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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (51 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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A partir de las visitas de mis nuevos amigos, nuestros encuentros se hicieron menos frecuentes. Miss Churm siempre tenía mucha demanda, nunca estaba desocupada, así que no tuve escrúpulos de posponer nuestras sesiones por un tiempo, para estar a mis anchas con la pareja. Era ciertamente divertido al comienzo, estar frente a lo real; era divertido pintar los pantalones del Mayor Monarch. Eran lo real, aunque en versiones agigantadas. Era divertido pintar el cabello que caía siempre sobre la espalda de su esposa —matemáticamente abundante— y la particular tensión elegante de su rígida presencia. Se prestaba especialmente a las posturas en que el rostro de algún modo quedaba escondido o soslayado; preferentemente en dama de espaldas o profils perdus. Cuando estaba de pie tomaba naturalmente una de las actitudes en que los pintores cortesanos representaban a las reinas y princesas; de modo que yo me preguntaba si, para adecuarme al modelo, no tendría que hablar con el editor del Cheapside para publicar un verdadero romance cortesano. «Una historia en el palacio de Buckingham». A veces sin embargo lo real y lo verosímil se ponían en contacto; por lo cual quiero decir que Miss Churm, al cumplir con una cita o venir para concertar alguna en los días que tenía mucho trabajo, se encontraba con sus rivales. El encuentro no era recíproco en tanto ellos no la tomaban en cuenta más que como si fuera el ama de llaves; no tanto por arrogancia, sino más bien porque no sabían cómo fraternizar con alguien de profesión similar, como podría imaginarme que les habría agradado hacer, al menos al Mayor.

No podían conversar acerca de los problemas del viaje en ómnibus, ellos andaban a pie; y no sabían qué otra cosa compartir, no estando ella interesada en viajes o vino tinto a buen precio. Además debieron haber olido —en el aire se percibía— que no causaban gracia, y que ella se burlaba en secreto de ese sempiterno saber cómo actuar. Y que no habría escondido sus ideas si hubiera tenido la oportunidad de darlas a conocer. Por su parte la Sra. Monarch consideraba que ella no era elegante; de otro modo ¿por qué con cierto malestar me habría dicho —estaba muy lejos de su modo de ser— que no le gustaban las mujeres poco elegantes?

Un día, cuando mi joven modelo estaba presente junto a ellos dos —incluso ella lo sugirió, cuando le pareció conveniente durante el transcurso de la charla— le dije que si podría ser tan amable de darme una mano para servir el té, una tarea que le era familiar y que pertenecía a un orden que, viviendo como yo lo hacía, con escasos recursos, a menudo les pedía a mis modelos que cumplieran. A ellos les gustaba echar mano de mis propias cosas, estar en la sala e incluso, a veces, tocar la porcelana los hacía sentir bohemios. La vez siguiente que vi a Miss Churm después de ese suceso me sorprendió mucho porque me hizo una escena por mi pedido de ese día; me acusó de haber querido humillarla. Nunca hasta entonces había demostrado contrariedad alguna, sino que parecía, entre obligada y divertida, disfrutar de la comedia de preguntarle a la Sra. Monarch, distante y silenciosa, si deseaba crema o azúcar, poniendo en la pregunta un exagerado énfasis. Había ensayado entonaciones —como si también deseara pasar por una cosa real— hasta el punto que temí que mis visitantes se ofendieran.

Oh, el hecho es que ellos estaban decididos a no ofenderse por nada, y el grado de su paciencia daba la medida de su gran necesidad. Podían sentarse una hora entera, sin quejarse, hasta que yo estuviera listo para ocuparlos; podían volver por si los necesitaba y regresar a su casa alegres si no era así. Acostumbraba acompañarlos hasta la puerta sólo por ver de qué grandioso modo renovaban sus intentos. Traté de encontrarles otros empleos: los presenté a varios artistas. Pero no se «contrataron» por razones que pude inferir y volvieron a mí una y otra vez con renovadas fuerzas. Me hicieron el honor de considerarme adecuado con su modo de ser. No eran lo suficientemente románticos para los pintores y en aquellos días había pocos pintores en blanco y negro.

Además no olvidaban el trabajo importante que les había mencionado; secretamente en sus corazones esperaban proveer la nota esencial para mi reivindicación pictórica de nuestro fino novelista. Sabían que yo no quería efectos costumbristas, nada de las frivolidades de tiempos pasados, que era un caso en el cual todo debía ser contemporáneo, satírico y presumiblemente cortés. Si los ponía a trabajar en eso, su futuro estaría asegurado, porque la labor desde luego sería larga y la ocupación intensa.

Un día la Sra. Monarch vino sin su esposo, y explicó que su ausencia se debía a un viaje a la ciudad. Mientras permanecía sentada con su habitual majestad inconmovible, hubo un llamado a la puerta en el que inmediatamente reconocí el reclamo de un modelo sin trabajo. Acto seguido entró un joven; de inmediato me di cuenta de que era extranjero; enseguida lo probó al presentarse como un italiano sin relaciones con el idioma inglés, excepto mi nombre, que mencionó de modo tal que parecía incluir a cualquier otro. Aún yo no había visitado su país ni estaba familiarizado con su lengua; pero él no era un arquetipo —¿qué es un italiano?— como para depender sólo de ese medio de comunicación, así que me hizo entender, con gestos conocidos y graciosos, que estaba en busca del trabajo en que la señora que tenía frente a mí estaba comprometida. Al principio no me impresionó, y mientras continuaba mi dibujo deslicé pocos indicios de interés o de aceptación. Él se sostuvo firme sin embargo, no importuno, pero con una fidelidad perruna en sus ojos que impúdicamente remedaban el modo de una devota servidumbre —pudo haber estado en la casa por años— injustamente valorada. De pronto me di cuenta de que su misma actitud y expresión conformaban un cuadro; le pedí que se sentara y esperara hasta que me desocupara. Había otro cuadro posible en el modo en que me obedeció, y yo observé mientras trabajaba que había otros también en la manera en que observaba pensativo, con la cabeza echada hacia atrás, el conjunto del estudio. Podría haber estado atravesando Saint Peter. Antes de terminar me dije «el tipo es un vendedor en bancarrota, pero un tesoro».

Cuando la Sra. Monarch se retiraba él cruzó la habitación como un rayo para abrirle la puerta, erguido y con la mirada arrobada del joven Dante atónito ante la joven Beatrice. Como nunca me preocupó, en tales circunstancias, la turbación del servicio doméstico británico, reflexioné que tenía la hechura de un sirviente —y yo necesitaba uno, pero no le podía pagar para eso sólo— y además la de un modelo; en resumen resolví adoptar a mi brillante aventurero siempre y cuando estuviera dispuesto a desempeñar ambos oficios. Dio un salto ante mi propuesta, y en ese hecho mi temeridad —en tanto yo realmente no lo conocía— me llevó mucho más lejos de lo previsto. Probó ser un simpático administrador aunque poco metódico, pero poseía en grado superlativo el sentiment de la pose. Intuitivo, instintivo, como el impulso que lo había guiado hasta mi puerta y le había ayudado a deletrear mi nombre grabado en la tarjeta. No tenía otras referencias para darme que la corazonada de que, observando mi ventana alta que daba al este, había adivinado que ese lugar era un estudio y que ese estudio albergaba a un artista. Había recorrido Inglaterra en busca de fortuna, como otros viajeros, y se había embarcado, con un socio y un pequeño carro manual, para vender hielo al menudeo. El hielo se había derretido y el socio se había esfumado en el tren. Mi joven usaba pantalones amarillos y ajustados con rayas rojas y se llamaba Oronte. Era moreno, pero agradable, y al vestirlo con algunas de mis ropas viejas parecía un inglés. Era tan bueno como Miss Churm, que podía verse, cuando se le solicitaba, como una italiana.

IV

Me pareció que la cara de la Sra. Monarch se convulsionó levemente cuando, al volver con su esposo encontró a Oronte instalado en casa. Era extraño tener que reconocer en un desecho de lazzarone a un competidor de su insuperable Mayor. Fue ella la que olió primero el peligro, porque el Mayor era constitucionalmente inconsciente. Pero Oronte nos trajo el té, en medio de terribles confusiones —no estaba habituado a esas ceremonias excéntricas— y yo pensé que ella valoraba que por fin estaba logrando una «posición». Vieron un par de dibujos que había hecho, y la Sra. Monarch puntualizó que nunca le habría sorprendido que él posara. «Claro que los dibujos que nos hizo a nosotros, son exactamente como nosotros», me recordó sonriendo triunfante; y reconocí que ése era justamente el defecto. Cuando dibujaba a los Monarch, no podía despegarme de ellos, ni entrar en el personaje que deseaba representar; y yo no tenía el menor deseo de que se descubriera al modelo de mi cuadro. Miss Churm nunca había vuelto a aparecer, y la Sra. Monarch pensaba que yo muy apropiadamente la escondía porque ella era vulgar; mientras que perderla a ella sería, del mismo modo que se pierde a los muertos que van al cielo, para acceder a la condición de ángel por lo menos.

Para ese tiempo, en cierto modo yo había comenzado ya el Rutland Ramsay, la primera novela de la gran serie proyectada; esto es, había producido unos cuantos dibujos, algunos con la ayuda del Mayor y de su esposa, y los había enviado para su aprobación. Mi acuerdo con los editores, como ya he señalado, era que me dejaban hacer el trabajo, en este caso particular, como yo quería, y que me adjudicaban todo el libro, pero mi participación en el resto de la serie era sólo contingente. Hubo momentos, en que, francamente, era confortable tener lo real a mano; porque había personajes en Rutland Ramsay que se les parecían mucho. Había gente presumiblemente tan enhiesta como el Mayor y mujeres de tan buena presencia como la Sra. Monarch. Había bastantes escenas de vida campestre —tratadas, es verdad, de un modo fino, fantasioso, irónico y generalizado—con una presencia considerable de enaguas y trajes típicos. Había ciertas cosas que tenía que establecer desde el comienzo; como por ejemplo la apariencia exacta del héroe y la particular aparición de la figura de la heroína.

El autor desde luego me daba una pista, pero había un margen de interpretación. Les hablé a los Monarch con confianza, les dije francamente en lo que andaba, mencioné mis dificultades y alternativas. «¡Oh, tómelo!», murmuró la Sra. Monarch dulcemente, mirando a su marido; y «¿Qué más podría querer que mi esposa?» preguntó el Mayor con el apacible candor que ahora prevalecía entre nosotros.

No estaba obligado a responder a estas observaciones, sólo estaba obligado a situar a mis modelos. Me faltaba aplomo y propuse, quizá con timidez, la resolución de mi interrogante. El libro proponía numerosas escenas, abundaban las figuras. Trabajé primero algunos episodios en los que ni el héroe ni la heroína intervenían.

Cuando una vez los incorporé, debí haberme atenido a ellos, pero no podía representar al joven de siete pies de altura en un lugar y de cinco pies nueve en otro. Yo me inclinaba por completo a la última medida, aunque el Mayor más de una vez recordó que él se veía tan joven como cualquiera. Era por cierto muy posible arreglar la figura, de modo que fuera difícil detectar su edad. Un mes después de tener al espontáneo Oronte conmigo y de haberle dado a entender varias veces que su natural exuberancia podía convertirse en una barrera insalvable para otros proyectos, me di cuenta de su capacidad heroica. Tenía sólo cinco pies nueve de altura, pero las pulgadas que le faltaban estaban latentes. Lo probé casi en secreto al principio, porque realmente tenía bastante miedo del juicio que mis otros modelos hicieran de tal elección. Si la consideraban a Miss Churm poco menos que una tramposa, ¿qué iban a pensar de una persona que estaba tan lejos de lo real como un vendedor callejero para protagonizar a un joven formado en la escuela real?

Si les tenía un poco de miedo, no era porque me acosaran, me persiguieran u oprimieran, sino porque en su patético decoro y en su misteriosa y permanente ansia apelaban intensamente a mí. Me puse por lo tanto muy contento cuando Jack Hawley vino a casa: era el consejero ideal. Pintaba mal, pero nadie mejor que él sabía poner el dedo en la llaga. Se había ido de Inglaterra por un año —a cualquier parte, ni me acuerdo dónde— para tomar aire fresco. Yo le tenía bastante aprensión, pero éramos viejos amigos; había estado lejos muchos meses y un sentido de vacuidad embargaba cada vez más mi vida. No había conseguido desviar ni un dardo en un año.

Vino, con los sentidos renovados, pero con la misma camisa de terciopelo negro, y la primera noche que pasó en mi estudio fumamos hasta tarde. No había hecho nada, sólo mirar; de modo que había vía libre para que le mostrara mis cosas. Quería ver qué había hecho para Cheapside; me manifestó su desacuerdo. Eso al menos me pareció que querían decir los dos o tres gruñidos que, tirado en mi diván, con la pierna doblada, mirando mis últimos dibujos, escaparon de sus labios mientras fumaba.

«¿Qué te pasa?», le pregunté.

«¿Qué te pasa a tí?»

«Nada, salvo que estoy desconcertado», respondí.

«Es verdad. Estás desfasado. ¿Qué significa esta nueva moda?» Y me enrostró, con visible irreverencia, un dibujo en el cual había representado a mis dos elegantes modelos. Le pregunté si no le parecían bien y me dijo que le resultaban execrables, que representaban lo que yo siempre, según su opinión, había indicado como meta de mi arte, la cual lastimosamente yo había dejado pasar —yo estaba muy ansioso de saber exactamente qué era lo que quería decir. Las dos figuras del cuadro eran descomunales, pero supuse que no era por eso que me hacía la observación, porque él sabía que, al contrario, ese efecto podría haber sido deseado. Insistí en que había estado trabajando del mismo modo que cuando por última vez me hizo el honor de decirme que podía lograr algo algún día. «Bueno, alguna falla hubo», me respondió; «espera un minuto, que la voy a descubrir». Esperé que lo hiciera, ¿en qué otra parte podría encontrar una mirada fresca? Pero finalmente no dijo nada menos amargo que: «No sé, no me gustan las tipificaciones».

Era un pobre juicio en boca de un crítico que nunca había consentido discutir conmigo otra cosa que la cuestión de la ejecución, el diseño de los rasgos y el misterio de los valores.

«En los dibujos que viste, me parece que mis personajes son muy agradables.»

«¡Oh, no van!»

«Estuve trabajando con modelos nuevos.»

«Me doy cuenta. No van.»

«¿Estás completamente seguro?»

«Completamente, son estúpidos.»

«Entonces yo también, por trabajar con ellos.»

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