13 cuentos de fantasmas (49 page)

Read 13 cuentos de fantasmas Online

Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
4.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

«¿De modo que Claude Rivet me recomendó?» dije de inmediato; y agregué que era muy amable de su parte, aunque pensándolo bien, si él sólo pintaba paisajes, no perdía nada enviándolos.

La mujer miró con seriedad al caballero y el caballero miró el cuarto. Después de mirar un momento al piso, se atusó el bigote, y posó en mí sus ojos complacidos con esta frase: «Dijo que usted era el indicado».

«Trato de serlo, cuando las personas toman asiento.»

«Sí, nos gustaría», dijo la dama ansiosa.

«¿Prefieren juntos?»

Mis visitantes intercambiaron una mirada.

«Si pudiera hacer algo conmigo, supongo que será el doble», balbuceó el caballero.

«Oh, claro, naturalmente el precio es mayor por dos figuras que por una.»

«Nos gustaría un precio alto», confesó el marido.

«Me parece muy bien», respondí, demostrando inusual simpatía, porque creí que se refería al pago del artista.

Una sensación de extrañeza pareció iluminar a la señora. «Nos referimos a las ilustraciones, el señor Rivet dijo que usted estaba por hacer una».

«¿Hacer… una ilustración?» yo estaba igualmente confundido.

«Retratarla, usted entiende» dijo el caballero poniéndose colorado.

Fue sólo entonces que comprendí la clase de favor que Claude Rivet me había hecho; les había dicho que yo trabajaba en blanco y negro para revistas, libros de cuentos, cuadros de la vida contemporánea y que, en consecuencia, tenía muchísima demanda de modelos. Esas cosas eran ciertas, pero no era menos cierto —puedo confesarlo ahora, si porque mis aspiraciones fueran a todo o a nada, dejo al lector adivinar— que no podía dejar de pensar en los honores, para no hablar de los emolumentos, de ser un gran pintor de retratos. Las ilustraciones eran mi modo de ganarme la vida; yo apuntaba a otra faceta del arte —la que me parecía más interesante— para perpetuar mi fama. No me da vergüenza tener esa perspectiva junto con la de hacer fortuna; pero tal fortuna estaba muy distante en tanto mis visitantes deseaban ser retratados sin pagar. Me sentía molesto; porque en un sentido pictórico ya los había visto. Había captado su tipo, y ya tenía planeado cómo los iba a representar. Algo que en absoluto los había complacido, reflexioné luego.

«¿Ah, ustedes… son… son…?» comencé apenas pude dominar mi sorpresa. No me salía esa fea palabra «modelos»: me parecía que no se ajustaba al caso.

«No tenemos mucha práctica» dijo la señora.

«Tenemos que hacer algo y pensamos que un artista de su talla tal vez pudiera hacer algo por nosotros», dijo de golpe el esposo. Luego añadió que no conocían muchos artistas, y que habían ido a ver en primer término —él pintaba paisajes desde luego, pero a veces les ponía también figuras humanas, acaso yo recordara— al señor Rivet, a quien habían conocido unos años antes en un lugar de Norfolk donde estaba pintando.

«Nosotros a veces pintábamos también» recalcó la dama.

Es muy duro, pero debemos hacer algo», prosiguió el marido.

«Desde ahora mismo, ya que no somos muy jóvenes», admitió ella con una sonrisa débil.

Al decirles que sería mejor saber algo más acerca de ellos, el esposo me dio una tarjeta que extrajo de una impecable agenda —sus pertenencias eran de lo más nuevas— con la inscripción «Mayor Monarch». Pese a lo llamativas, esas palabras no me aclararon nada; pero mi visitante agregó al momento: Acabo de dejar el ejército y hemos tenido la desgracia de perder nuestro dinero. De hecho contamos con escasísimos recursos.»

«Lo que dificulta llevar… una vida ordinaria», dijo la Sra. Monarch.

Evidentemente deseaban mantener la discreción, cuidando de no alardear porque eran gente bien nacida. Yo sentía que trataban de concebirlo como un inconveniente, y al mismo tiempo inferí por debajo de lo que expresaban —consuelo en la adversidad— que tenían sus puntos de vista. Ciertamente los tenían; pero se referían preponderantemente a las convenciones sociales; algo así como sobre de qué modo mantener siempre un taller arreglado. Para mí, no obstante, un taller fue desde siempre, o debió siempre ser, un cuadro.

En relación con la edad que había señalado su mujer, el Mayor Monarch observó: «Naturalmente es más por la figura por lo que nos ofrecemos. Creo que nos mantenemos bien». En ese instante me di cuenta de que la figura era por cierto su punto fuerte. Ese «naturalmente» no sonaba vano, sino que iluminaba la cuestión. «Ella tenía una figura insuperable», continuó él, reverenciando a su esposa sin rodeos, como en una charla de sobremesa.

Yo sólo pude replicar, como si de veras estuviésemos sentados frente a nuestros vasos de vino vacíos, que la suya no lo era menos; lo que le hizo a su turno responder: «Pensamos que si tiene que retratar a gente de nuestra clase, nosotros podemos modelar. Ella particularmente, como dama para una ilustración, ¿entiende?».

Estaba tan divertido con ellos que, por seguir, hice todo lo posible por considerar su punto de vista; aunque era complicado para mí verme haciendo elogios físicos, como si se tratara de animales a la venta o de negros esclavos útiles, a una pareja a la que sólo habría esperado conocer en ese tipo de relaciones donde está implícita la crítica; miré a la Sra. Monarch como un juez para exclamar al rato con toda convicción: «¡Oh, sí, la estampa de una dama para un libro!» Ella mostraba singularmente lo que sería una mala ilustración.

«Bien, de pie, si le place», dijo el Mayor; y se plantó ante mí con un aire verdaderamente grandioso.

Pude medirlo de una ojeada: tenía seis pies dos de altura y el porte de un perfecto caballero. Cualquier club en proceso de formación que deseara ostentar elegancia lo habría contratado para la entrada principal. Lo que me conmovió de inmediato fue que al ponerse frente a mí, había perdido toda su majestad; parecía más bien una imagen publicitaria. No puedo, desde luego, precisar esto en detalle, pero pude captar que eran capaces de hacer la fortuna de alguien, no quiero decir la suya. Había en ellos algo de confeccionistas, de dueños de hotel, de vendedores de jabón. Logré imaginarlo. «Siempre usamos esto» prendido en la solapa con el efecto más atrayente; tuve la visión del brillo con que podían inaugurar una table d'hote.

La Sra. Monarch estaba sentada como una estatua, no por orgullo, sino por timidez; de inmediato su esposo le dijo: «Levántate, querida mía, y muestra tu elegancia». Ella obedeció, aunque no tenía necesidad alguna de demostrarlo. Caminó hasta el final de mi estudio y al volverse la noté ruborizada, fijando la mirada temblorosa en su compañero de solicitud. Me recordó un hecho que accidentalmente observé en París, estando allí con un amigo, un dramaturgo a punto de concretar una obra de teatro, cuando una actriz se le presentó para pedirle un papel. Se adelantó con pasos seguros hasta ponerse frente a él, fue de un extremo al otro, del mismo modo que la Sra. Monarch. La Sra. Monarch lo hizo muy bien, pero me abstuve de aplaudirla. Era desagradable ver a tales personas solicitando tan poca retribución. Daba toda la idea de una mujer que tenía una renta de diez mil libras al año. El esposo había usado la palabra que la describía: era, en la jerga corriente de Londres, esencial y típicamente «elegante». Su figura era, en el mismo orden de pensamiento, conspicua e irreprochablemente, «agradable». Para una mujer de su edad, su cintura era sorprendentemente pequeña, todavía más, la curvatura de sus codos era perfecta. Sostenía la cabeza en el ángulo adecuado, pero ¿por qué vino a mí? Debió haber lucido ropa para una tienda importante. Me temí que mis visitantes no sólo eran pobres sino también «artistas» —lo que constituiría una gran complicación— cuando ella volvió a su asiento luego de que le di las gracias; observando al mismo tiempo que lo que un artesano más valora en su modelo es su capacidad de permanecer inmóvil.

«¡Oh, ella puede mantenerse inmóvil», dijo el Mayor Monarch. Luego agregó jocoso: «Siempre pude tenerla quieta».

«Yo no soy una persona inquieta, ¿o sí?» por poco me pongo a llorar, pensé, cuando vi que ella escondía la cabeza como una ostra en el pecho de su acompañante.

El destinatario de tal expansión de sentimientos dirigió hacia mí su respuesta. «Tal vez no esté de más mencionar —porque somos gente de negocios, ¿no es así?— que cuando nos casamos, ella era conocida como la Hermosa Estatua.»

«Oh, Dios!» dijo la Sra. Monarch melancólica.

«Desde ya me gustaría una gran expresividad», agregué.

«¡Desde luego!»; nunca vi semejante unanimidad.

«Supongo que ustedes saben que se trata de un trabajo agotador.»

«¡Nunca nos cansamos!» clamaron enérgicamente a dúo.

«¿Tuvieron alguna experiencia anterior?»

Dudaron, se miraron el uno al otro. «Hemos sido fotografiados intensamente», dijo la Sra. Monarch.

«Ella quiere decir que nos lo pidieron», agregó el Mayor.

«Claro, porque son tan agradables.»

«No sé por qué, pero siempre estaban tras de nosotros.»

«Nunca cobramos las fotografías», dijo con una sonrisa la Sra. Monarch.

«Debimos traer algunas, querida», anotó el esposo.

«No estoy segura si nos quedan. Regalamos muchísimas», me explicó.

«Con nuestros autógrafos y esas cosas», dijo el Mayor.

«¿Se consiguen en los negocios?» pregunté con inocente placer.

«Oh, sí, las de ella… estaban siempre.»

«Ahora ya no», dijo la señora Monarch mirando fijo al suelo.

II

Me podía imaginar cuáles eran «esas cosas» que agregaban a las copias de las fotografías, y estaba seguro de que escribían con una bellísima caligrafía. Era increíble con qué rapidez me hacía cargo de todo lo que les concernía. Si eran ahora tan pobres como para tener que pelear los centavos, nunca debieron haber estado más allá de ese margen. Sus impecables presencias debieron ser todo su capital, y tomaron con buen humor que ese recurso los marcara en su devenir. Estaba en sus rasgos, la turbación, el profundo reposo mental de veinte años de estadías en casas de campo, lo que les daba tan agradables modulaciones. Pude ver las soleadas habitaciones de dibujo, llenas de periódicos que no leía, en las que la señora Monarch se había sentado sin cesar; pude ver los húmedos arbustos de fresas entre los que ella se había paseado, más para ser admirada que por cualquier otro motivo. Pude ver los ricos abrigos que el Mayor había dispuesto para cazar y los maravillosos vestuarios que, tarde en la noche, reunía en la sala de fumar para comentarlos. Pude imaginar sus caminatas y sus ejercicios de natación, sus conocimientos de telas y alfombras, sus equipajes y paraguas; pude evocar la apariencia exacta de sus sirvientes y la compacta variedad de su equipaje sobre la plataforma de las estaciones de tren en distintos países.

Daban poca propina, pero agradaban a todos; no hacían nada por sí mismos, pero eran bien recibidos. En todos los lugares lucían bien; gratificaban el gusto general en cuanto a estatura, complexión y «forma». Lo sabían sin fatuidad o vulgaridad; y actuaban en consecuencia. No eran superficiales; sabían lo que hacían y guardaban compostura; ésa había sido su línea de conducta. Personas con semejante gusto por la actividad debían tener alguna norma. Pude sentir cómo aun en una casa inhóspita habrían confiado en la alegría de vivir. En las circunstancias actuales ha habido algunos cambios —no importa cuáles, su pequeño ingreso ha disminuido, cada vez más— y tienen que esforzarse para conseguir un sueldo. Los amigos los aceptan, me doy cuenta, pero no les gusta mantenerlos. Había algo en ellos que representaba un crédito: las ropas, los modales, el tipo; pero si el crédito es un bolsillo vacío en el cual sólo reverbera un tintineo ocasional, al menos que se oiga. Lo que querían de mí era que los ayudara a lograr eso. Afortunadamente no tenían hijos, pronto lo adiviné. También que tal vez querían que nuestra relación se mantuviera en secreto, y por eso aludían a la «figura»; la reproducción exacta del rostro los habría traicionado.

Me gustaban —sentí, seguramente como sus amigos, que eran muy simples—; y no tenía objeción alguna, si se adecuaban. Pero con todas sus perfecciones, no podía fácilmente creer en ellos. Después de todo eran aficionados, y la pasión que a mí me dominaba era el odio a los improvisados. Combinado con esto había otra perversión, una preferencia innata por el sujeto representado por sobre el real: la omisión de lo real era lo más apto para hacer necesaria la representación. Me gustaban las cosas que surgían, entonces me sentía seguro. Si eran o no era una cuestión subordinada y casi siempre sin importancia. Había otras consideraciones, la primera de las cuales era que tenía dos o tres reclutas contratados, especialmente una persona notablemente joven con pies grandes, de alpaca, proveniente de Kilburn, que desde hacía dos años concurría regularmente para mis ilustraciones y con la cual yo estaba todavía —a lo mejor innoblemente— satisfecho. Les expliqué francamente a mis visitantes cómo estaban las cosas, pero ellos habían tomado más precauciones de las que yo suponía.

Habían sopesado la medida de su oportunidad, en tanto Claude Rivet les había hablado de la édition de luxe de uno de los escritores contemporáneos —el más raro de los novelistas— que habiendo sido dejado de lado por el público y valorado por los expertos (¿necesito mencionar a Philip Vincent?), tuvo la fortuna de ver, en el ocaso de su vida, la aurora de una altísima valoración crítica, una estimación por parte del público en la que había algo de expiación. La edición que se preparaba, planeada por un editor de buen gusto, era prácticamente un acto de la más alta reparación; el tallado en madera con que se la iba a enriquecer era el homenaje del arte inglés a uno de los representantes más prominentes de las letras inglesas. El Mayor y la Sra. Monarch me confesaron que habían tenido la expectativa de ser contratados en la parte que me tocaba del proyecto. Sabían que yo iba a hacer el primero de los libros, Rutland Ramsay, pero tuve que aclararles que mi participación en el resto del asunto —este primer libro iba a servir de prueba— iba a depender de lo bien que hiciera el primero.

Si no les gustaba, mis empleadores iban a deshacerse de mí con las lacónicas palabras habituales. Era por lo tanto un trabajo crucial para mí, y naturalmente estaba haciendo preparativos especiales, buscando gente nueva, si fuese necesario, y asegurándome los mejores tipos. Admití sin embargo que me gustaría contar con dos o tres modelos que sirvieran para cualquier circunstancia.

Other books

Small-Town Girl by Jessica Keller
Desire in the Arctic by Hoff, Stacy
Icehenge by Kim Stanley Robinson
There's Only One Quantum by Smith, William Bryan
Mala hostia by Luis Gutiérrez Maluenda
Armageddon by Jasper T. Scott
Intimate Distance by Katerina Cosgrove
The Juliet Spell by Douglas Rees
Laura Jo Phillips by The Bearens' Hope: Book Four of the Soul-Linked Saga