Read 20.000 leguas de viaje submarino Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (14 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
7.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cuáles, capitán?

—Esto me obliga naturalmente a revelarle cómo se maneja el
Nautilus
.

—Estoy impaciente por saberlo.

—Para gobernar este barco a estribor o a babor, para moverlo, en una palabra, en un plano horizontal, me sirvo de un timón ordinario de ancha pala, fijado a la trasera del codaste, que es accionado por una rueda y un sistema de poleas. Pero puedo también mover al
Nautilus
de abajo arriba y de arriba abajo, es decir, en un plano vertical, por medio de dos planos inclinados unidos a sus flancos sobre su centro de flotación. Se trata de unos planos móviles capaces de adoptar todas las posiciones y que son maniobrados desde el interior por medio de poderosas palancas. Si estos planos se mantienen paralelos al barco, éste se mueve horizontalmente. Si están inclinados, el
Nautilus
, impulsado por su hélice, sube o baja, según la disposición de la inclinación, siguiendo la diagonal que me interese. Si deseo, además, regresar más rápidamente a la superficie, no tengo más que embragar la hélice para que la presión del agua haga subir verticalmente al
Nautilus
como un globo henchido de hidrógeno se eleva rápidamente en el aire.

—¡Magnífico, capitán! Pero ¿cómo puede el timonel seguir el rumbo que le fija usted en medio del agua?

—El timonel está alojado en una cabina de vidrio con cristales lenticulares, que sobresale de la parte superior del casco del
Nautilus
.

—¿Cristales? ¿Y cómo pueden resistir a tales presiones?

—Perfectamente. El cristal, por frágil que sea a los choques, ofrece, sin embargo, una resistencia considerable. En experiencias de pesca con luz eléctrica hechas en 1864 en los mares del Norte, se ha visto cómo placas de vidrio de un espesor de siete milímetros únicamente, resistían a una presión de dieciséis atmósferas, mientras dejaban pasar potentes radiaciones caloríficas que le repartían desigualmente el calor. Pues bien, los cristales de que yo me sirvo tienen un espesor no inferior en su centro a veintiún centímetros, es decir, treinta veces más que el de aquellos.

—Bien, debo admitirlo, capitán Nemo; pero, en fin, para ver es necesario que la luz horade las tinieblas, y yo me pregunto cómo en medio de la oscuridad de las aguas…

—En una cabina situada en la parte trasera está alojado un poderoso reflector eléctrico, cuyos rayos iluminan el mar hasta una distancia de media milla.

—¡Magnífico, capitán! Ahora me explico esa fosforescencia del supuesto narval que tanto ha intrigado a los sabios. Y a propósito… desearía saber si el abordaje del Scotia por el
Nautilus
, que tanto dio que hablar, fue o no el resultado de un choque fortuito.

—Absolutamente fortuito. Yo navegaba a dos metros de profundidad cuando se produjo el choque, que, como pude ver, no tuvo graves consecuencias.

—En efecto. Pero ¿y su encuentro con el
Abraham Lincoln
?

—Señor profesor, lo siento por uno de los mejores navíos de la valiente marina americana, pero fui atacado y hube de defenderme. Sin embargo, me limité a poner a la fragata fuera de combate. No le será difícil reparar sus averías en el puerto más cercano.

—¡Ah!, comandante —exclamé con convicción—, su
Nautilus
es verdaderamente maravilloso.

—Sí, señor profesor —respondió con auténtica emoción el capitán Nemo—, y para mí es como un órgano de mi propio cuerpo. El hombre está sometido a todos los peligros que sobre él se ciernen a bordo de cualquiera de vuestros barcos confiados a los azares de los océanos, en cuya superficie se tiene como primera impresión el sentimiento del abismo, como ha dicho tan justamente el holandés Jansen, pero por debajo de su superficie y a bordo del
Nautilus
el hombre no tiene ningún motivo de inquietud. No es de temer en él deformación alguna, pues el doble casco de este barco tiene la rigidez del hierro; no tiene aparejos que puedan fatigar los movimientos de balanceo y cabeceo aquí inexistentes; ni velas que pueda llevarse el viento; ni calderas que puedan estallar por la presión del vapor; ni riesgos de incendio, puesto que todo está hecho con planchas de acero; ni carbón que pueda agotarse, puesto que la electricidad es su agente motor; ni posibles encuentros, puesto que es el único que navega por las aguas profundas; ni tempestades a desafiar, ya que a algunos metros por debajo de la superficie reina la más absoluta tranquilidad. Sí, éste es el navío por excelencia. Y si es cierto que el ingeniero tiene más confianza en el barco que el constructor, y éste más que el propio capitán, comprenderá usted la confianza con que yo me abandono a mi
Nautilus
, puesto que soy a la vez su capitán, su constructor y su ingeniero.

Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasión de sus gestos, el capitán Nemo había dicho esto con una elocuencia irresistible. Sí, amaba a su barco como un padre ama a su hijo. Pero esto planteaba una cuestión, indiscreta tal vez, pero que no pude resistirme a formulársela.

—¿Es, pues, ingeniero, capitán Nemo?

—Sí, señor profesor. Hice mis estudios en Londres, París y Nueva York, en el tiempo en que yo era un habitante de los continentes terrestres.

—Pero ¿cómo pudo construir en secreto este admirable
Nautilus
?

—Cada una de sus piezas, señor Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo con diversos nombres por destinatario. Su quilla fue forjada en Le Creusot; su árbol de hélice, en Pen y Cía., de Londres; las planchas de su casco, en Leard, de Liverpool; su hélice, en Scott, de Glasgow. Sus depósitos fueron fabricados por Cail y Cía., de París; su maquinaria, por Krupp, en Prusia; su espolón, por los talleres de Motala, en Suecia; sus instrumentos de precisión, por Hart Hermanos, en Nueva York, etc., y cada uno de estos proveedores recibió mis planos bajo nombres diversos.

—Pero estas piezas separadas hubo que montarlas y ajustarlas —dije.

—Para ello, señor profesor, había establecido yo mis talleres en un islote desierto, en pleno océano. Allí, mis obreros, es decir, mis bravos compañeros, a los que he instruido y formado, y yo, acabamos nuestro
Nautilus
. Luego, una vez terminada la operación, el fuego destruyó toda huella de nuestro paso por el islote, al que habría hecho saltar de poder hacerlo.

—Así construido, parece lógico estimar que el precio de costo de este buque ha debido ser cuantiosísimo.

—Señor Aronnax, un buque de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada. Pues bien, el
Nautilus
desplaza mil quinientas. Su costo se ha elevado, pues, a un millón seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos; a dos millones con su mobiliario y a cuatro o cinco millones con las obras de arte y las colecciones que contiene.

—Una última pregunta, capitán Nemo.

—Diga usted.

—Es usted riquísimo, ¿no?

—Inmensamente, señor profesor. Yo podría pagar sin dificultad los diez mil millones de francos a que asciende la deuda de Francia.

Miré con fijeza al extraño personaje que así me hablaba. ¿Abusaba acaso de mi credulidad? El futuro habría de decírmelo.

14. El río Negro

En tres millones ochocientos treinta y dos mil quinientos cincuenta y ocho miriámetros cuadrados, o sea, más de treinta y ocho millones de hectáreas, está evaluada la porción del globo terrestre ocupada por las aguas
[9]
. Esta masa líquida de dos mil doscientos cincuenta millones de millas cúbicas formaría una esfera de un diámetro de sesenta leguas, cuyo peso sería de tres quintillones de toneladas. Para poder hacerse una idea de lo que esta cantidad representa ha de tenerse en cuenta que un quintifión es a mil millones lo que éstos a la unidad, es decir, que hay tantas veces mil mifiones en un quintillón como unidades hay en mil millones. Y toda esta masa líquida es casi equivalente a la que verterían todos los ríos de la Tierra durante cuarenta mil años.

Durante las épocas geológicas, al período del fuego sucedió el período del agua. El océano fue universal al principio. Luego, poco a poco, en los tiempos silúricos, fueron apareciendo las cimas de las montañas, emergieron islas que desaparecieron bajo diluvios parciales y reaparecieron nuevamente, se soldaron entre sí, formaron continentes y, finalmente, se fijaron geográficamente tal como hoy los vemos. Lo sólido había conquistado a lo líquido treinta y siete millones seiscientas cincuenta y siete millas cuadradas, o sea, doce mil novecientos dieciséis millones de hectáreas.

La configuración de los continentes permite dividir las aguas en cinco grandes partes: el océano Glacial Ártico, el océano Glacial Antártico, el océano Índico, el océano Atlántico y el océano Pacífico.

El océano Pacífico se sitúa del norte al sur entre los dos círculos polares, y del oeste al este entre Asia y América, sobre una extensión de ciento cuarenta y cinco grados en longitud. Es el más tranquilo de los mares; sus corrientes son anchas Y lentas; sus mareas, mediocres; sus lluvias, abundantes. Tal era el océano al que mi destino me había llamado a recorrer en las más extrañas condiciones.

—Señor profesor —me dijo el capitán Nemo—, si desea acompañarme voy a fijar exactamente nuestra posición y el punto de partida de este viaje. Son las doce menos cuarto. Vamos a subir a la superficie.

El capitán Nemo pulsó tres veces un timbre eléctrico. Las bombas comenzaron a expulsar el agua de los depósitos. La aguja del manómetro iba marcando las diferentes presiones con que se acusaba el movimiento ascensional del
Nautilus
, hasta que se detuvo.

—Hemos llegado —dijo el capitán.

Me dirigí a la escalera central que conducía a la plataforma. Subí por los peldaños de metal y, a través de la escotilla abierta, llegué a la superficie del
Nautilus
.

La plataforma emergía únicamente unos ochenta centímetros. La proa y la popa del
Nautilus
remataban su disposición fusiforme que le daba el aspecto de un largo cigarro. Observé que sus planchas de acero, ligeramente imbricadas, se parecían a las escamas que revisten el cuerpo de los grandes reptiles terrestres. Así podía explicarse que aun con los mejores anteojos este barco hubiese sido siempre tomado por un animal marino.

Hacia la mitad de la plataforma, el bote, semiencajado en el casco del navío, formaba una ligera intumescencia. A proa y a popa se elevaban, a escasa altura, dos cabinas de paredes inclinadas y parcialmente cerradas por espesos vidrios lenticulares: la primera, destinada al timonel que dirigía el
Nautilus
, y la otra, a alojar el potente fanal eléctrico que iluminaba su rumbo.

Tranquilo estaba el mar y puro el cielo. El largo vehículo apenas acusaba las ondulaciones del océano. Una ligera brisa del Este arrugaba la superficie del agua. El horizonte, limpio de brumas, facilitaba las observaciones. Pero no había nada a la vista. Ni un escollo, ni un islote. Ni el menor vestigio del
Abraham Lincoln
. Sólo la inmensidad del océano.

Provisto de su sextante, el capitán Nemo tomó la altura del sol para establecer la latitud. Debió esperar algunos minutos a que se produjera la culminación del astro en el horizonte. Mientras así procedía a sus observaciones ni el menor movimiento alteró sus músculos. El instrumento no habría estado más inmóvil en una mano de mármol.

—Mediodía —dijo—. Señor profesor, cuando usted quiera.

Dirigí una última mirada al mar, un poco amarillento por la proximidad de las tierras japonesas, y descendí al gran salón. Allí, el capitán hizo el punto y calculó cronométricamente su longitud, que controló con sus precedentes observaciones de los ángulos horarios. Luego me dijo:

—Señor Aronnax, nos hallamos a 137° 15' de longitud Oeste.

—¿De qué meridiano? —pregunté vivamente, con la esperanza de que su respuesta me diera la clave de su nacionalidad.

—Tengo diversos cronómetros ajustados a los meridianos de Greenwich, de París y de Washington. Pero, en su honor, me serviré del de París.

Su respuesta no me revelaba nada. El comandante prosiguió:

—Treinta y siete grados y quince minutos de longitud al oeste del meridiano de París, y treinta grados y siete minutos de latitud Norte, es decir, a unas trescientas millas de las costas del Japón. Hoy es 8 de noviembre, a mediodía, y aquí y ahora comienza nuestro viaje de exploración bajo las aguas.

—Que Dios nos guarde —respondí.

—Y ahora, señor profesor, le dejo con sus estudios. He dado la orden de seguir rumbo al Nordeste, a cincuenta metros de profundidad. Aquí tiene usted mapas en los que podrá seguir nuestra derrota. Este salón está a su disposición. Y ahora, con su permiso, voy a retirarme.

El capitán Nemo se despidió y me dejó solo, absorto en mis pensamientos, que se centraban exclusivamente en el comandante del
Nautilus
. ¿Llegaría a saber alguna vez a qué nación pertenecía aquel hombre extraño que se jactaba de no pertenecer a ninguna? ¿Quién o qué había podido provocar ese odio que profesaba a la humanidad, ese odio que buscaba tal vez terribles venganzas? ¿Era uno de esos sabios desconocidos, uno de esos genios «víctimas del desprecio y de la humillación», según la expresión de Conseil, un Galileo moderno, o bien uno de esos hombres de ciencia como el americano Maury cuya carrera ha sido rota por revoluciones políticas? No podía yo decirlo. El azar me había llevado a bordo de su barco, y puesto mi vida entre sus manos. Me había acogido fría pero hospitalariamente. Pero aún no había estrechado la mano que yo le tendía ni me había ofrecido la suya.

Permanecí durante una hora sumido en tales reflexiones, procurando esclarecer aquel misterio de tanto interés para mí. Me sustraje a estos pensamientos y observé el gran planisferio que se hallaba extendido sobre la mesa. Mi dedo índice se posó en el punto en que se entrecruzaban la longitud y la latitud fijadas.

El mar tiene sus ríos, como los continentes. Son corrientes especiales, reconocibles por su temperatura y su color, entre las que la más notable es conocida con el nombre de Gulf Stream. La ciencia ha determinado sobre el globo la dirección de las cinco corrientes principales: una en el Atlántico Norte, otra en el Atlántico Sur, una tercera en el Pacífico Norte, otra en el Pacifico Sur y la quinta en el sur del Índico. Es probable que una sexta corriente existiera en otro tiempo en el norte del Índico, cuando los mares Caspio y Aral, unidos a los grandes lagos de Asia, formaban una sola extensión de agua.

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
7.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

What a Lass Wants by Rowan Keats
Seizing the Enigma by David Kahn
Treasure Hunt by Sally Rippin
Raven Black by Ann Cleeves
The v Girl by Mya Robarts
The Witness by Dee Henderson
It Had to Be Him by Tamra Baumann