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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (53 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Sin embargo, al final sólo pudo dar la espalda a la ventana; el mundo, dentro igual que fuera, estaba en todas partes, y del enorme, espantoso egotismo de su salud y su fuerza no podía uno esperar muestras de tacto o delicadeza. Es más, cuando se dio la vuelta, fue para encontrarse con su sirviente y la absurda solemnidad de dos telegramas en una bandeja. Brown habría tenido que meterlos en la habitación a puntapiés: así él habría podido sacarlos de una patada.

—Y me dijo usted que le recordara, señor…

George Dane había acabado enfadándose.

—¡No me recuerdes nada!

—Pero, señor, ¡usted insistió en que le insistiera! Desesperado, Dane volvió la cara, con un temblor patético en absurda discordancia con sus palabras:

—Si insistes, Brown, ¡te mato! —de nuevo se hallaba junto a la ventana; desde su cuarto piso, pudo ver, bajo el trompeteo del cielo, el naciente trajín del vasto vecindario. Se había producido un silencio, pero bien sabía que no era que Brown se hubiese ido: sabía exactamente cuán erguida, seria, estúpida y fervorosamente seguía allí. En un minuto volvió a oír su voz.

—Pero usted lo sabe, señor; sabe que no consigue acordarse de…

Al oír esto Dane literalmente echó chispas; era más de lo que en esos momentos podía aguantar.

—¿Que no consigo acordarme, Brown? No consigo olvidar. Eso es lo que me pasa.

Brown lo miraba con la ventaja de dieciocho años de actitud consecuente.

—Me temo que no esté usted bien, señor.

El señor de Brown reflexionó:

—Ya sé que sonará raro, pero ¡ojalá, ojalá no estuviera bien! A lo mejor me servía de excusa.

La confusión de Brown se extendía como el desierto. —¿Para librarse de ellas?

—¡Ah! —sonó un gemido; el pronombre del plural, cualquier pronombre, siempre tan inoportuno—. ¿De quién se trata?

—De esas señoras de las que me habló… las que iban a venir a almorzar.

—¡Oh! —el pobre hombre se dejó caer en la primera silla y fijó la vista sobre la alfombra durante un rato. Era todo muy tortuoso.

—¿Cuántos van a ser, señor? —preguntaba Brown.

—¡Cincuenta!

—¿Cincuenta, señor?

Nuestro amigo, desde su silla, miraba errante de un lado a otro; tenía, aún sin abrir, los telegramas en la mano. Ahora rasgó brutalmente uno de ellos.

«Espero puedas sinceramente perdonarme si llevo hoy, 1:30, a mi querida Lady Mullet. La pobre se está muriendo» —leyó a su compañero.

Su compañero sopesó:

—¿Cuántos van a ser con ella, señor?

—¿Con la pobre lady Mullet? Ni la menor idea.

—¿Se está… muriendo…, señor? —inquirió Brown, como si de ser así fuesen a ser más.

Su señor se sorprendió; vio luego que Brown imaginaba una forma de agonía particular.

—¡No! ¡Sólo se muere de ganas de venir! —Dane abrió el otro telegrama y de nuevo, en voz alta, leyó—: «Lamento muchísimo pero imposible a las once. Cuento contigo, como mayor favor, a las dos aquí».

—¿Cuántos van a ser con esto, señor? —proseguía, imperturbable, Brown.

Dane estrujó las dos misivas enérgicamente y las acompañó hasta la papelera, donde fueron arrojadas a conciencia.

—No sé qué decirte. Te las tendrás que arreglar solo. Yo no estaré aquí.

Tuvo que llegar este punto para que Brown acusara cierta expresión.

—Irá usted entonces…

—¡Pues sí, iré! —desvarió Dane, frenético.

Brown, por su parte, había tenido ocasión de manifestar antes que él jamás iba a desertar de su puesto.

—¿Esto significa que no van a ser tres? —hizo una pausa entre respetuosa y recriminatoria.

—¿Es que somos tres?

—Yo cuento cuatro en total.

Su señor, sea como fuere, le había captado el pensamiento. —¿Renunciar a ser tres por ir con una, querías decir? ¡Oh, Brown, no voy a ir con ella!

Nunca había sido tan horrible la famosa —su gran virtud— «meticulosidad» de Brown.

—¿Entonces adónde va a ir usted?

Dane se sentó frente al escritorio, y observó su frase raída.

—Hay una tierra prometida… ¡lejos… muy lejos! —sonó como el sonsonete de un niño enfermo; y durante un minuto supo muy bien que Brown ni siquiera había pestañeado. En este minuto sintió sobre sus hombros el taladro de la censura.

—¿De verdad está seguro de encontrarse bien, señor?

—Es la certeza lo que me abruma, Brown. Echa un vistazo a esta habitación y dime: ¿podría algo estar «mejor», a ojos del odioso mundo, que todo lo que aquí nos rodea: esta impresionante colección de cartas, notas y circulares, este cúmulo de pruebas de imprenta, de revistas y libros, estos telegramas eternos, estos invitados inminentes, este atrasado, inacabable trabajo? ¿Qué más puede un hombre desear?

—¿Quiere usted decir que es demasiado, señor? —Brown a veces tenía estas iluminaciones.

—Es demasiado. Es demasiado. Pero tú no puedes hacer nada, Brown.

—No, señor —convino Brown—. ¿Usted tampoco?

—Le estoy dando vueltas… tengo que pensarlo. ¡Hay veces…! —sí, había veces, y ésta era una de ellas: se levantó, en un espasmo, para dar una vuelta más a su laberinto, pero aún fuera del alcance, sin volver a cruzarse con ella siquiera, de la mirada de su amonestador. Si alguien creía que fuese un genio, ése era Brown; pero era terrible, lo que eso significaba, ser un genio para Brown. Ocasiones había habido en que había hecho plena justicia a esa forma que él tenía de darle ánimos; pero ahora, de toda la avalancha, eso era casi lo peor—. No te preocupes por mí —insistió, sin sinceridad, y contemplando otra vez el mundo radiante y hermoso por la ventana—. Quizá se ponga a llover… quizá eso no se haya acabado. Me encanta la lluvia —continuó débilmente—. Quizá, aún mejor, nieve.

Ahora Brown mostraba, sin duda, una expresión perceptible, y era de miedo.

—¿Nieve, señor…? ¿A finales de mayo? —sin hacer hincapié en el detalle, miró su reloj—. Se sentirá mejor en cuanto haya desayunado.

—Es posible —dijo Dane, a quien desayunar le pareció ciertamente una alternativa mejor que abrir cartas—. Voy enseguida.

—Pero ¿sin esperar…?

—¿Sin esperar qué?

Por fin Brown, bajo el efecto del terror, tuvo su primer lapsus de lógica, que delató, vacilante, con la esperanza inequívoca de que su compañero fuese capaz, por una inspiración de la memoria, de eximirle de un deber penoso.

—Usted dice que no consigue olvidar, señor; pero está olvidando que…

—¿Es algo muy horrible? —interrumpió Dane.

Brown no se decidía.

—Simplemente el caballero al que usted me dijo que había invitado…

Dane lo interrumpió de nuevo; horrible o no, volvía a empezar: en realidad el mero hecho de que volviera lo clasificaba.

—¿A desayunar hoy? Era hoy; ya veo.

Volvía, sí, volvía; la cita con aquel joven —suponía que era joven—, cuya carta, aquella carta sobre… —¿sobre qué era la carta?—, le había causado tan buena impresión.

—Sí, sí. Espera. Un momento, un momento.

—Quizá el caballero le haga algún bien, señor —sugería Brown.

—Sin duda… sin duda. ¡Adelante! —hiciera lo que hiciese el joven, al menos le salvaría de hacer otra cosa: esta idea se le ocurrió a nuestro amigo mientras Brown se retiraba, al oír la vibración del timbre eléctrico de la entrada. En el corto intervalo que siguió dos cosas más tuvo presentes: que había olvidado por completo la relación, el origen, la finalidad y el motivo de su invitado; y que él persistía en su disposición de no tocar… no, no iba a mover un solo dedo. Ah, ¡ojalá pudiera no volver a tocar nada jamás! Todos los sellos sin romper y todas las peticiones sin atender siguieron intactos mientras él, durante una pausa que fue incapaz de medir, permanecía de pie frente a la chimenea con las manos aún en los bolsillos. Oyó un breve intercambio de palabras en el vestíbulo, pero luego nunca recordaría el tiempo invertido por Brown en reaparecer, preceder y anunciar a otra persona: una persona cuyo nombre no consiguió, por alguna razón, llegar a sus oídos. Brown volvió a salir a ocuparse del desayuno, dejando a invitado y anfitrión frente a frente. La duración de esta primera fase, más adelante, desafió también toda medida; pero eso apenas tuvo importancia, pues en la serie de acontecimientos que siguió llegaron puntualmente la segunda, la tercera, la cuarta, la rica sucesión de las demás. Aun así, lo que aconteció entonces fue sólo que Dane sacó la mano del bolsillo, para tendérsela a alguien y sentir cómo se la estrechaban. De este modo, ciertamente, si había deseado no volver a tocar nunca nada, ya lo había tocado.

II

Podía llevar allí una semana —en el escenario de su nueva conciencia— y aún no había hablado una sola vez. La ocasión se presentó cuando una de las silenciosas figuras que había estado observando distraídamente se le acercó por fin, exhibiendo un semblante que era la mejor expresión —para sus sentidos complacidos pero todavía ligeramente confusos— del encanto general. ¿En qué consistía el encanto general? No era fácil decirlo con palabras; tal era el abismo de rasgos negativos, la ausencia de rasgos positivos, de todo. Lo más curioso fue que al cabo de un minuto quedó impresionado al ver reflejada su mismísima imagen en aquel su primer contertulio, que había ido a sentarse junto a él, en el cómodo banco, bajo el pórtico alto y claro y sobre el ancho jardín de confines remotos, en cuyo verdor destacaba, sobre todo, una superficie de aguas mansas y la blanca nota de antiguas estatuas. La ausencia de todo, en el aspecto del Hermano que tan informalmente se le había aproximado —un hombre de su edad, del tipo modesto, distinguido y cansado—, consistía en realidad, como pronto pudo ver, en la ausencia de todas aquellas cosas que él no deseaba. No quería, de momento, nada más que estar allí, dejar que las aguas lo empaparan. Todavía estaba bañándose, en las aguas profundas, espaciosas, de la tranquilidad. Allí estaban, ahora, sentados, sumergidos hasta el cuello. No había tenido que hablar, no había tenido que pensar, apenas había tenido que sentir. Así había estado antes sumergido —¿cuándo?, ¿dónde?—, en otra marea; sólo que en aquella marea las aguas estaban revueltas y todo era estertor y convulsión. En ésta la corriente era tan tibia y pausada que uno flotaba prácticamente sin moverse y sin sentir escalofríos. El silencio no se quebró inmediatamente, aunque lo cierto es que Dane creyó percibir el sonido antes de que se produjera. Podía percibirse por sí mismo, casi sin palabras, el hecho de que él y su compañero eran Hermanos, y lo que eso significaba.

Se preguntaba, aunque no por necesidad de tranquilizar su ánimo —porque necesitar eso era imposible—, si su amigo veía en él la misma semejanza, la prueba de paz, la misma garantía de lo que el lugar era capaz de conseguir. La larga tarde tocaba a su fin, las sombras se alejaban y el arrebol del cielo se hacía más intenso, pero nada cambiaba —nada podía cambiar—en el elemento en sí. Era una seguridad toda conciencia. ¡Era una maravilla! Dane se había acostumbrado a vivir en ella, pero su conciencia aún permanecía inmensamente atenta. Habría lamentado perderla, porque esta única realidad, por ahora, la bienaventurada realidad de la conciencia, parecía ser lo más grande de todo. Su único inconveniente estaba en que, siendo como era una actividad en sí misma, una palpitación delicada en el corazón de la gratitud, el curso del día se agotaba en ella.

Pero, aun siendo así, ¿dónde estaba lo malo? Si había ido, había sido sin exigencias, a conformarse con lo que hubiera. En la zona en que ahora se encontraba, el gran claustro, con sus tres lados cerrados y probablemente, para su sensibilidad subyugada, el conjunto más grande, más etéreo y hermoso que la mano humana había sido capaz de resolver en dimensiones de longitud y anchura, orientaba hacia el magnífico panorama una galería exterior que se unía al resto del pórtico formando una logia alta y seca, tal como las que pretendía —íntimamente se engañaba un poco— haber visto en la Italia de los viejos tiempos, en antiguas villas, antiguos conventos, antiguas ciudades. Esta disposición que le recordaba la gran morada de una orden, algún apacible Monte Cassino, alguna Grande Chartreuse más accesible, constituía su principal término de comparación; se daba cuenta, sin embargo, de que nunca había visto realmente, en ninguna parte, algo tan calculado y generoso a la vez.

Tres impresiones en particular le habían acompañado toda la semana, y no podía menos que recordar el efecto feliz que causaban sobre sus nervios. Cómo había llegado a producirse no habría sabido decirlo: de hecho, hasta ahora, le bastaba con no saber ni las causas ni los pretextos; pero siempre que decidía escuchar poniendo un poco de atención creía oír, a una indefinida distancia, un dulce son de lentas campanas. ¿Cómo podían estar tan lejos siendo tan audibles? ¿Cómo podían estar tan cerca siendo tan débil su sonido? Y por encima de todo, ¿cómo podían, en este lapso de la vida, medir, con tanta frecuencia, el tiempo de las cosas? Lo verdaderamente esencial, la auténtica bendición del cambio experimentado por Dane consistía precisamente en que no había ya tiempo que medir. La sensación se reproducía cuando oía los pasos calmosos que, siempre al alcance de su atención vaga, marcaban el ocio y el espacio, pasos que parecían, en el frescor y largura de las arcadas, caer con levedad y retroceder en la eternidad. Esta era la segunda impresión, que se fundía con la tercera, pues, en este sentido, toda forma de delicadeza no era, en el mejor de los lugares, sino un nuevo giro, sin violencias ni intervalos, del raudal infinito de la serenidad. Los pasos sosegados eran figuras sosegadas: las figuras sosegadas gracias a las que la imagen era humana, y gracias a las que su perfección podía tocarse. Esta perfección, notaba él en el banco al lado de su amigo, podía tocarse ahora más que nunca. Su amigo acabó entonces dirigiéndole una mirada que en nada se parecía a las miradas de sus amigos en los clubs de Londres.

—¡Todo consistía en descubrirlo!

Era extraordinario cómo se ajustaba esta aseveración a los pensamientos de Dane.

—¿De eso se trataba, verdad? ¡Y cuando pienso —dijo— en toda la gente que no lo ha descubierto y que nunca lo descubrirá!

Suspiró por esos desventurados con un casi desconocido grado de ternura, advirtiendo al mismo tiempo lo bien que debía conocer su compañero a la gente a la que se refería. No se refería a todos, pero eran todos los que lo querían, aunque de éstos, sin lugar a dudas —bueno, por motivos, por cosas que, en el mundo, había observado—, nunca iba a haber demasiados. Tal vez no todos los que lo desearan iban a acabar encontrándolo; pero al menos no lo iba a encontrar nadie que no lo deseara de verdad. Y luego ¡qué necesidad había tenido que darse primero! ¡Y cómo había tenido que ser la suya propia primero! Volvía a sentir, a la vista del rostro de su compañero, lo que aún podía ser una vez enteramente satisfecho; sentía también, por el mero conocimiento común de estas cosas, hasta qué punto se establecía la comunicación entre ellos.

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