Kevin intentó digerir lo que Micky acaba de contarle. Los inversores ganaban un 12 por 100 de su inversión: ¡un 12 por 100! No un 2 por 100, como había leído en los libros sobre Blackjack; y los jugadores cobraban en función del número de manos que jugaban, independientemente de si ganaban o perdían. Sonaba muy bien. Aun así, necesitaba algo más concreto. Se volvió hacia Fisher y le preguntó:
—¿Cuánto dinero has ganado con esto?
Fisher miró a Micky y éste asintió.
—Martínez y yo hemos ganado más de cien mil dólares cada uno en los últimos seis meses. Cuando empezamos, éramos sólo jugadores. Ahora hemos empezado a participar en la acción.
Kevin soltó un silbido de admiración.
Cien mil dólares cada uno.
Jugando a las cartas.
—De acuerdo —dijo Kevin—. Contad conmigo.
—Fantástico —dijo Micky—. Pero primero tienes que hacer algo.
—¿Qué? —preguntó Kevin.
Micky sonrió (o ¿tal vez le enseñaba los dientes?):
—Tienes que pasar la prueba.
Boston, octubre de 1994
En realidad, Kevin tuvo que superar tres pruebas. O una sola prueba dividida en tres partes, una para cada uno de los tres papeles que debía desempeñar en el equipo del MIT. Tras la clase, Martínez le explicó los detalles mientras se dirigían al apartamento de Felicia por el puente de Massachusetts Avenue.
—Cuando el método para contar cartas se desarrolló por primera vez, aún no se había planteado la idea de jugar en equipo. Hombres blancos y calvos con gafas se apiñaban en las mesas de Blackjack para sacarse cuatro céntimos aprovechando un pequeñísimo 2 por 100 de ventaja a partir del cálculo de las cartas altas que quedaban en la baraja. Seguro que con el tiempo acababas ganando dinero, pero tarde o temprano el casino te descubría y te echaba de mala manera. Cuando te habían echado de todos los casinos de la ciudad, estabas acabado, te habías extinguido. Eras un dinosaurio. Kevin sonrió, con el rostro iluminado por el cielo de Boston que se veía al otro lado del río. A lo lejos, las pequeñas casas del barrio de Back Bay se veían diminutas bajo las sombras gemelas de los rascacielos Prudencial y Hancock.
—Si te echan, te conviertes en un dinosaurio. Entendido. Y, entonces, ¿cómo funciona el juego de equipo?
—División del trabajo —respondió Martínez—. El equipo se divide en tres tipos de jugadores. Hay los observadores, los
gorilas
y los
grandes jugadores
.
Kevin observó un autobús que bajaba ruidosamente por Massachusetts Avenue en dirección a Harvard Square.
—Fisher es un gorila, obviamente.
Martínez hizo caso omiso de su comentario.
—Cualquier persona que entre en el equipo empieza trabajando como observador. Su trabajo consiste en encontrar una buena mesa con una baraja caliente y luego llamar a un gorila o a un gran jugador. En la mayoría de los equipos de Blackjack, los observadores cuentan cartas desde atrás. Es decir, deambulan por el casino y observan el juego por encima del hombro de los jugadores para contar las cartas que van saliendo de la baraja. Hemos introducido algunas mejoras en ese método, porque el recuento desde atrás es demasiado obvio. En todos los casinos de Las Vegas encontrarás a centenares de aficionados que intentan contar desde atrás. Tarde o temprano, los acaban cogiendo.
—¿Y a vosotros no os pillan? —preguntó Kevin.
—Lo hacemos con un método ligeramente distinto. Nuestros observadores se sientan en las mesas y juegan apostando lo mínimo, para ir contando mientras tanto. Nadie sospecha de ellos porque actúan como cualquier jugador. Pierden un poco, luego tienen suerte, pero nunca modifican su apuesta. Cuando el recuento va bien, el observador hace una señal de llamada. Entonces, o bien el gorila o bien el gran jugador se dirige a la mesa disimuladamente y entonces empieza la auténtica diversión.
Llegaron al otro lado del puente y se pararon en el cruce. En la acera de enfrente había un grupo de estudiantes escandalosos haciendo cola para entrar en una discoteca.
—Después de ser observador, pasas a hacer de gorila. Un gorila no es más que un gran apostador. Básicamente se trata de interpretar un papel. Le llaman a una mesa que está caliente, se comporta como un niño rico borracho y alocado, y empieza a apostar ingentes cantidades de dinero. No piensa por sí mismo, deja que sea el observador el que le indique cuándo deja de ser buena la baraja. Es sólo un gorila, no malgasta ni una neurona. Pero, en función de lo alto que esté el recuento cuando le dan la señal, su porcentaje de ventaja puede ser apabullante. No cuenta, se limita a apostar y a apostar, y espera a que el observador, que está sentado a su lado, le avise de que la buena racha se ha terminado. Entonces se levanta y se pasea por el casino hasta que le vuelven a llamar.
Kevin se quedó maravillado. Empezaba a entenderlo. Los contadores de cartas que trabajaban solos tenían que esperar a que el recuento subiera y entonces podían subir su apuesta. Con el truco del gorila, sólo apostabas cuando la baraja era buena. Ganabas la mayor parte del tiempo y nadie podía acusarte de estar contando… porque, en realidad, no lo hacías.
—¿Y un gran jugador?
—Un gran jugador —dijo Martínez mientras cruzaban la calle— lo hace todo: interpreta un papel, cuenta y apuesta; sigue el recuento de la baraja y corta en los ases. Es el papel más difícil de interpretar y también el más importante. Llevas la mayor parte del dinero y te codeas con el personal del casino. Te invitan a alojarte en las grandes suites porque apuestas mil dólares por mano. Los observadores son los que te llaman a una mesa, pero luego eres tú el que toma el control de la partida. Haces cosas que el gorila no puede hacer, como subir la apuesta cuando la baraja mejora, pero tienes que hacerlo con estilo, para que el casino no te descubra. Debes tener la imagen adecuada.
Kevin pensó en lo que Micky había dicho cuando le había preguntado por qué le habían escogido a él: «tienes la pinta». ¿Quería decir que él era capaz de ser un camaleón, como Martínez? ¿O que era de origen asiático, como la mayoría de los del equipo? Él no era actor, nunca había intentado interpretar un papel. Tal vez Martínez y Fisher habían visto en él algo que él no era capaz de ver.
—Así pues, tendrás que pasar tres pruebas —continuó Martínez—. Primero, deberás dominar la estrategia básica y las técnicas fundamentales de recuento: son las herramientas del observador. Luego tendrás que aprender a utilizar índices de recuento para modificar tu juego y tus apuestas en función del resultado. Con eso basta para hacer de gorila. Por último, tendrás que pasar el examen definitivo. Se trata de una prueba completa, en un entorno real, en el que tendrás que desempeñar el papel de gran jugador.
—¿Cómo vais a conseguir un «entorno real»? —preguntó Kevin.
—Tú preocúpate de las cartas, que nosotros nos ocupamos del resto —respondió Martínez con una sonrisa.
Esa noche, tras una breve visita a Felicia para disculparse por no ir a cenar, Kevin se sentó en el suelo de su dormitorio y empezó a repartirse cartas a sí mismo de un mazo de seis barajas. Al principio se limitó a practicar la estrategia básica, pues Micky Rosa le había dado un folleto con un montón de gráficos que se había aprendido de memoria mientras comía pasta delante del televisor.
Los gráficos no le amedrentaron en absoluto; al fin y al cabo, se había pasado gran parte de su vida entre complicadas fórmulas matemáticas. Su padre siempre le hacía preguntas, incluso cuando era pequeño, sobre nociones básicas de física y química. A diferencia de gran parte de la física avanzada, la estrategia básica era de sentido común.
En contra de lo que muchos novatos creían, el objetivo del Blackjack no era conseguir la mejor mano posible; la cuestión era ganar al crupier. La clave de la estrategia básica consistía en entender que la ventaja del crupier se basaba exclusivamente en el hecho de que recibía las cartas después del jugador. Cualquier otro aspecto del juego iba a favor del jugador. El crupier tenía que respetar las reglas de la casa, lo que normalmente significaba que tenía que robar hasta que llegaba a diecisiete o hasta que se pasaba. Por consiguiente, la estrategia del jugador se basaba en calcular qué resultado era más probable que sacara el crupier y luego robaba hasta que su mano fuera superior a ese resultado. Si lo más probable era que el crupier se pasara (y normalmente se pasaba en un 28 por 100 de las ocasiones), al jugador le bastaba con plantarse cuando tuviera dos cartas que superaran un once.
Los cálculos del jugador se basaban en la información de la que disponía: la carta descubierta del crupier. Si era una carta fuerte —como un diez o un as—, entonces era muy probable que el crupier tuviera una buena mano y no necesitara coger una tercera carta. Eso significaba que el jugador tenía que seguir robando hasta que él mismo tuviera una buena mano. Si, por el contrario, la carta descubierta del crupier era baja —como un seis—, entonces lo más probable era que necesitara sacar una tercera carta de la baraja. Por lo tanto, la probabilidad de que se pasara era alta y era razonable que el jugador se plantara.
La estrategia adecuada se complicaba un poco más cuando se trataba de doblar o separar, las dos jugadas que le permitían al jugador aumentar sus posibilidades para ganar a la banca subiendo su apuesta. Cuando separaba, el jugador podía crear dos manos contra las cartas del crupier. Así, el jugador podía doblar su apuesta, pero también doblaba el riesgo que corría, por lo que el único momento adecuado para separar era cuando la mano del crupier iba a ser más baja que cada una de las dos manos del jugador. Varios expertos de Blackjack habían ideado, con la ayuda de ordenadores que calculaban millones de manos virtuales, una serie de reglas para separar correctamente. A Kevin le pareció mucho más fácil memorizar las tablas que intentar descifrarlas. Igual que en el caso de las reglas para doblar y la manera correcta de jugar cuando tenías una «mano fácil», es decir, cuando tenías un as, que podías contar como un uno o como un once.
En total, le había llevado menos de una hora familiarizarse con la estrategia básica. Después de jugar al Blackjack consigo mismo unas horas más, se puso a aprender el recuento acumulado básico.
El recuento de altas y bajas seguramente era el método de recuento más sencillo del mundo. Las cartas bajas —del dos al seis— tenían un valor positivo de uno; en cuanto a las cartas altas —del diez al as—, el valor también era de uno, pero negativo. Cuando Kevin se repartió toda una baraja, sumando las cartas bajas y restando las cartas altas, terminó con un resultado de cero. Se sintió incluso un poco tonto repartiéndose una y otra vez seis barajas de cartas, sacando las cartas una por una. Pero cuando empezó a sacar más de una carta al mismo tiempo la cosa se fue complicando. En un casino, tenía que ser capaz de contar toda la mesa en cuestión de segundos. Así que siguió el consejo que Micky le había dado cuando salían del aula: «Combínalas». Las cartas altas y las cartas bajas se anulaban las unas a las otras. Si miraba las cartas como pares —o incluso grupos de cuatro— de combinaciones de altas y bajas, podía reducir geométricamente el tiempo que necesitaba para contar. Al cabo de poco, ya podía contar las seis barajas en pocos minutos.
Cuando por fin se fue a dormir, le daban vueltas en la cabeza miles de imágenes de cartas y barajas. Estaba enganchado. No era sólo la posibilidad de ganar dinero; para un chico que estaba a punto de terminar su carrera en el MIT, había muchas maneras de ganar dinero. Era la pura belleza matemática del método lo que le entusiasmaba.
Durante las semanas siguientes, su pasión por contar cartas se fue haciendo cada vez mayor. Micky y su equipo guiaron a Kevin en intensas sesiones de entrenamiento, la mayoría de las veces aislados en aulas con las persianas bajadas, tanto para impresionar como para simular la poca iluminación que solía haber en el ambiente lleno de humo de un casino. Cuando tuvo dominado el recuento básico, Kevin aprendió a estimar a primera vista el número de cartas que quedaban en el repartidor; luego utilizó esa habilidad para transformar el recuento acumulado en un número más preciso llamado recuento real. El recuento real se basaba en el hecho estadístico de que cuantas menos cartas había en la baraja, más significativo era el recuento. Por ejemplo, un recuento de diez positivo —quedaban diez cartas altas extra en el repartidor— tenía más valor cuando sólo quedaban cincuenta cartas que cuando había trescientas.
Todos los días, durante cinco horas, Kevin combinaba cartas altas y bajas y luego dividía el resultado por el número de barajas que quedaban en el repartidor. Una y otra vez, hasta que la técnica se volvió más instinto que habilidad. Convertía el recuento acumulado en recuento real, luego aplicaba el número a los gráficos que había memorizado, que le indicaban cómo modificar su juego en función de su nueva ventaja o desventaja (resultado también de miles y miles de horas de análisis informático y años y años de jugadas realizadas por los alumnos del MIT que habían formado parte del equipo de Blackjack).
A mediados de octubre, Micky, Martínez y Fisher le sometieron a las pruebas del observador y del gorila. Ambas tuvieron lugar en el apartamento de Martínez y Fisher. Martínez repartía con un repartidor reglamentario mientras Fisher contaba a su lado, asegurándose de que lo hiciera bien. Al final, Kevin podía jugar dos manos y decir tanto el recuento como la jugada apropiada cuando Micky le daba un toque en el pie. Aún no podía apostar, el dinero no llegaría hasta el último examen. Pero tuvo que aprenderse las señales del observador:
—La baraja se está calentando —pidió Micky. Kevin cruzó los brazos sobre el pecho.
—La baraja ya está caliente —dijo Fisher. Kevin cruzó los brazos detrás de la espalda.
—Más caliente —añadió Martínez. Kevin se puso las manos en los bolsillos.— Tenemos que hablar. —Kevin se tocó un ojo.
—Ven aquí. —Kevin bajó la cabeza con los brazos cruzados sobre el pecho.— ¿Cómo está el recuento? —Kevin se rascó la oreja.
—Estoy demasiado cansado para seguir jugando. —Kevin se frotó el cuello.— El jefe de mesas me está buscando las cosquillas. —Kevin se puso las manos en la frente.
—Algo va mal, ¡vete ahora mismo! —Kevin se pasó la mano por el pelo.
Cuando terminó con las señales físicas, le pidieron que repitiera las señales verbales de recuento, que se utilizaban cuando se llamaba a un gran jugador. Eran palabras sencillas que se podían utilizar en cualquier frase, en las propias narices del crupier o incluso del jefe de mesas. A primera vista, podían parecer arbitrarias, pero en el fondo seguían reglas mnemotécnicas: