21 Blackjack (8 page)

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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

BOOK: 21 Blackjack
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Árbol
: la señal para un recuento de +1, porque un árbol parece un uno.

Interruptor
: +2, porque un interruptor es binario, apagado o encendido.

Taburete
: +3, porque tiene tres patas.

Coche
: +4, por las cuatro ruedas.

Guante
: +5, cinco dedos.

Revólver
: +6, seis balas.

Dados
: +7, el número de la suerte.

Billar
: +8, la bola negra.

Sol
: +9, el número de planetas del sistema solar.

Bolos
: +10, pleno a los diez bolos.

Fútbol
: +11, el número de jugadores.

Huevos
: +12, una docena.

Viernes
: +13, viernes trece.

Anillo
: +14, oro de catorce quilates.

Nómina
: +15, porque cobraban el día quince del mes.

Montana
: +16, porque Joe Montana jugaba con el dorsal 16.

Piscina
: +17, el número atómico del cloro.

Cabina de voto
: +18, la edad a la que se empieza a votar.

A veces, a Kevin le parecía difícil pensar en una frase bajo presión, pero Martínez le aseguró que cualquier tontería funcionaba en un casino, porque en realidad nadie te escuchaba. «Este taburete me está jodiendo la espalda» significaba que el recuento era de tres y «Me iría mejor si estuviera jugando a los bolos» quería decir que el recuento era de diez. «Mi habitación es más pequeña que una maldita cabina de voto» significaba que era hora de apostar a lo grande.

Tras tres horas de pruebas, Kevin estaba tan cansado que se desplomó en el futón; mientras tanto, Fisher y Martínez se fueron a buscar
sushi
al Toyama. Era la primera vez que Kevin estaba a solas con Micky, que estaba en un rincón, sentado en un puf al lado de uno de los altavoces. Llevaba una sudadera con capucha y unos pantalones cortos y anchos, como si fuera un estudiante; tal como estaba sentado, parecía torpe pero cautivador. Kevin sabía que las apariencias de ese maestro del recuento de cartas engañaban. Sus gruesas gafas ocultaban unos ojos penetrantes y tenía una de las mentes más agudas que había conocido Kevin. El equipo de Blackjack era mucho más que una diversión: era una empresa hábilmente organizada y dirigida como si fuera una secta. Todos veneraban a Micky; incluso Kevin sentía un respeto reverencial por sus capacidades y su carisma. Cuando el equipo se reunía, cualquier conflicto se sometía al juicio de Micky. Cualquier decisión sobre la estructura del equipo la tomaba él. Incluso el reclutamiento de Kevin, que obviamente había sido idea de Martínez y Fisher, se había desarrollado como si se le hubiera ocurrido a Micky.

Kevin no sabía cuánto dinero había invertido Micky, pero era evidente que era el jefe de facto del equipo. Era el vínculo con el pasado del equipo del MIT y era quien marcaría el camino a seguir en el futuro. Sin él, no había equipo, sólo un grupo de chicos rebeldes extremadamente inteligentes.

—Kevin —dijo Micky escudriñándole desde el rincón—, creo que estás preparado.

Kevin sintió una descarga de adrenalina. Era la misma sensación que sentía cuando su padre aprobaba algo que había hecho. A su padre, Micky no le hubiera gustado: un hombre adulto que trataba con chicos brillantes y les convertía en jugadores… El padre de Kevin nunca lo habría entendido. Contar cartas no era jugar: era una operación de arbitraje.

—El sábado por la noche —continuó Micky—, Martínez te dará la dirección. Si todo sale bien, a finales de mes vendrás con nosotros a Las Vegas.

Kevin suspiró, hambriento. No pensaba precisamente en el
sushi
.

El sábado por la noche iba a pasar la Prueba.

SIETE

Boston, octubre de 1994

Kevin observó la oscuridad entrecerrando los ojos para abrirse camino por el callejón estrecho y húmedo. Sin alumbrado público, resultaba difícil navegar entre los turbios charcos de líquidos desconocidos que sobresalían del asfalto agrietado, como tampoco era fácil esquivar el montón de cristales rotos que había en las aceras. Se alegraba de haberse puesto las botas Timberland, pero empezaba a preguntarse si unas zapatillas no hubieran sido más adecuadas para esa zona de la ciudad. A juzgar por los escaparates cerrados a cal y canto y el decrépito estado de los edificios que había a ambos lados del callejón, parecía muy probable que pronto tuviera que salir corriendo.

Nunca se había adentrado tanto en Chinatown. Ésta no era la pintoresca y occidentalizada sucesión de restaurantes y tenderetes de galletas de la fortuna típicos de la zona situada entre el distrito financiero y el barrio de los teatros. Ésta era una parte de Chinatown de la que los estudiantes y los turistas nunca habían oído hablar. Una telaraña de calles de sentido único, callejuelas serpenteantes y callejones sin salida, donde nadie hablaba inglés y nadie te miraba a los ojos. Kevin se acordó de las historias que su padre le había contado sobre Hong Kong. Estos diez kilómetros cuadros eran otro país y, a pesar de la sangre asiática que corría por las venas de Kevin, aquí el extranjero era él.

Por suerte, el callejón carecía de cualquier tipo de vida. Kevin mantuvo la cabeza baja, buscando los números de los edificios con rápidas miradas a los lados.

Un toldo azul le llamó la atención y paró, con un pie en un charco pegajoso y el otro en equilibrio inestable sobre el bordillo. Bajo el toldo había una pequeña tienda de comestibles; tras el cristal se veía una hilera de pollos colgados, junto a un cartel lleno de caracteres chinos. Al lado de la ventana había una puerta de madera pintada en el mismo tono azul que el toldo. Habían garabateado un número en el centro de la puerta con tinta de color verde oscuro.

Kevin comprobó el número dos veces y se encogió de hombros: «Whistler Street, 43». Era la dirección. Se acercó y tocó el timbre. Hubo una pausa y luego oyó pasos que venían de dentro. Un chirrido metálico, el sonido de un pestillo y, finalmente, la puerta se abrió hacia dentro. La tienda quedaba a la derecha y justo enfrente había una escalera que subía abruptamente hacia la oscuridad. Un hombre viejo chino estaba en el escalón inferior haciéndole señas para que se acercara.

—¿Ser Kevin? ¿Ser Kevin?

Kevin asintió, echando una ojeada a la tienda. No había nadie y el olor a ave muerta era asfixiante. Finalmente se dirigió al hombre y respondió:

—Sí.

—Tú seguir.

El anciano se dio la vuelta y empezó a subir la escalera. Kevin trató de tranquilizarse y luego le siguió. Al cabo de unos momentos, empezó a oír ruidos que procedían de alguno de los pisos de arriba. Parecía una fiesta: risas, tintineo de vasos, tacones golpeando el suelo. Los nervios de Kevin se calmaron. ¿Qué probabilidades tenía de que le atracaran en una fiesta?

La escalera se terminaba en otra puerta de madera. El anciano la abrió y una ráfaga de luz naranja le envolvió. Kevin dio unos pasos más y entró en una sala larga y rectangular con techos bajos y sin ventanas. Se le abrieron los ojos como platos al ver que había tres tapetes de Blackjack, una ruleta y dos mesas de dados, todo de tamaño reglamentario, como si acabaran de robarlo de un casino. Al menos había veinte personas en la sala, la mitad chinas. El resto parecían hombres de negocios de treinta o cuarenta años, muchos vestidos con traje y corbata. En el otro extremo había una barra y varias camareras vestidas de negro se movían entre la multitud, llevando bandejas llenas de brebajes varios.

«Un casino clandestino de Chinatown». Kevin sacudió la cabeza, asombrado. Había oído hablar de lugares como ése. Echó una ojeada por la sala y finalmente vio a Martínez y Micky sentados el uno al lado del otro en una de las mesas de Blackjack. Su primer instinto fue ir a saludarles, pero luego recordó lo que Martínez le había dicho antes de darle la dirección:

—Es un ensayo general. Juega siguiendo las reglas del equipo a rajatabla o no juegues.

Discretamente, Kevin se fue abriendo camino entre la multitud. No dejaba de mirar a Martínez pero no se acercaba a más de tres metros de él; primero hizo como que observaba el juego de la ruleta y luego se dirigió a la mesa de dados. Los otros jugadores ni se dieron cuenta; no era más que otro chico asiático deambulando por la sala. Mantenía la cabeza baja, con la barbilla casi tocándole el pecho. Ni siquiera levantó la mirada cuando vio que Martínez cruzaba los brazos sobre el pecho, dándole la señal de entrada.

«Allá vamos», Kevin se dijo. Con aire despreocupado cruzó la sala y se sentó en un taburete vacío en el otro extremo de la mesa, el tercer puesto. Ni Micky ni Martínez hicieron gesto de reconocerle. Micky bebía un refresco con una pajita que tenía colocada en un agujero entre los dientes y Martínez charlaba con el crupier, un hombre chino de pelo gris que llevaba una chaqueta azul y pantalones caquis. Cuando el hombre sonrió, Kevin vio que tenía los dientes casi tan destrozados como Micky: sus encías eran de color regaliz.

Kevin se puso la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes de veinte. Fisher le había prestado el dinero esa mañana, antes de irse al gimnasio. Trescientos dólares; si Kevin lo perdía todo, se lo descontarían de su primera nómina como miembro del equipo. Si no pasaba la Prueba, le lavaría los platos a Fisher durante un mes.

Puso el dinero sobre el tapete y observó cómo el crupier lo sustituía por sesenta fichas rojas de cinco dólares. Otro hombre chino con la misma chaqueta azul vigiló la transacción desde un taburete situado justo en medio de las tres mesas de Blackjack. El jefe de mesas, supuso Kevin; hacía unos días Micky le había dado un curso intensivo sobre la organización jerárquica de los casinos. Los crupieres eran supervisados por el jefe de mesas, quien era controlado por el encargado de turno, que a su vez tenía que dar cuentas al encargado de piso, que respondía ante el director del casino (el DC), quien a su vez se inclinaba ante Dios… esto es, la sede central. En Las Vegas, la sede central solía ser un monstruo sin rostro con cien millones de accionistas y casi el mismo número de abogados. Aquí, en Chinatown, Dios probablemente era algún traficante de drogas con un solo ojo y un bastón de oro. Kevin no quería pensar en ello. Él había venido a jugar.

Mientras colocaba las fichas en una columna ordenada, utilizó el hombro para rascarse la oreja. Un poco más allá, Martínez tiritó y dijo:

—¡Manda huevos, qué frío hace aquí, Al! ¿No pagáis la calefacción o qué?

El crupier rió, dejando al descubierto sus negras encías. Kevin cogió cinco fichas del montón y las puso en el círculo de apuestas. Sólo eran veinticinco dólares, pero era cinco veces su unidad mínima, la apuesta adecuada para un recuento de doce. Si no se hubiera tratado de una prueba, habría puesto dos mil quinientos dólares sobre la mesa.

Salieron las cartas y Kevin consiguió un sólido veinte contra un ocho del crupier. Se plantó, ganó y ajustó el recuento, combinando las cartas de Micky y Martínez, analizando las cartas que quedaban, calculando el índice y su apuesta sin tan siquiera pestañear. Se reclinó en el taburete, con expresión de tranquilidad. Aumentó su apuesta con otra ficha y luego llamó a la camarera.

Durante el resto de la partida, jugó a la perfección, llevando la cuenta hasta la última carta. Mientras jugaba, iba charlando de buen humor tanto con el crupier como con las camareras que iban pasando, bromeando sobre su buena suerte y sobre cómo su novia se lo iba a gastar todo en ropa de todas maneras. Empezó una segunda partida, esperó la señal de Micky y continuó jugando. En la tercera partida, ya había ganado novecientos dólares y el jefe de mesas le había ofrecido una tarjeta de puntos regalo… incluso en Chinatown tenían programas de fidelización. Utilizó un alias, David Chow, y pudo inventarse una dirección falsa sin que su recuento se viera afectado. Apuesta tras apuesta, cada vez se fue desmadrando más. No estaba borracho, interpretaba el papel: cuando nadie miraba se aguantaba la respiración para que se le enrojecieran las mejillas, cuando subía la apuesta tiraba las fichas de cualquier manera, cuando el jefe de mesas estaba mirando le pedía al crupier que le ayudara a sumar las cartas…

Estaba dando un buen espectáculo y, sin embargo, no dejó de llevar la cuenta en ningún momento. El ambiente del casino no le distraía en absoluto; al contrario, sentía que el ruido ambiental le llenaba de energía. Cuando iba por la mitad de la cuarta partida, se lo estaba pasando tan bien que no vio la sombra que se le acercaba por detrás.

Kevin estaba toqueteando sus fichas tranquilamente cuando de repente dos enormes brazos lo cogieron por el pecho y lo sacaron del taburete. Intentó gritar, pero le pusieron un saco de lona en la cabeza y su grito se desvaneció.

Lo levantaron del suelo y lo arrastraron por toda la sala. Oyó que la gente reía. Extraña reacción, pensó la parte de su cerebro que aún funcionaba. Luego oyó el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse, y lo lanzaron a un rincón. Se dio un golpe tan fuerte que se le cortó la respiración.

Hubo un momento de silencio y luego le quitaron el saco de la cabeza. Estaba en una especie de armario. El suelo estaba húmedo y el aire apestaba a moho.

Fisher le miraba desde arriba, con una sonrisa maliciosa en el rostro.

Kevin le miró, en estado de choque.

—¿Qué coño haces?

Fisher hizo caso omiso de su indignación. Su vozarrón no mostraba ni un ápice de nerviosismo:

—¿A cuánto está el recuento, Kevin?

Kevin parpadeó. Aún podía oír las risas procedentes de la sala. Estaba claro que era una novatada, pero le habían dado un susto de muerte.

—Cabrón, que tengo casi mil dólares encima de la mesa…

—Kevin —repitió Fisher—. ¿A cuánto está el recuento?

Y entonces Kevin lo entendió. Formaba parte de la Prueba. El ambiente del casino no le había distraído. El jefe de mesas, la camarera, el crupier… nadie había conseguido desviar su atención de las cartas.

Así que Fisher había ido un poco más allá, había pasado al nivel sádico. Intentaba desconcentrar a Kevin mediante la fuerza bruta.

—¿A cuánto está el recuento? —preguntó Fisher en tono exigente.

Kevin le fulminó con la mirada.

—Dados, imbécil. El recuento es de más siete. ¡Ahora déjame recuperar el puto dinero!

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