En aquel momento creí llegado el fin de nuestra expedición, al pensar que nunca más habríamos de ver al fantástico animal. Pero me equivocaba.
A las diez horas y cincuenta minutos de la noche, reapareció la claridad eléctrica a unas tres millas a barlovento de la fragata, con la misma pureza e intensidad que en la noche anterior. El narval parecía inmóvil. ¿Tal vez, vencido por la fatiga, dormía, entregado a la ondulación de las olas? El comandante Farragut resolvió aprovechar la oportunidad que creyó ver en esa actitud del animal, y dio las órdenes en consecuencia. El
Abraham Lincoln
se acercó a él despacio, prudentemente, para no sobresaltar a su adversario.
No es raro encontrar en pleno océano a las ballenas sumidas en un profundo sueño, ocasión que es aprovechada con éxito por sus cazadores. Ned Land había arponeado a más de una en tal circunstancia.
El canadiense volvió a instalarse en los barbiquejos del bauprés.
La fragata se acercó silenciosamente, paró sus máquinas a unos dos cables del animal y continuó avanzando por su fuerza de inercia. Todo el mundo a bordo contenía la respiración. El silencio más profundo reinaba sobre el puente. Estábamos ya tan sólo a unos cien pies del foco ardiente, cuyo resplandor aumentaba deslumbrantemente.
Inclinado sobre la batayola de proa veía yo por debajo de mí a Ned Land, quien, asido de una mano al moco del bauprés, blandía con la otra su terrible arpón. Apenas veinte pies le separaban ya del animal inmóvil.
De repente, Ned Land desplegó violentamente el brazo y lanzó el arpón. Oí el choque sonoro del arma, que parecía haber golpeado un cuerpo duro.
La claridad eléctrica se apagó súbitamente. Dos enormes trombas de agua se abatieron sobre el puente de la fragata y corrieron como un torrente de la proa a la popa, derribando a los hombres y rompiendo las trincas del maderamen. Se produjo un choque espantoso y, lanzado por encima de la batayola, sin tiempo para agarrarme, fui precipitado al mar.
La sorpresa causada por tan inesperada caída no me privó de la muy clara impresión de mis sensaciones.
La caída me sumergió a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a Byron y a Edgar Poe, que son maestros de natación, creo poder decir que soy buen nadador. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata. ¿Se habría dado cuenta la tripulación de mi desaparición? ¿Habría virado de bordo el
Abraham Lincoln
? ¿Habría botado el comandante Farragut una embarcación en mi búsqueda? ¿Podía esperar mi salvación?
Profundas eran las tinieblas. Entreví una masa negra que desaparecía hacia el Este y cuyas luces de posición iban desapareciendo en la lejanía. Era la fragata. Me sentí perdido.
—¡Socorro! ¡Socorro! —grité, mientras nadaba desesperadamente hacia el
Abraham Lincoln
, embarazado por mis ropas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis movimientos. Me iba abajo… Me ahogaba.
—¡Socorro!
Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el abismo.
De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la superficie, y oí, sí, oí estas palabras pronunciadas a mi oído:
—Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.
Mi mano se asió del brazo de mi fiel Conseil.
—¡Tú! ¡Eres tú!
—Yo mismo —respondió—, a las órdenes del señor.
—¿Te precipitó el choque al mar al mismo tiempo que a mí?
—No. Pero como estoy al servicio del señor, seguí al señor.
El buen muchacho encontraba eso natural.
—¿Y la fragata?
—¡La fragata! —respondió Conseil, volviéndose de espaldas—. Creo que el señor hará bien en no contar con ella.
—¿Cómo dices?
—Digo que en el momento en que me arrojé al mar, oí que los timoneles gritaban: «¡Se han roto la hélice y el timón!».
—¿Rotos?
—Sí; destrozados por el diente del monstruo. Es la única avería, creo yo, que ha sufrido el
Abraham Lincoln
. Pero desgraciadamente para nosotros es una avería que le impide gobernarse.
—Entonces estamos perdidos.
—Posiblemente —respondió Conseil, con la mayor tranquilidad—. Pero aún tenemos unas cuantas horas por delante, y en unas horas pueden pasar muchas cosas.
La imperturbable sangre fría de Conseil me dio ánimos. Nadé con más vigor, pero, incomodado por mis ropas que me oprimían como los cellos de un barril, tenía grandes dificultades para sostenerme a flote. Conseil se dio cuenta.
—Permítame el señor hacerle una incisión.
Y con una navaja desgarró mis ropas de arriba abajo en un rápido movimiento. Luego me liberó de mis ropas con gran habilidad, mientras yo nadaba por los dos. A mi vez procedí a prestar idéntico servicio a Conseil, y continuamos «navegando» uno junto al otro.
Nuestra situación era terrible. Tal vez no se hubiera dado cuenta nadie de nuestra desaparición, y aunque no hubiera pasado inadvertida, la fragata, privada de gobierno, no podría venir en busca nuestra. Únicamente podíamos contar con sus botes.
Partiendo de esta hipótesis, Conseil razonó fríamente e hizo un plan consecuente. ¡Qué extraordinaria naturaleza la de este flemático muchacho, que se sentía allí como en su casa!
Dado que nuestra única posibilidad de salvación era la de ser recogidos por los botes del
Abraham Lincoln
, se decidió que debíamos organizarnos de suerte que pudiéramos esperarlos el mayor tiempo posible. Yo resolví entonces que dividiéramos nuestras fuerzas a fin de no agotarlas simultáneamente, y así convinimos que uno de nosotros se mantendría inmóvil, tendido de espaldas, con los brazos cruzados y las piernas extendidas, mientras el otro nadaría impulsándolo hacia adelante. Esta tarea de remolcador no debía prolongarse más de diez minutos, y relevándonos así podríamos nadar durante varias horas y mantenernos incluso hasta el alba.
Débil posibilidad, pero ¡la esperanza está tan fuertemente enraizada en el corazón del hombre! Además, éramos dos. Y, por último, puedo afirmar, por improbable que esto parezca, que aunque tratara de destruir en mí toda ilusión, aunque me esforzara por desesperar, no podía conseguirlo.
La colisión de la fragata y del cetáceo se había producido hacia las once de la noche. Calculé, pues, que debíamos nadar durante unas ocho horas hasta la salida del sol. Operación rigurosamente practicable con nuestro sistema de relevos. El mar, bastante bonancible, nos fatigaba poco. A veces trataba yo de penetrar con la mirada las espesas tinieblas que tan sólo rompía la fosforescencia provocada por nuestros movimientos. Miraba esas ondas luminosas que se deshacían en mis manos y cuya capa espejeante formaba como una película de tonalidades lívidas. Se hubiera dicho que estábamos sumergidos en un baño de mercurio.
Hacia la una de la mañana me sentía ya totalmente extenuado, con los miembros rígidos por el efecto de unos violentos calambres. Conseil tuvo que sostenerme, y a partir de ese momento nuestra conservación pesó exclusivamente sobre él. Pronto oí jadear al pobre muchacho. Su respiración se tornó corta y rápida, y eso me hizo comprender que no podría resistir ya mucho más tiempo.
—¡Déjame! ¡Déjame! —le dije.
—¡Abandonar al señor! ¡Nunca! Antes me ahogaré yo. Me ahogaré antes que él.
La luna apareció en aquel momento, entre los bordes de una espesa nube que el viento impelía hacia el Este. La superficie del mar rieló bajo sus rayos. La bienhechora luz reanimó nuestras fuerzas. Pude levantar la cabeza y escrutar el horizonte. Vi la fragata, a unas cinco millas de nosotros, como una masa oscura, apenas reconocible. Pero no había ni un bote a la vista.
Quise gritar. —¡Para qué, a tal distancia! Mis labios hinchados no dejaron pasar ningún sonido. Conseil pudo articular algunas palabras, y gritar repetidas veces:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Suspendidos por un instante nuestros movimientos, escuchamos. Y quizá fuera uno de esos zumbidos que en el oído produce la sangre congestionada, pero me pareció que un grito había respondido al de Conseil.
—¿Has oído? —murmuré.
—¡Sí! ¡Sí!
Y Conseil lanzó al espacio otra llamada desesperada.
Ya no había error posible. ¡Una voz humana estaba respondiendo a la nuestra! ¿Era la voz de algún infortunado abandonado en medio del océano, la de otra víctima del choque sufrido por el navío? ¿O provenía esa voz de un bote de la fragata, llamándonos en la oscuridad?
Conseil hizo un supremo esfuerzo y, apoyándose en mi hombro, mientras yo extraía fuerzas de una última convulsión, irguió medio cuerpo fuera del agua sobre la que cayó en seguida, agotado.
—¿Has visto algo?
—He visto… —murmuró—, he visto… pero no hablemos…, conservemos todas nuestras fuerzas…
¿Qué podía haber visto? Entonces, no sé cómo ni por qué, me asaltó por vez primera el recuerdo del monstruo. Pero ¿y esa voz…? En estos tiempos los Jonás no se refugian ya en el vientre de las ballenas.
Conseil comenzó a remolcarme. De vez en cuando levantaba la cabeza, miraba ante sí y profería un grito de reconocimiento al que respondía la voz, cada vez más cercana. Yo apenas podía oírla, llegado ya al límite de mis fuerzas. Notaba cómo se me iban separando los dedos; mis manos no me obedecían ya y me negaban un punto de apoyo; la boca, abierta convulsivamente, se llenaba de agua; el frío me invadía hasta los huesos. Levanté la cabeza por última vez y me hundí… En ese instante, choqué con un cuerpo duro, y me agarré a él. Sentí cómo me retiraban y me sacaban a la superficie. Mis pulmones se descongestionaron, y me desvanecí…
Pronto volví en mí, gracias a unas vigorosas fricciones que recorrieron mi cuerpo. Entreabrí los ojos.
—¡Conseil! —murmuré.
—¿Llamaba el señor? —dijo Conseil.
A la débil luz de la luna que descendía por el horizonte vi una figura que no era la de Conseil y que reconocí en seguida.
—¡Ned! —exclamé.
—En persona, señor, el mismo, que va corriendo tras de la prima ganada —respondió el canadiense.
—¿También le precipitó al mar el choque de la fragata?
—Sí, señor profesor, pero más afortunado que usted, pude tomar pie casi inmediatamente sobre un islote flotante.
—¿Un islote?
—O, por decirlo con más propiedad, sobre su narval gigantesco.
—Explíquese, Ned.
—Sólo que pronto pude comprender por qué mi arpón no le hirió y se melló en su piel.
—¿Porqué, Ned, porqué?
—Porque esta bestia, señor profesor, está hecha de acero.
Debo aquí hacer acopio de mis impresiones, revivificar mis recuerdos y controlar mis propias aserciones.
Las últimas palabras del canadiense habían dado un vuelco a mi cerebro. Rápidamente me icé hasta la cima del ser o del objeto semisumergido que nos servía de refugio y la golpeé con el pie. Era evidentemente un cuerpo duro, impenetrable, y no la sustancia blanda que forma la masa de los grandes mamíferos marinos. Pero ese cuerpo duro podía ser un caparazón óseo semejante al de los animales antediluvianos, que me permitiría clasificar al monstruo entre los reptiles anfibios, tales como las tortugas y los aligátores.
Pues bien, no. El lomo negruzco que me soportaba era liso, bruñido, sin imbricaciones. Respondía a los golpes con una sonoridad metálica, y, por increíble que fuera, parecía estar hecho, qué digo, estaba hecho con planchas atornilladas.
La duda ya no era posible. El animal, el monstruo, el fenómeno natural que había intrigado al mundo científico de todo el orbe y excitado y extraviado la imaginación de los marinos de ambos hemisferios era, había que reconocerlo, un fenómeno aún más asombroso, un fenómeno creado por la mano del hombre.
El descubrimiento de la existencia del ser más fabuloso, del ser más mitológico, no habría podido sorprender tanto y en tan alto grado a mi razón como el que acababa de hacer. Que lo prodigioso provenga del Creador, parece sencillo. Pero hallar de repente bajo los ojos lo imposible, misteriosa y humanamente realizado, es algo que hace naufragar a la razón.
Y no había vacilación posible. Nos hallábamos, efectivamente, tendidos sobre la superficie de una especie de barco submarino cuya forma, hasta donde podía juzgar por lo que de ella veía, era la de un enorme pez de acero. Ned Land tenía ya formada su opinión al respecto, y Conseil y yo hubimos de compartirla con él.
—Pero, puesto que es así —dije—, este aparato contiene un mecanismo de locomoción y una tripulación para maniobrarlo.
—Evidentemente —respondió el arponero—, y sin embargo hace ya tres horas que habito esta isla flotante sin que su tripulación haya dado todavía señales de vida.
—¿Ha permanecido inmóvil durante todo este tiempo?
—Así es, señor Aronnax. Se deja mecer por las olas, sin ningún otro movimiento.
—Sin embargo, nosotros sabemos, sin la menor duda, que está dotado de una gran velocidad. Ahora bien, para producir esa velocidad hace falta una máquina y para hacer funcionar ésta un maquinista. De todo ello infiero que… ¡estamos salvados!
—¡Hum! —exclamó Ned Land, en tono de duda.
En aquel mismo momento, y como corroboración de mi argumento, se oyó un ruido procedente de la extremidad posterior del extraño aparato, cuyo propulsor era evidentemente una hélice, y se puso en movimiento. Apenas si tuvimos tiempo para aferrarnos a su parte superior que emergía de las aguas en unos ochenta centímetros. Afortunadamente, su velocidad no era excesiva.
—Mientras navegue horizontalmente —murmuró Ned Land— nada tengo que objetar, pero como le dé por sumergirse, no doy dos dólares por mi pellejo.
Y aún hubiera podido dar menos. Se hacía, pues, urgente comunicar con los seres encerrados en el interior de la máquina. Busqué en la superficie de la misma una abertura, una escotilla, un «agujero de hombre», por emplear la expresión técnica. Pero las líneas de tornillos, sólidamente fijados en las junturas de las planchas, eran continuas y uniformes.
La luna desapareció en ese momento y nos sumió en una profunda oscuridad. Necesario era esperar la llegada del día para considerar los medios de penetración en el interior del barco submarino.
Así, pues, nuestra salvación dependía únicamente del capricho de los misteriosos tripulantes que dirigían el aparato. Si decidían sumergirse, estaríamos perdidos. Exceptuado este caso, no dudaba yo de la posibilidad de entrar en relación con ellos. Pues, en efecto, de no producir por sí mismos el aire, necesario era que ascendiesen de vez en cuando a la superficie del océano para renovar su provisión de moléculas respirables. De ahí la necesidad de que existiera una abertura que pusiera en comunicación el interior del barco con la atmósfera.