20.000 leguas de viaje submarino (56 page)

Read 20.000 leguas de viaje submarino Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
3.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hacia las cinco de la tarde se desplomó una lluvia torrencial que no abatió ni al viento ni a la mar. El huracán se desencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por segundo, o sea, a unas cuarenta leguas por hora. Había alcanzado esa fuerza que le lleva a derribar las casas, a clavar las tejas de los tejados en las puertas, a romper las verjas de hierro y a desplazar cañones del veinticuatro. Y, sin embargo, el
Nautilus
estaba allí, justificando en medio de la tormenta la afirmación de un sabio ingeniero de que «no hay casco bien construido que no pueda desafiar a la mar». No era una roca resistente, a la que aquellas olas hubieran demolido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin aparejos ni mástiles, lo que desafiaba impunemente al furor del huracán.

Examinaba yo entretanto las desencadenadas olas. Medían hasta quince metros de altura sobre una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta y cinco metros, y su velocidad de propagación era de quince metros por segundo. Su volumen y su potencia aumentaban con la profundidad del agua. Comprendí entonces la función de esas olas que aprisionan el aire en sus flancos y lo envían a los fondos marinos, a los que con ese oxígeno llevan la vida. Su extrema fuerza de presión —ha sido calculada— puede elevarse hasta tres mil kilos por pie cuadrado de la superficie que baten. Fueron olas como éstas las que en las Hébridas desplazaron un bloque de piedra que pesaba ochenta y cuatro mil libras. Las que, en la tempestad del 23 de diciembre de 1864, tras haber destruido una parte de la ciudad de Yeddo, en el Japón, se desplazaron a setecientos kilómetros por hora para romperse el mismo día en las costas de América.

La intensidad de la tempestad se acrecentó durante la noche. El barómetro cayó a 710 milímetros, como en 1860, en la isla de la Reunión, durante un ciclón.

A la caída del día había visto pasar un barco que luchaba penosamente. Capeaba a bajo vapor para resistir a las olas. Debía ser uno de los vapores de las líneas de Nueva York a Liverpool o al Havre. Desapareció pronto en la oscuridad.

Hacia las diez de la noche, el cielo era de fuego. Violentos relámpagos surcaban la atmósfera. Yo no podía resistir sus deslumbrantes fogonazos. El capitán Nemo, en cambio, los miraba de frente; parecía aspirar con todo su ser el alma de la tempestad. Un fragor terrible retumbaba en el aire, un ruido complejo que integraba el estrépito de las olas aplastadas, los mugidos del viento y los estampidos del trueno. El viento saltaba de un punto a otro del horizonte, y el ciclón, procedente del Este, volvía a él tras pasar por el Norte, el Oeste y el Sur, en sentido inverso de las tempestades giratorias del hemisferio austral.

¡Ah! Bien justificaba el Gulf Stream su nombre de rey de las tormentas. Es la corriente del Golfo la que crea estos formidables ciclones por la diferencia de temperatura de las capas de aire superpuestas a sus aguas.

A la lluvia sucedió un chaparrón de fuego. Las gotas de agua se transformaron en chispas fulminantes. Se hubiese dicho que el capitán Nemo, en busca de una muerte digna de él, quisiera hacerse matar por el rayo.

En cierto momento, el
Nautilus
, presa de un formidable movimiento de cabeceo, levantó al aire su espolón de acero, como la vara de un pararrayos, y vi cómo del espolón surgían numerosas chispas.

Roto, extenuado, repté hacia la escotilla, la abrí y descendí al salón. El temporal alcanzaba entonces su máxima intensidad. Era imposible mantenerse en pie en el interior del
Nautilus
.

El capitán Nemo descendió hacia la medianoche. Oí luego el ruido de los depósitos que se llenaban poco a poco, y el
Nautilus
se sumergió lentamente.

Por los cristales descubiertos del salón vi algunos grandes peces pasar como fantasmas por el agua en fuego. ¡El rayo golpeó a algunos bajo mis ojos!

El
Nautilus
continuó descendiendo. Yo pensaba que hallaría la calma a una profundidad de quince metros. No. Las capas superiores estaban demasiado violentamente agitadas. Hubo que descender hasta cincuenta metros en las entrañas del mar para hallar el reposo. Allí, ¡qué tranquilidad!, ¡qué silencio!, ¡qué paz! ¿Quién hubiese dicho que un terrible huracán se desencadenaba entonces en la superficie del océano?

20. A 47° 24' de latitud y 17° 28' de longitud

La tempestad nos había rechazado hacia el Este. Toda esperanza de evadirse en las cercanías de Nueva York o del San Lorenzo se había desvanecido. El pobre Ned, desesperado, se aisló como el capitán Nemo. Conseil y yo no nos dejábamos nunca.

Dije que el
Nautilus
se había desviado al Este, pero hubiera debido decir más exactamente al Nordeste. Durante algunos días, cuando navegaba en superficie, erró en medio de las brumas de esos parajes tan peligrosas para los navegantes. Esas brumas se deben principalmente a la fundición de los hielos, que mantiene una elevada humedad en la atmósfera. ¡Cuántos navíos se han perdido en esos parajes, en busca de los inciertos faros de la costa! ¡Cuántos naufragios debidos a la extraordinaria opacidad de esas nieblas! ¡Cuántos choques con los escollos en los que el ruido de la resaca es sofocado por el del viento! ¡Cuántas colisiones entre barcos, a pesar de sus luces de posición, de las advertencias de sus pitos y de sus campanas de alarma!

Así, el fondo de esos mares ofrecía el aspecto de un campo de batalla, en el que yacían todos los vencidos del océano; unos, viejos e incrustados ya; otros, jóvenes, cuyos herrajes y carenas de cobre brillaban bajo la luz de nuestro fanal. ¡Cuántos barcos perdidos, con sus tripulaciones, su mundo de emigrantes y sus cargamentos, en los puntos peligrosos que señalan las estadísticas: el cabo Race, la isla San Pablo, el estrecho de Belle Isle, el estuario del San Lorenzo! Y desde hacía un año tan sólo, ¡cuántas víctimas suministradas a esos fúnebres anales por las líneas del Royal-Mail, de Inmann, de Montreal…! El
Solway
, el
Isis
, el
Paramatta
, el
Hungarian
, el
Canadian
, el
Anglosaxon
, el
Humboldt
, el
United States
, todos encallados. El
Articy
el
Lyonnais
, hundidos por colisión. El
President
, el
Pacific
, el
City of Glasgow
, desaparecidos por causas ignoradas. Todos ellos no eran ya más que restos, entre los que navegaba el
Nautilus
como si presenciara un desfile de muertos.

El 15 de mayo, nos encontrábamos en la extremidad meridional del banco de Terranova. Este banco es producto de los aluviones marinos, un considerable conglomerado de detritus orgánicos transportados desde el ecuador por la corriente del Golfo y desde el polo boreal por la contracorriente de agua fría que corre a lo largo de la costa americana. Allí se amontonan también los bloques errantes que derivan de la ruptura de los hielos. En el banco se ha formado un vasto «osario» de peces, de moluscos y de zoófitos que perecen en él por millares.

La profundidad no es considerable en el banco de Terranova, algunos centenares de brazas a lo sumo. Pero hacia el Sur se abre súbitamente una profunda depresión, una sima de tres mil metros. Ahí es donde se ensancha el Gulf Stream desparramando sus aguas para convertirse en un mar, al precio de la pérdida de velocidad y de temperatura.

Entre los peces que el
Nautilus
asustó a su paso, citaré al ciclóptero, de un metro de largo, de dorso negruzco y vientre anaranjado, que da a sus congéneres un ejemplo poco seguido de fidelidad conyugal; un
unernack
de gran tamaño, parecido a la morena, de color esmeralda y de un gusto excelente; unos
karraks
de gruesos ojos, cuyas cabezas tienen algún parecido con la del perro; blenios, ovovivíparos como las serpientes; gobios negros de dos decímetros; macruros de larga cola y de brillos plateados, peces muy rápidos que se habían aventurado lejos de los mares hiperbóreos.

Las redes recogieron un pez audaz y vigoroso, armado de púas en la cabeza y de aguijones en las aletas, un verdadero escorpión de dos a tres metros, encarnizado enemigo de los blenios, de los gados y de los salmones. Era el coto de los mares septentrionales, de cuerpo tuberculado, de color pardo y rojo en las aletas. Los hombres del
Nautilus
tuvieron alguna dificultad en apoderarse de ese pez que, gracias a la conformación de sus opérculos, preserva sus órganos respiratorios del contacto desecante del aire y por ello puede vivir algún tiempo fuera del agua.

Debo dejar constancia también de los bosquianos, pequeños peces que acompañan a los navíos por los mares boreales; de los ableos oxirrincos, propios del Atlántico septentrional, y de los rascacios, antes de llegar a los gádidos y, principalmente, los del inagotable banco de Terranova.

Puede decirse que el bacalao es un pez de la montaña, pues Terranova no es más que una montaña submarina. Cuando el
Nautilus
se abrió camino a través de sus apretadas falanges, Conseil no pudo retener una exclamación:

—¡Eso es el bacalao! ¡Y yo que creía que era plano como los gallos y los lenguados!

—¡Qué ingenuidad! El bacalao no es plano más que en las tiendas de comestibles donde lo muestran abierto y extendido. En el agua, es un pez fusiforme como el sargo y perfectamente conformado para la marcha.

—No tengo más remedio que creer al señor. ¡Qué nube! ¡Qué hormiguero!

—Y muchos más habría de no ser por sus enemigos, los rascacios y los hombres. ¿Sabes cuántos huevos han podido contarse en una sola hembra?

—Seamos generosos. Digamos quinientos mil.

—Once millones, amigo mío.

—Once millones… Eso es algo que no admitiré nunca, a menos que los cuente yo mismo.

—Cuéntalos, Conseil. Pero terminarás antes creyéndome. Además, los franceses, los ingleses, los americanos, los daneses, los noruegos, pescan los abadejos por millares. Se consume en cantidades prodigiosas, y si no fuera por la asombrosa fecundidad de estos peces los mares se verían pronto despoblados de ellos. Solamente en Inglaterra y en Estados Unidos setenta y cinco mil marineros y cinco mil barcos se dedican a la pesca del bacalao. Cada barco captura como promedio unos cuarenta mil, lo que hace unos veinticinco millones
[21]
. En las costas de Noruega, lo mismo.

—Bien, creeré al señor y no los contaré.

—¿Qué es lo que no contarás?

—Los once millones de huevos. Pero haré una observación.

—¿Cuál?

—La de que si todos los huevos se lograran bastaría con cuatro bacalaos para alimentar a Inglaterra, a América y a Noruega.

Mientras recorríamos los fondos del banco de Terranova vi perfectamente las largas líneas armadas de doscientos anzuelos que cada barco tiende por docenas. Cada línea, arrastrada por un extremo mediante un pequeño rezón, quedaba retenida en la superficie por un orinque fijado a una boya de corcho. El
Nautilus
debió maniobrar con pericia en medio de esa red submarina. Pero no permaneció por mucho tiempo en esos parajes tan frecuentados. Se elevó hasta el grado 42 de latitud, a la altura de San Juan de Terranova y de Heart's Content, donde termina el cable transatlántico.

En vez de continuar su marcha al Norte, el
Nautilus puso
rumbo al Este, como si quisiera seguir la llanura telegráfica en la que reposa el cable y cuyo relieve ha sido revelado con gran exactitud por los múltiples sondeos realizados.

Fue el 17 de mayo, a unas quinientas millas de Heart’s Content y a dos mil ochocientos metros de profundidad, cuando vi el cable yacente sobre el fondo. Conseil, a quien no le había yo prevenido, lo tomó en un primer momento por una gigantesca serpiente de mar y se dispuso a clasificarla según su método habitual. Hube de desengañar al digno muchacho y, para consolarle de su chasco, le referí algunas de las vicisitudes que había registrado la colocación del cable.

Se tendió el primer cable durante los años 1857 y 1858, pero tras haber transmitido unos cuatrocientos telegramas cesó de funcionar. En 1863, los ingenieros construyeron un nuevo cable, de tres mil cuatrocientos kilómetros de longitud y de cuatro mil quinientas toneladas de peso, que se embarcó a bordo del
Great Eastern
. Pero esta tentativa fracasó.

Precisamente, el 25 de mayo, el
Nautilus
, sumergido a tres mil ochocientos treinta y seis metros de profundidad, se halló en el lugar mismo en que se produjo la ruptura del cable que arruinó a la empresa. Ese lugar distaba seiscientas treinta y ocho millas de las costas de Irlanda. A las dos de la tarde se dieron cuenta de que acababan de interrumpirse las comunicaciones con Europa. Los electricistas de a bordo decidieron cortar el cable y no repescarlo, y a las once de la noche lograron apoderarse de la parte averiada. Se hizo el empalme cosiendo los chicotes de los dos cabos, y se sumergió de nuevo el cable. Pero unos días más tarde, volvía a romperse sin que se lograra extraerlo de las profundidades del océano.

Los americanos no se desanimaron. El audaz promotor de la empresa, Cyrus Field, que arriesgaba en ella toda su fortuna, abrió una nueva suscripción, que quedó inmediatamente cubierta. Se construyó otro cable en mejores condiciones. Se protegió bajo una almohadilla de materias textiles, contenida en una armadura metálica, el haz de hilos conductores aislados por una funda de gutapercha. El
Great Eastern
, con el nuevo cable, volvió a hacerse a la mar el 13 de julio de 1866.

La operación marchó bien, pese a que en el transcurso de la misma fuera objeto de un sabotaje. En varias ocasiones observaron los electricistas, al desenrollar el cable, que tenía plantados varios clavos. El capitán Anderson, sus oficiales y sus ingenieros se reunieron, deliberaron sobre el asunto y finalmente anunciaron que si se sorprendía al culpable a bordo se le lanzaría al mar sin otro juicio. La criminal tentativa no se reprodujo.

El 23 de julio, cuando el
Great Eastern
se hallaba tan sólo a ochocientos kilómetros de Terranova, se le telegrafió desde Irlanda la noticia del armisticio concertado por Prusia y Australia, tras lo de Sadowa. El día 27 avistaba entre la bruma el puerto de Heart’s Content. La empresa había culminado felizmente, y en su primer despacho, la joven América dirigía a la vieja Europa estas sensatas palabras tan raramente comprendidas: «Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Other books

The First American Army by Bruce Chadwick
How the World Ends by Joel Varty
Guardian Agent by Dana Marton
The Influence by Ramsey Campbell
Perfect Shadow by Weeks, Brent
The Compassion Circuit by John Wyndham