20.000 leguas de viaje submarino (57 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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No me esperaba hallar el cable eléctrico en su estado primitivo, tal como salió de los talleres de fabricación. La larga serpiente, recubierta de restos de conchas y erizada de foraminíferos, estaba incrustada en una pasta pedregosa que la protegía de los moluscos perforantes. Yacía tranquilamente, al abrigo de los movimientos del mar y bajo una presión favorable a la transmisión de la corriente eléctrica que pasa de América a Europa en treinta y dos centésimas de segundo. La duración del cable será infinita, sin duda, pues se ha observado que la funda de gutapercha mejora con su permanencia en el agua marina. Por otra parte, en esa llanura tan juiciosamente escogida, el cable no se halla a profundidades tan grandes como para provocar su ruptura.

El
Nautilus
lo siguió hasta su fondo más bajo, situado a cuatro mil cuatrocientos treinta y un metros, y allí reposaba todavía sin sufrir ningún esfuerzo de tracción. Luego, nos aproximamos al lugar en que se había verificado el accidente de 1863.

El fondo oceánico formaba un ancho valle de ciento veinte kilómetros, en el que hubiera podido colocarse al Mont Blanc sin que su cima emergiera del agua. El valle está cerrado al Este por una muralla de dos mil metros cortada a pico. Llegamos allí el 28 de mayo. En ese momento, el
Nautilus
no estaba más que a ciento cincuenta kilómetros de Irlanda.

¿Iba el capitán Nemo a aproximarse a las islas Británicas? No. Con gran sorpresa mía, descendió hacia el Sur y se dirigió hacia los mares europeos. Al contornear la isla de la Esmeralda, vi por un instante el cabo Clear y el faro de Fastenet que ilumina a los millares de navíos que salen de Glasgow o de Liverpool.

Una importante cuestión se debatía en mi mente. ¿Osaría el
Nautilus
adentrarse en el canal de la Mancha? Ned Land, que había reaparecido desde que nos hallamos en la proximidad de la tierra, no cesaba de interrogarme. ¿Qué podía yo responderle? El capitán Nemo continuaba siendo invisible. Tras haber dejado entrever al canadiense las orillas de América, ¿iba a mostrarme las costas de Francia?

El
Nautilus
continuaba descendiendo hacia el Sur. El 30 de mayo pasaba por delante del Lands End, entre la punta extrema de Inglaterra y las islas Sorlingas, a las que dejó a estribor.

Si el capitán Nemo quería entrar en la Mancha tenía que poner rumbo al Este. No lo hizo.

Durante toda la jornada del 31 de mayo, el
Nautilus
describió en su trayectoria una serie de círculos que me intrigaron vivamente. Parecía estar buscando un lugar de difícil localización. A mediodía, el capitán Nemo subió en persona a fijar la posición. No me dirigió la palabra. Me pareció más sombrío que nunca. ¿Qué era lo que podía entristecerle así?

¿Era la proximidad de las costas de Europa? ¿Algún recuerdo de su abandonado país? ¿Qué sentía? ¿Pesar o remordimientos? Durante mucho tiempo estos interrogantes me acosaron. Tuve el presentimiento de que el azar no tardaría en traicionar los secretos del capitán.

Al día siguiente, primero de junio, el
Nautilus
evolucionó como en la víspera. Era evidente que trataba de reconocer un punto preciso del océano. El capitán Nemo subió también ese día a tomar la altura del sol. La mar estaba en calma y puro el cielo. A unas ocho millas al Este, un gran buque de vapor se dibujaba en la línea del horizonte. No pude reconocer su nacionalidad, en la ausencia de todo pabellón.

Unos minutos antes de que el sol pasara por el meridiano, el capitán Nemo tomó el sextante y se puso a observar con una extremada atención. La calma absoluta de la mar facilitaba su operación. El
Nautilus
, inmóvil, no sufría ni cabeceo ni balanceo.

Yo estaba en aquel momento sobre la plataforma. Cuando hubo terminado su observación, el capitán pronunció estas palabras:

—Es aquí.

Descendió inmediatamente por la escotilla. ¿Habría visto al barco que modificaba su marcha y parecía dirigirse hacia nosotros? No podría yo asegurarlo.

Volví al salón. Se cerró la escotilla y oí el zumbido del agua al penetrar en los depósitos. El
Nautilus
comenzó a descender verticalmente, pues su hélice no le comunicaba ningún movimiento. Se detuvo unos minutos más tarde, a una profundidad de ochocientos treinta y tres metros, en el fondo. Se apagó entonces el techo luminoso del salón, y al descorrer los paneles que tapaban los cristales vi el agua vivamente iluminada por el fanal en un radio de una media milla. A babor no se veía más que la inmensidad del agua tranquila. A estribor, al fondo, apareció una pronunciada extumescencia que atrajo mi atención. Se hubiese dicho unas ruinas sepultadas bajo un conglomerado de conchas blancuzcas como un manto de nieve. Al examinar más detenidamente aquella masa creí reconocer las formas espesas de un navío sin mástiles, que debía haberse hundido por la proa. Su hundimiento debía datar de hacía muchísimos años, como lo atestiguaba su incrustación en las materias calizas del fondo oceánico. ¿Qué barco podía ser ése? ¿Por qué había ido el
Nautilus
a visitar su tumba? ¿No era, pues, un naufragio lo que le había llevado bajo el agua? No sabía yo qué pensar, cuando, cerca de mí, oí al capitán Nemo decir lentamente:

—En otro tiempo ese navío se llamó el
Marsellés
. Tenía setenta y cuatro cañones y lo botaron en 1762. En 1778, el 13 de agosto, bajo el mando de La Poype-Vertrieux, se batió audazmente contra el
Preston
. El 4 de julio de 1779, participó con la escuadra del almirante D'Estaing en la conquista de la Granada. En 1781, el 5 de septiembre, tomó parte en el combate del conde de Grasse, en la bahía de Chesapeake. En 1794, la República francesa le cambió el nombre. El 16 de abril del mismo año, se unió en Brest a la escuadra de Villaret-Joyeuse, encargada de escoltar un convoy de trigo que venía de América, bajo el mando del almirante Van Stabel. El 11 y el 12 pradial, año II, esa escuadra se encontró con los navíos ingleses. Señor, hoy es el 13 pradial, el primero de junio de 1868. Hoy hace setenta y cuatro años, día a día, que en este mismo lugar, a 47' 24' de latitud y 17' 28' de longitud, este barco, tras un combate heroico, perdidos sus tres palos, con el agua en sus bodegas y la tercera parte de su tripulación fuera de combate, prefirió hundirse con sus trescientos cincuenta y seis marinos que rendirse. Y fijando su pabellón a la popa, desapareció bajo el agua al grito de «¡Viva la República!».

—¡
Le Vengeur
!
[22]
—exclamé.

—Sí, señor,
Le Vengeur
. Un hermoso nombre —murmuró el capitán Nemo, cruzado de brazos.

21. Una hecatombe

Esa manera de hablar, lo imprevisto de la escena, la historia del barco patriota y la emoción con que el extraño personaje había pronunciado la últimas palabras, ese nombre de
Vengeur
, cuya significación no podía escaparme, me impresionaron profundamente. No podía dejar de mirar al capitán que, con las manos extendidas hacia el mar, contemplaba, fascinado, los gloriosos restos. Quizá no debiera yo saber jamás quién era, de dónde venía, adónde iba, pero cada vez veía con más claridad al hombre liberarse del sabio. No era una misantropía común la que había encerrado en el
Nautilus
al capitán Nemo y a sus hombres, sino un odio monstruoso o sublime que el tiempo no podía debilitar.

¿Buscaba ese odio la venganza? El futuro debía darme pronto la respuesta.

El
Nautilus
ascendía ya lentamente hacia la superficie, y poco a poco vi desaparecer las formas confusas del
Vengeur
. Pronto, un ligero balanceo me indicó que flotábamos en la superficie.

En aquel momento, se oyó una sorda detonación. Miré al capitán. Éste no se había movido.

—¡Capitán!

No respondió.

Le dejé y subí a la plataforma. Conseil y Ned Land me habían precedido.

—¿De dónde viene esa detonación? —pregunté.

—Un cañonazo —respondió Ned Land.

Miré en la dirección del navío que había visto. Se acercaba al
Nautilus
y se veía que forzaba el vapor. Seis millas le separaban de nosotros.

—¿Qué barco es ése, Ned?

—Por su aparejo y por la altura de sus masteleros —respondió el canadiense— apostaría a que es un barco de guerra. ¡Ojalá pueda llegar hasta nosotros y echar a pique a este condenado
Nautilus
!

—¿Y qué daño podría hacerle al
Nautilus
, Ned? —dijo Conseil—. ¿Puede atacarle bajo el agua, cañonearle en el fondo del mar?

—Dígame, Ned, ¿puede usted reconocer la nacionalidad de ese barco?

El canadiense frunció las cejas, plegó los párpados, guiñó los ojos y miró fijamente durante algunos instantes al barco con toda la potencia de su mirada.

—No, señor. No puedo reconocer la nación a la que pertenece. No lleva izado el pabellón. Pero sí puedo afirmar que es un barco de guerra, porque en lo alto de su palo mayor ondea un gallardete.

Durante un cuarto de hora continuamos observando al barco que se dirigía hacia nosotros. Yo no podía admitir, sin embargo, que hubieran podido reconocer al
Nautilus
a esa distancia y aún menos que supiesen lo que era este ingenio submarino.

No tardó el canadiense en precisar que se trataba de un buque de guerra acorazado de dos puentes. Sus dos chimeneas escupían una espesa humareda negra. Sus velas plegadas se confundían con las líneas de las vergas, y a popa no llevaba izado el pabellón. La distancia impedía aún distinguir los colores de su gallardete que flotaba como una delgada cinta. Avanzaba rápidamente. Si el capitán Nemo le dejaba acercarse se abriría ante nosotros una posibilidad de salvación.

—Señor —dijo Ned Land—, como pase a una milla de nosotros me tiro al mar, y les exhorto a hacer como yo.

No respondí a la proposición del canadiense, y continué observando al barco, que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba. Ya fuese inglés, francés, americano o ruso, era seguro que nos acogerían si podíamos acercarnos a él.

—El señor haría bien en recordar —dijo entonces Conseil— que ya tenemos alguna experiencia de la natación. Puede confiar en que yo le remolcaré si decide seguir al amigo Ned.

Iba a responderle, cuando un vapor blanco surgió a proa del navío de guerra. Algunos segundos después, el agua, perturbada por la caída de un cuerpo pesado, salpicó la popa del
Nautilus
. Inmediatamente se escuchó una detonación.

—¡Vaya! ¡Nos cañonean! —exclamé.

—¡Buena gente! —murmuró el canadiense.

—No nos toman, pues, por náufragos aferrados a una tabla.

—Mal que le pese al señor… Bueno —dijo Conseil, sacudiéndose el agua que un nuevo obús había hecho saltar sobre él—, decía que han debido reconocer al narval y lo están cañoneando.

—Pero deberían ver —repuse— que están tirando contra hombres.

—Tal vez sea por eso —respondió Ned Land, mirándome.

Sus palabras me hicieron comprender. Sin duda, se sabía a qué atenerse ya sobre la existencia del supuesto monstruo. Sin duda, en su colisión con el
Abraham Lincoln
cuando el canadiense le golpeó con su arpón, el comandante Farragut había reconocido en el narval a un barco submarino, más peligroso que un sobrenatural cetáceo. Sí, eso debía ser, y era seguro que en todos los mares se perseguía a ese terrible in genio de destrucción. Terrible, en efecto, si, como podía su ponerse, el capitán Nemo empleara al
Nautilus
en una obra de venganza. ¿No habría atacado a algún navío aquella noche, en medio del océano Índico, cuando nos encerró en la celda? ¿Aquel hombre enterrado en el cementerio de cora no habría sido víctima del choque provocado por el
Nautilus
? Sí, lo repito, así debía ser. Eso desvelaba una parte de la misteriosa existencia del capitán Nemo. Y aunque su identidad no fuera conocida, las naciones, coaligadas contra él perseguían no ya a un ser quimérico, sino a un hombre que las odiaba implacablemente. En un momento, entreví ese pasado formidable, y me di cuenta de que en vez de encontrar amigos en ese navío que se acercaba no podríamos sino hallar enemigos sin piedad.

Los obuses se multiplicaban en torno nuestro. Algunos, tras golpear la superficie líquida, se alejaban por rebotes a distancias considerables. Pero ninguno alcanzó al
Nautilus
.

El buque acorazado no estaba ya más que a tres millas. Pese al violento cañoneo, el capitán Nemo no había aparecido en la plataforma. Y, sin embargo, cualquiera de esos obuses cónicos que hubiera golpeado al casco del
Nautilus
le hubiera sido fatal.

—Señor —me dijo entonces el canadiense—, debemos intentarlo todo para salir de este mal paso. Hagámosles señales. ¡Mil diantres! Tal vez entiendan que somos gente honrada.

Y diciendo esto, Ned Land sacó su pañuelo para agitarlo en el aire. Pero apenas lo había desplegado cuando caía sobre el puente, derribado por un brazo de hierro, pese a su fuerza prodigiosa.

—¡Miserable! —rugió el capitán—. ¿Es que quieres que te ensarte en el espolón del
Nautilus
antes de que lo lance contra ese buque?

Si terrible fue oír al capitán Nemo lo que había dicho, más terrible aún era verlo. Su rostro palideció a consecuencia de los espasmos de su corazón, que había debido cesar de latir un instante. Sus ojos se habían contraído espantosamente. Su voz era un rugido. Inclinado hacia adelante, sus manos retorcían los hombros del canadiense. Luego le abandonó, y volviéndose hacia el buque de guerra cuyos obuses llovían en torno suyo, le increpó así:

—¡Ah! ¿Sabes quién soy yo, barco de una nación maldita? Yo no necesito ver tus colores para reconocerte. ¡Mira! ¡Voy a mostrarte los míos!

Y el capitán Nemo desplegó sobre la parte anterior de la plataforma un pabellón negro, igual al que había plantado en el Polo Sur.

En aquel momento, un obús rozó oblicuamente el casco del
Nautilus
sin dañarlo, y pasó de rebote cerca del capitán antes de perderse en el mar. El capitán Nemo se alzó de hombros. Luego se dirigió a mí:

—¡Descienda! —me dijo en un tono imperativo—. ¡Baje con sus compañeros!

—Señor, ¿va usted a atacar a ese buque?

—Señor, voy a echarlo a pique.

—¡No hará usted eso!

—Lo haré —respondió fríamente el capitán Nemo—. Absténgase de juzgarme, señor. La fatalidad va a mostrarle lo que no debería haber visto. Me han atacado y la respuesta será terrible. ¡Baje usted!

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