20.000 leguas de viaje submarino (11 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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El capitán Nemo llamó y apareció un steward. El capitán le dio unas órdenes en esa extraña lengua que yo no podía reconocer. Luego, volviéndose hacia el canadiense y Conseil, dijo:

—Les espera el almuerzo en su camarote. Tengan la amabilidad de seguir a este hombre.

—No es cosa de despreciar —dijo el arponero, a la vez que salía, con Conseil, de la celda en la que permanecíamos desde hacía más de treinta horas.

—Y ahora, señor Aronnax, nuestro almuerzo está dispuesto. Permítame que le guíe.

—A sus órdenes, capitán.

Seguí al capitán Nemo, y nada más atravesar la puerta, nos adentramos por un estrecho corredor iluminado eléctricamente. Tras un recorrido de una decena de metros, se abrió una segunda puerta ante mí.

Entré en un comedor, decorado y amueblado con un gusto severo. En sus dos extremidades se elevaban altos aparadores de roble con adornos incrustados de ébano, y sobre sus anaqueles en formas onduladas brillaban cerámicas, porcelanas y cristalerías de un precio inestimable. Una vajilla lisa resplandecía en ellos bajo los rayos que emitía un techo luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y ejecución.

En el centro de la sala había una mesa ricamente servida. El capitán Nemo me indicó el lugar en que debía instalarme.

—Siéntese, y coma como debe hacerlo un hombre que debe estar muriéndose de hambre.

El almuerzo se componía de un cierto número de platos, de cuyo contenido era el mar el único proveedor. Había algunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente desconocidas. Confieso que estaban muy buenos, pero con un gusto particular al que me acostumbré fácilmente. Me parecieron todos ricos en fósforo, lo que me hizo pensar que debían tener un origen marino.

El capitán Nemo me miraba. No le pregunté nada, pero debió adivinar mis pensamientos, pues respondió a las preguntas que deseaba ardientemente formularle.

—La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin temor, pues son sanos y muy nutritivos. Hace mucho tiempo ya que he renunciado a los alimentos terrestres, sin que mi salud se resienta en lo más mínimo. Los hombres de mi tripulación son muy vigorosos y se alimentan igual que yo.

—¿Todos estos alimentos son productos del mar?

—Sí, señor profesor. El mar provee a todas mis necesidades. Unas veces echo mis redes a la rastra y las retiro siempre a punto de romperse, y otras me voy de caza por este elemento que parece ser inaccesible al hombre, en busca de las piezas que viven en mis bosques submarinos. Mis rebaños, como los del viejo pastor de Neptuno, pacen sin temor en las inmensas praderas del océano. Tengo yo ahí una vasta propiedad que exploto yo mismo y que está sembrada por la mano del Creador de todas las cosas.

Miré al capitán Nemo con un cierto asombro y le dije:

—Comprendo perfectamente que sus redes suministren excelentes pescados a su mesa; me es más difícil comprender que pueda cazar en sus bosques submarinos; pero lo que no puedo comprender en absoluto es que un trozo de carne, por pequeño que sea, pueda figurar en su minuta.

—Nunca usamos aquí la carne de los animales terrestres —respondió al capitán Nemo.

—¿Y eso? —pregunté, mostrando un plato en el que había aún algunos trozos de filete.

—Eso que cree usted ser carne no es otra cosa que filete de tortuga de mar. He aquí igualmente unos hígados de delfín que podría usted tomar por un guisado de cerdo. Mi cocinero es muy hábil en la preparación de los platos y en la conservación de estos variados productos del océano. Pruébelos todos. He aquí una conserva de holoturias que un malayo declararía sin rival en el mundo; he aquí una crema hecha con leche de cetáceo; y azúcar elaborada a partir de los grandes fucos del mar del Norte. Y por último, permítame ofrecerle esta confitura de anémonas que vale tanto como la de los más sabrosos frutos.

Probé de todo, más por curiosidad que por gula, mientras el capitán Nemo me encantaba con sus inverosímiles relatos.

—Pero el mar, señor Aronnax, esta fuente prodigiosa e inagotable de nutrición, no sólo me alimenta sino que también me viste. Esas telas que le cubren a usted están tejidas con los bisos de ciertas conchas bivalvas, teñidas con la púrpura de los antiguos y matizadas con los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterráneo. Los perfumes que hallará usted en el tocador de su camarote son el producto de la destilación de plantas marinas. Su colchón está hecho con la zostera más suave del océano. Su pluma será una barba córnea de ballena, y la tinta que use, la secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del mar, como todo volverá a él algún día.

—Ama usted el mar, capitán.

—¡Sí! ¡Lo amo! ¡El mar es todo! Cubre las siete décimas partes del globo terrestre. Su aliento es puro y sano. Es el inmenso desierto en el que el hombre no está nunca solo, pues siente estremecerse la vida en torno suyo. El mar es el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; es movimiento y amor; es el infinito viviente, como ha dicho uno de sus poetas. Y, en efecto, señor profesor, la naturaleza se manifiesta en él con sus tres reinos: el mineral, el vegetal y el animal. Este último está en él ampliamente representado por los cuatro grupos de zoófitos, por tres clases de articulados, por cinco de moluscos, por tres de vertebrados, los mamíferos, los reptiles y esas innumerables legiones de peces, orden infinito de animales que cuenta con más de trece mil especies de las que tan sólo una décima parte pertenece al agua dulce. El mar es el vasto receptáculo de la naturaleza. Fue por el mar por lo que comenzó el globo, y quién sabe si no terminará por él. En el mar está la suprema tranquilidad. El mar no pertenece a los déspotas. En su superficie pueden todavía ejercer sus derechos inicuos, batirse, entredevorarse, transportar a ella todos los horrores terrestres. Pero a treinta pies de profundidad, su poder cesa, su influencia se apaga, su potencia desaparece. ¡Ah! ¡Viva usted, señor, en el seno de los mares, viva en ellos! Solamente ahí está la independencia. ¡Ahí no reconozco dueño ni señor! ¡Ahí yo soy libre!

El capitán Nemo calló súbitamente, en medio del entusiasmo que le desbordaba. ¿Se había dejado ir más allá de su habitual reserva? ¿Habría hablado demasiado? Muy agitado, se paseó durante algunos instantes. Luego sus nervios se calmaron, su fisonomía recuperó su acostumbrada frialdad, y volviéndose hacia mí, dijo:

—Y ahora, señor profesor, si desea visitar el
Nautilus
estoy a su disposición.

11. El «Nautilus»

El capitán Nemo se levantó y yo le seguí. Por una doble puerta situada al fondo de la pieza entré en una sala de dimensiones semejantes a las del comedor.

Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustaciones de cobre, soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos.

—Capitán Nemo —dije a mi huésped, que acababa de sentarse en un diván—, he aquí una biblioteca que honraría a más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.

—¿Dónde podría hallarse mayor soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar tanta calma en su gabinete de trabajo del museo?

—No, señor, y debo confesar que al lado del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o siete mil volúmenes, ¿no?

—Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acabó para mí el día en que mi
Nautilus
se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel día compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde entonces quiero creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor profesor, esos libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda libertad.

Di las gracias al capitán Nemo, y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi ni una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba allí severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos, se hallaran clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el capitán del
Nautilus
debía leer corrientemente los volúmenes que su mano tomaba al azar.

Entre tantos libros, vi las obras maestras de los más grandes escritores antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la poesía, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Víctor Hugo desde Jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los principales fondos de la biblioteca estaban integrados por obras científicas; los libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las obras de Historia Natural, y comprendí que constituían el principal estudio del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sainte-Claire Deville, de Chasles, de Milne-Edwards, de Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de diferentes sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me habían valido probablemente esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo. Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titulada
Los fundadores de la Astronomía
me dio incluso una fecha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865, pude inferir que la instalación del
Nautilus
no se remontaba a una época anterior
[7]
. Así, pues, la existencia submarina del capitán Nemo no pasaba de tres años como máximo. Tal vez —me dije— hallara obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más nuestro paseo por las maravillas del
Nautilus
.

—Señor —dije al capitán—, le agradezco mucho que haya puesto esta biblioteca a mi disposición. Hay aquí tesoros de ciencia de los que me aprovecharé.

—Esta sala no es sólo una biblioteca —dijo el capitán Nemo—, es también un fumadero.

—¿Un fumadero? ¿Se fuma, pues, a bordo?

—En efecto.

—Entonces eso me fuerza a creer que ha conservado usted relaciones con La Habana.

—De ningún modo —respondió el capitán—. Acepte este cigarro, señor Aronnax, que aunque no proceda de La Habana habrá de gustarle, si es usted buen conocedor.

Tomé el cigarro que me ofrecía. Parecía fabricado con hojas de oro, y por su forma recordaba al «londres». Lo encendí en un pequeño brasero sustentado en una elegante peana de bronce, y aspiré las primeras bocanadas con la voluptuosidad de quien no ha fumado durante dos días.

—Es excelente —dije—, pero no es tabaco.

—No —respondió el capitán—, este tabaco no procede ni de La Habana ni de Oriente. Es una especie de alga, rica en nicotina, que me provee el mar, si bien con alguna escasez. ¿Le hace echar de menos los «londres», señor?

—Capitán, a partir de hoy los desprecio.

—Fume, pues, sin preocuparse del origen de estos cigarros. No han pasado por el control de ningún monopolio, pero no por ello son menos buenos, creo yo.

—Al contrario.

En este momento el capitán Nemo abrió una puerta situada frente a la que me había abierto paso a la biblioteca, y por ella entré a un salón inmenso y espléndidamente iluminado.

Era un amplio cuadrilátero (diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el que las intersecciones de las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo luminoso, decorado con ligeros arabescos, distribuía una luz clara y suave sobre las maravillas acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano inteligente y pródiga había reunido en él tesoros de la naturaleza y del arte, con ese artístico desorden que distingue al estudio de un pintor.

Una treintena de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por resplandecientes panoplias, ornaban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos. Pude ver allí telas valiosísimas, que en su mayor parte había admirado en las colecciones particulares de Europa y en las exposiciones. Las diferentes escuelas de los maestros antiguos estaban representadas por una madona de Rafael, una virgen de Leonardo da Vinci, una ninfa del Correggio, una mujer de Tiziano, una adoración de Veronese, una asunción de Murillo, un retrato de Holbein, un fraile de Velázquez, un mártir de Ribera, una fiesta de Rubens, dos paisajes flamencos de Teniers, tres pequeños cuadros de género de Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Gericault y de Prudhon, algunas marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, había cuadros firmados por Delácroix, Ingres, Decamps, Troyon, Meissonier, Daubigny, etc., y algunas admirables reducciones de estatuas de mármol o de bronce, según los más bellos modelos de la Antigüedad, se erguían sobre sus pedestales en los ángulos del magnífico museo.

El estado de estupefacción que me había augurado el comandante del
Nautilus
comenzaba ya a apoderarse de mi ánimo.

—Señor profesor —dijo aquel hombre extraño—, excusará usted el descuido con que le recibo y el desorden que reina en este salón.

—Señor —respondí—, sin que trate de saber quién es usted, ¿puedo reconocer en usted un artista?

—Un aficionado, nada más, señor. En otro tiempo gustaba yo de coleccionar estas bellas obras creadas por la mano del hombre. Era yo un ávido coleccionista, un infatigable buscador, y así pude reunir algunos objetos inapreciables. Estos son mis últimos recuerdos de esta tierra que ha muerto para mí. A mis ojos, sus artistas modernos ya son antiguos, ya tienen dos o tres mil años de existencia, y los confundo en mi mente. Los maestros no tienen edad.

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