle se retirase de la mesa, y el dueño del establecimiento, obediente a principios que formaban parte de su minuciosidad, administró a su cándido pupilo una copa de exclente clarete. El discípulo en cuestión, también en pie, remoloneó un instante, no por darle otro «tiento», como él hubiera dicho, a la garrafa, sino para secarse el microscópico bigote con prolongado e inusitado esmero. Su acompañante vio que tenía algo que decir que requería un último esfuerzo, y le esperó un momento con la mano en el pomo de la puerta. Al acercarse más Lechmere hijo, Spencer Coyle advirtió una intensidad desacostumbrada en aquella cara redonda e ingenua. El muchacho estaba nervioso, pero trataba de comportarse como un hombre de mundo. —Por supuesto que esto queda entre nosotros —tartamudeó—, y ni se me ocurriría nombrarlo ante nadie que no tuviera el interés que tiene usted por el pobre Wingrave. Pero ¿usted cree que es por zafarse?

Coyle le miró por un instante con tal dureza que visiblemente se asustó de lo que había dicho. «¡Zafarse! ¿Zafarse de qué?»

—Pues de eso de lo que hablábamos… del servicio. —El joven Lechmere tragó saliva y añadió, con una falta de ingenio activo que a Spencer Coyle le pareció casi patética: —¡De los peligros, ya me entiende!

—¿Que esté pensando en su pellejo, quieres decir?

Los ojos de Lechmere hijo se dilataron suplicantes, y lo que su instructor vio en su rosada faz —creyendo ver incluso una lágrima— fue el horror a un desengaño que sería tan espantoso como grande había sido la lealtad de la admiración.

—¿Le da…, le da mucho miedo? —repitió el sincero mozo con temblorosa zozobra.

—¡Quiá, hombre! —dijo Spencer Coyle, volviendo la espalda.

Con lo cual el joven Lechmere sintió un poco de desaire y hasta un poco de vergüenza. Pero mayor que todo eso fue su alivio.

III

Menos de uua semana después Spencer Coyle recibió una nota de Jane Wingrave, que había salido inmediatamente de Londres con su sobrino. Le proponía que se acercara a Paramore el domingo siguiente

—Owen estaba muy pesado. Allí, en aquella casa de ejemplos y recuerdos y en combinación con su pobre padre, que estaba «tremendamente disgustado», podría valer la pena hacer un último esfuerzo. Coyle leyó entre las líneas de esta carta que el grupo de Paramore había cubierto mucho terreno desde que la señorita Wingrave, en Baker Street, tratara como superficial su propia desesperación. No era una mujer insinuante, pero llegaba al extremo de presentar la cuestión como un favor particular que podía hacer a una familia afligida; y expresaba el placer que les daría el que fuera acompañado por la señora Coyle, para quien adjuntaba una invitación por separado. Mencionaba que iba a escribir también, a reserva de que el señor Coyle diera su aprobación, al joven Lechmere. Pensaba que un muchacho tan simpático y varonil podría hacerle algún bien a su desdichado sobrino. El celebrado preparador decidió no despreciar la ocasión; y ahora no se trataba ya de que estuviera irritado, sino alarmado. Mientras dirigía su respuesta a la carta de la señorita Wingrave se sorprendió sonriendo ante la idea de que en el fondo iba a defender a su ex pupilo más que a entregarle. A su esposa, que era una mujer rubia, frescachona y lenta —persona de mucha más presencia que él—; le recomendó tomarle la palabra a Jane Wingrave: aquella casa era un ejemplar tan extraordinario, tan fascinante de hogar inglés de otros tiempos.

Esta última alusión era blandamente sarcástica —más de una vez había acusado a la buena mujer de estar enamorada de Owen Wingrave. Ella lo reconocía, se ufanaba incluso de su pasión; lo que demuestra que el tema, entre ellos, se trataba con espíritu liberal. Su esposa llevó adelante la broma aceptando la invitación con entusiasmo. A Lechmere hijo le pareció de perlas hacer lo propio; su instructor, bondadoso, dictammó que un pequeño descanso le refrescaría de cara al último empujón.

Si algo llamó la atención de nuestro amigo al poco tiempo de estar en la hermosa mansión fue que, en efecto, los ocupantes de Paramore se tomaban el trance muy a pecho. Esta brevísima segunda visita, que dio comienzo el sábado por la tarde, estaba llamada a constituir el episodio más extraño de su vida. Tan pronto como se halló en privado con su mujer —se habían retirado para arreglarse para la cena—, ambos se señalaron, con efusión y casi con alarma, la siniestra tristeza que impregnaba el lugar. La casa era admirable desde su antigua fachada gris, que avanzaba en alas formando tres lados de un cuadrilátero, pero la señora Coyle no tuvo empacho en declarar que si hubiera sabido de antemano la clase de impresión que iba a hacerle jamás habría puesto el pie en ella. La calificó de «inquietante», de ambiente malsano y lóbrego, y acusó a su marido de no habérselo advertido debidamente. Él le había anticipado algunas de las apariciones que la esperaban, pero la dama aún tenía innumerables preguntas que hacerle mientras se vestía casi febrilmente. No le había dicho nada de la chica, de aquella chica increíble, Kate Julian; no le había dicho, esto es, que esa señorita, que hablando en plata era una simple paniaguada, iba a ser de hecho, y como consecuencia de su manera de estar, la persona más importante de la casa. La señora Coyle estaba ya dispuesta a proclamar que detestaba la afectación de Kate Julian. Su marido, sobre todo, no le había dicho que iban a encontrar a su joven pupilo como si le hubieran echado encima cinco años más.

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