20.000 leguas de viaje submarino (59 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—Sí, Ned. Nos fugaremos esta noche, aunque nos trague el mar.

—La mar está movida, el viento es fuerte, pero no me asusta atravesar esas veinte millas en el bote del
Nautilus
. He podido dejar en él algunos víveres y varias botellas de agua, sin que se dé cuenta la tripulación.

—Le seguiré.

—Si me sorprenden, me defenderé y me haré matar.

—Moriremos juntos, amigo Ned.

Yo estaba decidido a todo. El canadiense me abandonó. Subí a la plataforma, sobre la que apenas podía mantenerme bajo el embate de las olas. El cielo estaba amenazador, pero puesto que la tierra estaba allí tras las espesas brumas, había que huir, sin pérdida de tiempo.

Volví al salón. Temía y deseaba a la vez encontrar al capitán Nemo. Quería y no quería verlo. ¿Qué podría decirle? ¿Podía yo ocultarle el involuntario horror que me inspiraba? No. Más valía no hallarse cara a cara con él. Más valía olvidarle. Y sin embargo…

¡Cuán larga fue aquella jornada, la última que debía pasar a bordo del
Nautilus
! Permanecí solo. Ned Land y Conseil evitaban hablarme por temor a traicionarse.

Cené a las seis, sin apetito, pero me forcé a comer, venciendo la repugnancia, para no encontrarme débil. A las seis y media entró Ned Land en mi camarote, y me dijo:

—No nos veremos ya hasta el momento de partir. A las diez, todavía no habrá salido la luna. Aprovecharemos la oscuridad. Venga usted al bote, donde le esperaremos Conseil y yo.

El canadiense salió sin darme tiempo a responderle.

Quise verificar el rumbo del
Nautilus
y me dirigí al salón. Llevábamos rumbo Norte-Nordeste, a una tremenda velocidad y a cincuenta metros de profundidad.

Lancé una última mirada a todas las maravillas de la naturaleza y del arte acumuladas en aquel museo, a la colección sin rival destinada a perecer un día en el fondo del mar con quien la había formado. Quise fijarla en mi memoria, en una impresión suprema. Permanecí así una hora, pasando revista, bajo los efluvios del techo luminoso, a los tesoros resplandecientes en sus vitrinas. Luego volví a mi camarote, y me revestí con el traje marino. Reuní mis notas y guardé cuidadosamente los preciosos papeles. Me latía con fuerza el corazón, sin que me fuera posible contener sus pulsaciones. Ciertamente, mi agitación, mi perturbación me hubieran traicionado a los ojos del capitán Nemo. ¿Qué estaría haciendo él en ese momento? Escuché a la puerta de su camarote y oí sus pasos. Estaba allí. No se había acostado. A cada movimiento, me parecía que iba a surgir ante mí y preguntarme por qué quería huir. Sentía un temor incesante reforzado por mi imaginación a cada momento. Esta impresión se hizo tan compulsiva que llegué a preguntarme si no sería mejor entrar en el camarote del capitán, verlo cara a cara y desafiarle con el gesto y la mirada.

Era una idea de loco que, afortunadamente, pude contener. Me tendí sobre el lecho para tratar de contener la agitación que me recorría el cuerpo. Mis nervios se calmaron un poco, pero mi cerebro seguía superexcitado. Mentalmente pasé revista a toda mi existencia a bordo del
Nautilus
, a todos los incidentes, felices o ingratos, que la habían atravesado desde mi desaparición del
Abraham Lincoln
… La caza submarina, el estrecho de Torres, los salvajes de la Papuasia, el encallamiento, el cementerio de coral, el paso de Suez, la isla de Santorin, el buzo cretense, la bahía de Vigo, la Atlántida, la banca de hielo, el Polo Sur, el aprisionamiento en los hielos, el combate con los pulpos, la tempestad del Gulf Stream, el
Vengeur y la
horrible escena del buque echado a pique con su tripulación… Todos estos acontecimientos pasaron ante mis ojos como esos decorados de fondo que se ven en el teatro. El capitán Nemo se engrandecía desmesuradamente en ese medio extraño. Su figura se agigantaba hasta tomar proporciones sobrehumanas. Dejaba de ser mi semejante para convertirse en el hombre de las aguas, en el genio de los mares.

Eran ya las nueve y media. Me sujetaba la cabeza entre las manos para impedirle estallar. Cerré los ojos. No quería pensar. ¡Media hora aún de espera! ¡Media hora más de pesadilla, de una pesadilla que iba a volverme loco!

En aquel momento, oí los vagos acordes del órgano, una armonía triste bajo un canto indefinible, la queja de un alma que quiere romper sus lazos terrestres. Escuché con todos mis sentidos a la vez, respirando apenas, sumergido como el capitán Nemo en uno de esos éxtasis musicales que le llevaban fuera de los límites de este mundo.

Me aterró la súbita idea de que el capitán Nemo saliera de su camarote y de que estuviera en el salón que yo debía atravesar para huir. Le encontraría allí por última vez y él me vería, ¡me hablaría tal vez! Un solo gesto suyo podía aniquilarme, una sola palabra suya podía encadenarme a su
Nautilus

Iban a dar las diez. Había llegado el momento de abandonar mi camarote y de ir a reunirme con mis compañeros. No debía vacilar, aunque el capitán Nemo se irguiera ante mí.

Abrí la puerta con cuidado, y, sin embargo, me pareció que al girar sobre sus goznes hacía un ruido terrible. Tal vez el ruido resonara únicamente en mi imaginación. Avancé lentamente por los corredores oscuros del
Nautilus
, deteniéndome a cada paso para contener los latidos de mi corazón. Llegué a la puerta angular del salón y la abrí con suma precaución. El salón estaba sumido en una profunda oscuridad. Los acordes del órgano resonaban débilmente. El capitán Nemo estaba allí. No podía verme. Creo incluso que aun en plena luz no me hubiese visto, absorto como estaba en su éxtasis.

Me deslicé sobre la alfombra, tratando de evitar el menor tropiezo que pudiese traicionar mi presencia. Necesité cinco minutos para llegar a la puerta del fondo que daba a la biblioteca. Me disponía a abrirla, cuando un suspiro del capitán Nemo me clavó al suelo. Comprendí que iba a levantarse, e incluso lo entreví al filtrarse hasta el salón la luz de la biblioteca. Vino hacia mí, los brazos cruzados, silencioso, deslizándose más que andando, como un espectro. Su pecho oprimido se hinchaba de sollozos. Y lo oí murmurar estas palabras, las últimas que guardo de él:

—¡Dios Todopoderoso! ¡Basta! ¡Basta!

¿Era la confesión del remordimiento lo que escapaba de la conciencia de ese hombre?

Aterrorizado, me precipité a la biblioteca, llegué a la escalera central, la subí y luego, siguiendo el corredor superior, fui hasta el bote en el que penetré por la abertura que había dejado paso a mis dos compañeros.

—¡Partamos! ¡Partamos! —grité.

—Al instante —respondió el canadiense.

Se cerró y atornilló el orificio practicado en la plancha del
Nautilus
, mediante una llave inglesa de la que se había provisto Ned Land. Se cerró igualmente la abertura del bote, y el canadiense comenzó a desatornillar las tuercas que nos retenían aún al barco submarino.

Súbitamente nos llegó un ruido del interior. Se oían gritos, voces que se respondían con vivacidad. ¿ Qué ocurría? ¿Se habían dado cuenta de nuestra fuga? Sentí que Ned Land me deslizaba un puñal en la mano.

—Sí —murmuré—, sabremos morir.

El canadiense se había detenido en su trabajo. De repente, una palabra, veinte veces repetida, una palabra terrible, me reveló la causa de la agitación que se propagaba a bordo del
Nautilus
. No era de nosotros de lo que se preocupaba la tripulación.

—¡El Maelström! ¡El Maelström! —gritaban una y otra vez.

¡El Maelström! ¿Podía resonar en nuestros oídos una palabra más espantosa en tan terrible situación? ¿Nos hallábamos, pues, en esos peligrosos parajes de la costa noruega? ¿Iba a precipitarse el
Nautilus
en ese abismo, en el momento en que nuestro bote iba a desprenderse de él?

Sabido es que en el momento del flujo las aguas situadas entre las islas Feroë y Lofoden se precipitan con una irresistible violencia, formando un torbellino del que jamás ha podido salir un navío. Olas monstruosas corren desde todos los puntos del horizonte y forman ese abismo tan justamente denominado «el ombligo del océano», cuyo poder de atracción se extiende hasta quince kilómetros de distancia. Allí, no solamente los barcos se ven aspirados, sino también las ballenas y hasta los osos blancos de las regiones boreales.

Allí es donde el
Nautilus
—involuntaria o voluntariamente, tal vez— había sido llevado por su capitán. Describía una espiral cuyo radio disminuía cada vez más. Con él, el bote, aún aferrado a su flanco, giraba a una velocidad vertiginosa. Sentía yo los vértigos que suceden a un movimiento giratorio demasiado prolongado. Estábamos espantados, viviendo en el horror llevado a sus últimos límites, con la circulación sanguínea en suspenso y los nervios aniquilados, empapados en un sudor frío como el de la agonía. ¡Y qué fragor en torno de nuestro frágil bote! ¡Qué mugidos que el eco repetía a una distancia de varias millas! ¡Qué estrépito el de las olas al destrozarse en las agudas rocas del fondo, allí donde los cuerpos más duros se rompen, allí donde hasta los troncos de los árboles se convierten en «una piel», según la expresión noruega!

¡Qué situación la nuestra, espantosamente sacudidos! El
Nautilus
se defendía como un ser humano. Sus músculos de acero crujían. A veces, se levantaba, y nosotros con él.

—Hay que resistir —gritó Ned Land— y atornillar las tuercas. Si nos sujetamos al
Nautilus
, tal vez podamos salvarnos todavía.

No había acabado de hablar cuando se produjo un fuerte chasquido. Desprendidas las tuercas, el bote, arrancado de su alvéolo, salió lanzado como la piedra de una honda hacia el torbellino.

Me di un golpe en la cabeza con una cuaderna de hierro y, bajo este violento choque, perdí el conocimiento.

23. Conclusión

Así concluyó este viaje bajo los mares. Imposible me es decir lo que ocurrió aquella noche, cómo el bote pudo escapar al formidable torbellino del Maelström, cómo Ned Land, Conseil y yo salimos del abismo. Cuando volví en mí, me hallé acostado en la cabaña de un pescador de las islas Lofoden. Mis dos compañeros, sanos y salvos, estaban junto a mí y me estrechaban las manos. Efusivamente, nos abrazamos.

En estos momentos no podemos todavía regresar a Francia. Son raros los medios de comunicación entre el norte y el sur de Noruega. Me veo, pues, forzado a esperar el paso del vapor que asegura el servicio bimensual del cabo Norte.

Es, pues, aquí, en medio de estas buenas gentes que nos han recogido, donde reviso el relato de estas aventuras. Es exacto. Ni un solo hecho ha sido omitido, ni un detalle ha sido exagerado. Es la fiel narración de esta inverosímil expedición bajo un elemento inaccesible al hombre, y cuyas rutas hará libres algún día el progreso.

¿Se me creerá? No lo sé. Poco importa, después de todo. Lo que yo puedo afirmar ahora es mi derecho a hablar de estos mares bajo los que, en menos de diez meses, he recorrido veinte mil leguas; de esta vuelta al mundo submarino que me ha revelado tantas maravillas a través del Pacífico, del índico, del mar Rojo, del Mediterráneo, del Atlántico y de los mares australes y boreales.

¿Qué habrá sido del
Nautilus
? ¿Resistió al abrazo del Maelström? ¿Vivirá todavía el capitán Nemo? ¿Proseguirá bajo el océano sus terribles represalias o les puso fin con esa última hecatombe? ¿Nos restituirán las olas algún día ese manuscrito que encierra la historia de su vida? ¿Conoceré, al fin, el nombre de este hombre? ¿Nos dirá el buque desaparecido, por su nacionalidad, cuál es la nacionalidad del capitán Nemo?

Yo lo espero. Espero también que su potente aparato haya vencido al mar en su más terrible abismo, que el
Nautilus
haya sobrevivido allí donde tantos navíos han perecido. Si así es, si el capitán Nemo habita todavía el océano, su patria adoptiva, ¡ojalá pueda el odio apaciguarse en su feroz corazón! ¡Que la contemplación de tantas maravillas apague en él el espíritu de venganza! ¡Que el justiciero se borre en él y que el sabio continúe la pacifica exploración de los mares! Si su destino es extraño, es también sublime. ¿No lo he comprendido yo mismo? ¿No he vivido yo diez meses esa existencia extranatural? Por ello, a la pregunta formulada hace seis mil años por el Eclesiastés: «¿Quién ha podido jamás sondear las profundidades del abismo?», dos hombres entre todos los hombres tienen el derecho de responder ahora. El capitán Nemo y yo.

FIN

* * *

JULIO VERNE. Jules Gabriel Verne (Nantes, 8 de febrero de 1828 – Amiens, 24 de marzo de 1905), conocido en los países de lengua española como Julio Verne, fue un escritor francés de novelas de aventuras. Es considerado junto a H. G. Wells uno de los padres de la ciencia ficción. Es el segundo autor más traducido de todos los tiempos, después de Agatha Christie, con 4.185 traducciones, de acuerdo al Index Translationum. Algunas de sus obras han sido adaptadas al cine. Predijo con gran exactitud en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales. Fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportes a la educación y a la ciencia.

Notas

[1]
La legua marítima equivale a 5.555 metros y 55 centímetros.
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[2]
Unos 106 metros. El pie inglés equivale a 30,40 centímetros.
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