Read 13 cuentos de fantasmas Online

Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (63 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
11.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Miss Susan estaba atónita; era patente que casi no podía creerlo:

—¿Y la gente bien?

—La gente bien era la peor.

—¡Debían de ser los más valientes! —apostilló Miss Amy. Le había ido volviendo rápidamente el color al escuchar la pormenorizada explicación de su visitante—. Y, puesto que de ello vivían, también de ello morían.

—¿Nada va a reprocharles usted? Me parece muy acertado —dijo el vicario riéndose— pese a mi sotana; y aun me atreveré a afirmar, por muy chocante que le parezca en mí, que les debemos, en nuestro presente mediocre y aburrido, la sensación de un pasado brillante, de una especie de empañado tono romancesco. Ellos nos han dado —perseveró con un buen humor peligrosamente rayano, habida cuenta de la sotana, en el contrasentido puro y simple— nuestro pequeño puñado de leyendas y nuestra remota posibilidad de fantasmas. —Hizo una breve pausa, en su más genuino estilo del púlpito; pero las damas no aprovecharon este momento para intercambiar ninguna mirada entre sí.

De hecho, en un inmenso cambio súbito, ya habían quedado fascinadas hasta ese grado—. De veras que todos los peniques de este lugar, exceptuando los ganados por artes más sutiles (aunque no más nobles) en nuestros tiempos virtuosos, y aunque haya que decir que es una lástima que no tengamos más de esos peniques… todos los peniques que había en el lugar, digo, eran cosechados mediante alguna infracción astuta, y a riesgo del cuello, burlando a los funcionarios del rey. Resulta chocante, ¿verdad?, lo que le estoy diciendo a usted, y no se lo diría a cualquiera; pero pienso en algunos de los objetos antiguos y ajados que nos rodean, y que son producto de los referidos modos de cosechar, con una especie de oculta ternura… por su cualidad de reliquias de la época heroica de esta localidad. ¿En qué nos hemos convertido hoy día? ¡En aquel entonces éramos al menos tipos endiablados!

Susan Frush lo meditó todo gravemente, pugnando contra el hechizo de aquella evocación: —Pero ¿debemos olvidar que eran perversos?

—¡Jamás! —exclamó riendo Mr. Patten—. Gracias, querida amiga, por amonestármelo. ¡Se ve que yo soy aún peor que ellos!

—¿Es que usted lo habría hecho?

—¿Asesinar a un vigilante de la costa? —El vicario se rascó la cabeza.

—Espero —dijo pasmosamente Miss Amy— que se habría defendido usted. —Y le lanzó a Miss Susan una mirada de superioridad—: ¡Yo lo habría hecho! —añadió, con gran nitidez.

Su compañera le salió inquietamente al paso:

—¿Habrías estafado al fisco?

Miss Amy no vaciló sino un instante; acto seguido, con una extraña sonrisa que, sin embargo, ocultó girando la cabeza rápidamente, declaró de manera harto notable:

—¡Sí!

Su visitante, ante aquello, la asió, socarrón y entusiasta, por el brazo:

—En ese caso, ¿puedo contar con usted a medianoche para que me ayude a dar el golpe?

—¿Que lo ayude a…?

—…a desembarcar la última remesa de Tauchnitzs.

Ella acogió la propuesta como alguien cuya fantasía se encendiera de súbito, en tanto que su prima se aplicó a contemplarlos a los dos mientras improvisaban entre ambos una especie de farsa de salón.

—¿Es un trabajo peligroso?

Al pie del acantilado, cuando vea arrimarse el lugre.

—¿Armada hasta los dientes?

—Sí, pero disfrazada. ¡Su viejo impermeable!

—El mío es nuevo. ¡Pero me pondré el de Susan!

No obstante, la señorita buena tenía sus reservas:

—¿No podría ser, a pesar de todo, que de vez en cuando se arrepintiese alguno de ellos?

Mr. Patten expresó su sorpresa:

—¿Por alguna operación sin provecho?

—Por el mal, ya que era mal, que hacía.

—¿«Alguno» de ellos? —Ella había hablado demasiado, pues de improviso no pareció sino que el vicario hubiese adivinado una intención oculta en su pregunta.

Ellas se mostraron, sin embargo, raudamente unánimes en conjurar el peligro, ante el cual Miss Susan en particular hizo gala de una inspirada presencia de espíritu:

—¡Dos de ellos! —sonrió dulcemente—. ¿No podríamos Amy y yo…?

—…¿arrepentirse en su nombre? —preguntó Mr. Patten—. Eso, ¡por el honor de Marr!, dependerá de cómo lo muestren.

—¡Huy , no lo mostraremos! —exclamó Miss Amy.

—¡Oh, en ese caso —contestó Mr. Patten—, aunque se supone que las expiaciones deben ser públicas para que resulten efectivas, pueden ustedes hacer toda la penitencia secreta que les venga en gana!

—Bien, pues yo la haré—dijo Susan Frush.

De nuevo, por algún matiz de su tono, pareció aguzarse la atención del vicario:

—¿Tiene usted pensada alguna forma en concreto…?

—…¿de expiación? —Ahora ella se arreboló, mirando algo desvalida, muy a su pesar, a su compañera—. Oh, si una es sincera, siempre encuentra la forma.

Amy vino en su ayuda:

—El modo como ella me trata (aunque al fin y a la postre sea inofensiva) la ha familiarizado frecuentemente con los remordimientos. En cualquier caso —prosiguió la de menos edad de las señoritas—, ¿tendría usted la bondad de devolvernos ya nuestras cartas?

Conque el vicario se despidió dándoles la seguridad de que recibirían el paquete a la mañana siguiente.

Las dos convenían tan hondamente en lo tocante a velar por su secreto que no hubo necesidad de acuerdo explícito ni de intercambios de promesas entre ellas; se limitaron a atenerse, desde entonces, para la incompartible posesión de su misterio, a cierta economía en el uso y en, podría incluso decirse, el disfrute del mismo, la cual resultaba coherente con su sempiterno instinto y hábito de ahorratividad. Había sido la predisposición, la costumbre y la necesidad de ambas el recoger, o mejor dicho agarrar, todo cuanto, como solían expresarlo, se cruzara en su camino; y no era ésta la primera vez que una tal influencia las movía a una afirmación de propiedad sobre cosas sobre las cuales podía cernirse el ridículo, la sospecha o algún otro indecoro. Su sencilla filosofía era que una nunca sabía la utilidad que, llegado el caso, no pudiera poseer un objeto extraño; y ahora había días en que gozaban de la impresión de haber hecho mejor negocio con el legado de su tía de lo que reflejaban los documentos legales, que en un principio fueran considerados por ellas, llenas de desconfianza, como un acta de los beneficios que les robaran los albaceas amparándose en cuestiones de detalle. En suma, habían sacado más de lo que superficialmente, incluso más de lo que sagazmente, se suponía: era éste un incremento que no se habían ganado «limpiamente», tan inconfesable que no sabían muy bien si juzgarlo un motivo de deleite o de temor. Se confabularon, al modo de las viejas solteronas, en un celoso y receloso apego a la idea de que un temor de su exclusiva propiedad —y desde luego, por fortuna, no porque carecieran de nada que fuera esencial— podría, conocido más a fondo, convertirse francamente en un deleite.

En un intento de ver de esa precisa manera su actual asunto fue en lo que, de todas suertes, se encontraron embarcadas después de su última entrevista con Mr. Patten, y quedó implícito entre ellas, sin redundancia de discusiones ni repeticiones orgullosas ni insistencias enojosas, un entendimiento basado en una sensación de margen añadido, de historia apropiada, de libertades que se habían tomado con el tiempo y el espacio, un entendimiento que las dejó dispuestas a encarar tanto lo mejor como lo peor. Lo mejor consistiría en que resultara hallarse en el lugar algo que acabara revelándose provechoso para ellas; lo peor, en que llegaran a sentirse cada vez más dependientes de la excitación.

Se notaron sorprendentemente reconciliadas, gracias a la información de Mr. Pacten, con el carácter particular así imputado a su inquilino: por tradición y por ficción, sabían que incluso los salteadores de caminos de aquella misma época pintoresca eran con frecuencia galantes caballeros; por consiguiente, un contrabandista, medido con arreglo a ese rasero, pertenecía en rigor a la aristocracia del crimen. Cuando el paquete de documentos regresó de la vicaría, Miss Amy, a quien su compañera siguió confiándoselos, tornó a cogerlos de su mano… pero con un renovado resultado de desánimo y languidez, con una mareada constatación de tinta desvaída, de ortografía extraña y caracteres intrincados, de alusiones que no sabía identificar y fragmentos que no sabía casar. Juntó piadosamente los deteriorados papeles, envolviéndolos con cariño en un retazo de seda estampada antigua; después, con la misma solemnidad que si se hubiese tratado de unos archivos, unos estatutos o unos títulos de propiedad, los guardó aparte en uno de los diversos armaritos empotrados en el grosor de los muros revestidos de madera.

Lo que, a decir verdad, más fuerzas les procuró en todos los sentidos a nuestras amigas, fue su conciencia de tener al fin y a la postre — y tan a pesar de lo que insinuasen las apariencias— un hombre en casa. Eso las excluía de esa categoría de hembras sin hombre a la cual ninguna mujer se resigna verdaderamente hasta que se le han agotado todas las salidas. Su inquilino era una salida, cuando menos en la imaginación, y hacia el final alcanzaron, bajo la influencia de las circunstancias, intensidades de excitación en las cuales se sentían tan comprometidas por las apariciones de él que el hecho de que nadie estuviera enterado no podía despertarles otro sentimiento que el de alivio.

En un principio, de todas suertes, la auténtica congoja fue que durante algunas semanas tras sus conversaciones con Mr. Patten cesaron por completo las apariciones; circunstancia ésta que en cierto grado creó en ellas la sensación de haber sido indiscretas y carentes de delicadeza. No lo habían mencionado a él, no; pero habían estado peligrosamente al borde de hacerlo, y, en todo caso, sin duda que de un modo excesivamente atolondrado habían dejado penetrar la luz en cosas enterradas y resguardadas, en aflicciones y culpas antiguas. De tanto en tanto, cada cual vagaba por la mansión, caprichosamente y en solitario, cuando suponía que la otra estaba ausente o atareada; se detenían y demoraban, cual mudos espectros, en los rincones, los umbrales y los pasillos, y a veces se tropezaban inesperadamente la una con la otra, durante aquellos experimentos, produciéndose un sobresalto sofocado y una confesión tácita. No hablaban de él prácticamente nunca; pero cada una sabía cómo pensaba la otra… tanto más cuanto que lo hacía (¡oh, sí, inequívocamente!) desde un punto de vista distinto del suyo. No por ello dejaron de estar unidas en el sentimiento mientras, semana tras semana, él no se dignaba mostrarse, cual si hubiesen cometido la falta de estornudar, con el efecto de un sacrilegio, sobre venerables cenizas plateadas. Les quedó francamente de manifiesto que, estando tan extraordinaria aunque tan ridículamente hechizadas, iban a ser incapaces de hacer nada en la vida hasta que la presencia de él se viera nuevamente confirmada. Fuera lo que fuese lo que el protagonista del asunto pudiera tenerles preparado de alegría o de tristeza, de ganancia o de pérdida, había hecho que perdieran el gusto por todas las demás cosas. Las había convertido a ellas en almas en pena. Por fin, un día, sin que posteriormente supieran colegir qué lo produjo, llegó el cambio; llegó, al igual que lo hiciera la conmoción anterior a su periodo mustio, mediante el testimonio pálido de Miss Susan.

Ésta esperó a después del desayuno para hablar de ello… o, mejor dicho, fue Miss Amy la que esperó para oír de ello; pues, durante toda esta refacción, Miss Susan exhibió el semblante de emoción reprimida que su compañera ya le conocía y que, si el juego era jugado limpiamente, tenía que servir de prólogo a revelaciones. En realidad, la más joven de las amigas escudriñó a la mayor, por encima del té y las tostadas, como si por primera vez la viera capaz de una tortuosidad, como si la creyera inclinada a guardarse para sí lo que hubiese ocurrido. Lo que había ocurrido era que por la noche se le había reaparecido la figura del hombre ahorcado; pero únicamente después de que pasaran juntas al salón le fue dado a Miss Amy saber de los hechos.

—Yo estaba junto a la cama en la butaquita baja, a punto —puesto que Miss Amy quería saberlo— de quitarme la zapatilla derecha. Nada especial había observado hasta aquel instante, y había tenido tiempo para desvestirme en parte: me había puesto la bata.

De improviso me dio por mirar… y allí estaba. Y allí —dijo Susan Frush— se quedó.

—Pero ¿dónde, si puede saberse?

—En el asiento de respaldo alto, en la vieja butaca de calicó y con orejeras que está junto a la chimenea.

—¿Toda la noche? ¿Y tú en bata? —Tras un momento, como si esa idea casi resultase excesiva para su credulidad, Miss Amy inquirió—: ¿Por qué no te acostaste?

—¿Teniendo un… una persona en la habitación? —preguntó maravillada su amiga, añadiendo en seguida como con decidido orgullo—: ¡No rompí el hechizo!

—Y ¿no te moriste de frío?

—Sí, casi. Y ni que decir tiene que no he dormido nada, te lo puedo asegurar; ni una cabezadita. Yo cerraba los ojos durante lapsos prolongados, pero cuando los abría, él seguía allí; y no perdí la consciencia ni por un momento.

Miss Amy formuló un comentario de escrupulosa condolencia:

—Así que, naturalmente, ahora te sientes medio muerta.

Su compañera orientó su vidriosa mirada macilenta hacia el espejo de la chimenea, y dijo: —Debo tener un aspecto imposible.

Miss Amy, pasado un instante, volvió a mostrarse escrupulosa:

—En efecto. —Sus propios ojos se desviaron hacia el espejo y se demoraron en él mientras se abandonaba a sus pensamientos—. ¡Realmente —reflexionó con cierta sequedad—, si es así como va a ir la cosa…! —En pocas palabras, que en tal caso parecía que la cosa iba a resultar conflictiva para ambas. ¿Por qué, se preguntó luego para sus adentros, el espíritu inquieto de un aventurero difunto tenía que acudir a una persona como su grotesca, estrafalaria e inepta compañera de residencia? Era en ella, arguyó en silencio y un tanto amargada, en quien un alma errante de la vieja raza debería depositar su confianza. La reafirmó aún más en esta convicción su parecer de que Susan albergaba ahora, en lo tocante a haber sido ella la preferida, vulgares y necios sentimientos de complacencia. Amy tenía su propia idea sobre lo que, en tan comprometida situación sobrenatural, habría debido «hacerse», como decía ella, y a partir de aquel momento se entregó a cultivar la pequeña agresividad consistente en no dignarse siquiera discutir con ella la cuestión. Ciertamente exhibía la mayor de las señoritas una novedosa reticencia obscura y, como no iba a ser ella la primera en hablar, habría silencio hasta la saciedad.

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
11.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Malibu Betrayals by M.K. Meredith
Playing It Close by Kat Latham
The Dirigibles of Death by A. Hyatt Verrill
A Somers Dream by Isabel, Patricia
The Fourteenth Goldfish by Jennifer Holm
The Art of Love and Murder by Brenda Whiteside
The Road to Rowanbrae by Doris Davidson