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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (24 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Jill y Dylan fueron los únicos miembros del equipo que optaron por no hacer la excursión a Chicago. Kevin no se enteró en ese momento, pero la pareja había discutido acaloradamente después de que le expulsaran del New York, New York. Dylan pensaba que no había para tanto, pero a Jill le preocupaba que el equipo no se tomara suficientemente en serio la reacción del casino. Para ella, el recuento de cartas era una afición estimulante, pero no era nada por lo que valiera la pena correr ningún riesgo, por muy vago que fuera. Ella tenía que pensar en su carrera; incluso una falsa acusación podía perjudicarla al solicitar un empleo en una empresa de talante conservador.

En opinión de Dylan, normalmente el más tradicional de los dos, Jill se lo tomaba demasiado a pecho. Él hubiera ido con el equipo a Chicago, pero no quería dejar a Jill sola todo el fin de semana, así que al final decidió no apuntarse a la excursión.

Al llegar al Buckinghams Steak House el viernes por la noche, Kevin sintió una descarga de adrenalina que le resultaba familiar. Mientras Fisher explicaba el plan del fin de semana, Kevin se repartió varias barajas en la mesa del restaurante para expulsarse los miedos de una vez por todas. Éste era su territorio, había estado trabajándose ese casino durante más de un año. Aquí nadie iba a tocarle.

A Kevin le asignaron el primer turno como gran jugador y poco a poco el equipo fue entrando en el barco. Kevin empezó a deambular por el casino, saludando a los jefes de mesas y los crupieres que conocía. Se dio cuenta de que, al verle, todo el mundo sonreía y cada vez se sentía más y más cómodo. Esa noche su nombre era Jackie Wong, el hijo de un neurocirujano de Manhattan: era rico, arrogante y estaba siempre sonriendo.

Se sentó en la mesa de Kianna y abrió la partida con una apuesta de mil dólares. Las cartas se iban calentando por momentos y Kevin se sentía en plena forma, así que subió la apuesta hasta el límite de dos mil dólares. Al cabo de poco, ya jugaba tres manos por ronda y casi ni se acordaba del Rio y el New York, New York.

Entonces Kianna movió la mano para pasársela por el pelo y sin querer vertió su bebida por toda la mesa. Kevin levantó la mirada a tiempo para ver que se acercaba un jefe de mesas que había conocido en su primera visita al casino. Se llamaba Robert Steiner y, en una ocasión, incluso le había propuesto invertir en un negocio no vinculado al casino que acaba de poner en marcha. Era bajo, un poco calvo, tenía unos grandes ojos azules y era un poco regordete: tenía dos hijas que estaban a punto de ir a la universidad y una mujer que trabajaba como crupier en el turno de día.

Kevin ya se había levantado y se alejaba de la mesa cuando Steiner le alcanzó. Kevin sonrió tan amablemente como pudo y le alargó la mano. Steiner se la estrechó, pero su apretón era débil y su expresión de desconcierto.

—Jackie, tenemos un pequeño problema.

Kevin intentó seguir haciéndose el chulo, para no salirse del personaje.

—¿Me estoy llevando demasiado dinero? Ya sabes que después lo pierdo todo jugando a los dados.

Steiner parecía afligido.

—Ya no podemos dejar que saltes de una mesa a otra.

Kevin enarcó las cejas. No podía creer que le tildaran de contador de cartas aquí, en Chicago. Si no querían que se fuera moviendo por las mesas, era porque pensaban que contaba desde atrás o porque creían que trabajaba en equipo. Steiner se lo estaba diciendo con amabilidad porque eran amigos, pero no cabía duda de que le estaban expulsando.

—Es una locura —dijo Kevin, fingiendo indignación—. Juego aquí desde hace años.

—Tal vez sea por la gente con la que andas. Tal vez sean ellos el problema y no tú.

Kevin tragó saliva, tenía la boca seca:

—¿Pero qué dices? Si he venido solo…

Steiner señaló a Fisher, que estaba sentado en una mesa en el otro extremo de la zona de juego, simulando estar concentrado en sus cartas:

—¿No conoces a ese tipo?

Kevin miró a Fisher y luego a Steiner:

—No le había visto nunca. ¿Por qué piensas que voy con ese tío?

Steiner echó un vistazo a la multitud y localizó a Martínez sentado en una mesa cerca de la entrada.

—Y ¿qué me dices de ése?

Ahora a Kevin le temblaban las manos:

—¿Qué coño está pasando, Rob? Tú me conoces, sabes que siempre juego solo.

Steiner se encogió de hombros. Su tono ya no era de precaución, empezaba a sonar irritado:

—Tal vez sea un error, pero han llamado desde arriba. Ya no puedes saltar de una mesa a otra. Que quede entre tú y yo, pero creo que es hora de que tú y tus amigos hagáis las maletas y os larguéis de aquí.

Kevin se quedó callado durante unos segundos, intentando pensar cómo responder a eso. Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida.

Kevin hizo la llamada de larga distancia desde el aeropuerto. Martínez y Fisher escuchaban desde fuera de la cabina, con una mirada de preocupación en el rostro. Kevin esperó a que respondieran y luego bajó la voz:

—Hola, llamo desde la oficina de Rob Steiner, del Grand Victoria Casino de Illinois. Me gustaría hacerles unas preguntas acerca de nuestro encargo.

Hubo una breve pausa al otro lado del teléfono y luego la voz alegre de una mujer respondió:

—Por supuesto, señor Steiner. Ahora mismo le paso a Jack…

Kevin colgó el teléfono de golpe y se volvió hacia Fisher y Martínez:

—Es oficial. Nos han jodido.

El número que había marcado le había comunicado con la sede central de la agencia Plymouth Associates de Las Vegas. Era obvio que el Grand Victoria les había contratado para proteger su casino. La Plymouth estaba especializada en tramposos, ladrones y contadores de cartas. Parecía que últimamente la agencia también se estaba especializando en localizar a chicos del MIT.

—Aun así, podría ser una coincidencia —dijo Fisher—. La Plymouth trabaja para todo el mundo actualmente. Y, de hecho, hemos atacado el Grand Victoria en muchas ocasiones. Es un pequeño barco y somos los mayores ganadores que jamás hayan visto. Quizá lo único que pasa es que hemos quemado el sitio.

Kevin negó con la cabeza:

—Tiene algo que ver con lo que pasó en Las Vegas. Nos conocen la cara. Steiner os señaló a los dos.

—Pero no dijo nada de los observadores —interrumpió Martínez—. Los tres hemos apostado a lo grande en el Grand Victoria. Por supuesto que tienen fotos de los tres, pero no saben nada del equipo.

Kevin reflexionó sobre ello un momento. Martínez llevaba algo de razón.

—Aún no, pero si nos han estado observando…

—Vamos —dijo Fisher con un gruñido—, hablas como el cagado de Tay: «Seguro que me han metido una cámara en el culo para vigilarme la próxima vez que vaya a cagar». Kevin, es una tontería. Nos expulsan porque ganamos, es así de sencillo. Simplemente tenemos que ser más listos que ellos.

A Kevin no le gustaba la despreocupación con la que lo decía. Fisher había echado a Micky, el único que tenía experiencia en ese tipo de situaciones. En lugar de coger el toro por los cuernos y tratar de entender qué ocurría, Fisher se limitaba a decir que no pasaba nada, que tenían que seguir adelante, haciendo caso omiso del riesgo que corrían.

—Estamos jugando con fuego —dijo Kevin, alejándose de la cabina de teléfono—. Nos han atacado cuatro veces en una semana.

Fisher apartó la mirada, con cara de indignación. Kevin tenía ganas de hacerle entrar en razón a patadas. Martínez se interpuso entre los dos y colocó una mano en el hombro de Kevin.

—Estoy de acuerdo en que algo pasa. Pero ¿qué quieres hacer? ¿Rendirte? Todos los contadores acaban siendo expulsados en algún momento. Siempre y cuando el equipo esté a salvo, sobreviviremos. Y no han descubierto al equipo, o sea que no han descubierto nuestro sistema.

Kevin asimiló las palabras de Martínez. La verdad era que, a pesar de su inquietud, quería creérselo. Quería continuar jugando. Lo que no quería era sentirse intimidado por una agencia de detectives ni por los perritos falderos de los casinos. Él no era alguien que tirara la toalla fácilmente.

—Nosotros somos más listos que ellos —continuó Martínez—. Lo dejaremos cuando queramos dejarlo, no cuando ellos digan.

Kevin asintió, mirando a Fisher.

Fisher le sonrió y dijo:

—¿Cómo lo ves, Kev? ¿Vamos a comprarnos los billetes para el fin de semana de la Super Bowl?

Kevin eligió el MGM Grand porque era el casino donde había hecho de gran jugador por primera vez, el casino de Las Vegas en el que se sentía más cómodo. Era amplio y confortable, tenía los techos altos y los accesos a las salidas eran numerosos. Como cualquier otro casino de la ciudad, el MGM Grand estaba lleno hasta los topes durante el fin de semana de la Super Bowl, a pesar de que en otros hoteles las apuestas deportivas tenían mucha más fuerza. Pero el MGM Grand, desde el león gigante de color verde de la entrada hasta la enorme cúpula del techo del casino, tenía el atractivo del tamaño sin la limitación de un precio demasiado alto.

Se registró bajo su nombre falso favorito: Ken Davis, un empleado de Microsoft que vivía en Seattle. No sólo enseñó en recepción su tarjeta de crédito y su carné de coche de Washington, sino que además dejó que su tarjeta profesional de Microsoft le cayera del monedero mientras rellenaba el formulario de registro. Le había dado la tarjeta un antiguo compañero de clase a cambio del número de teléfono de una bailarina especialmente «amable» que había dejado el Paradise para irse a trabajar en un club de Seattle.

Fisher y Martínez también se habían alojado en sus hoteles favoritos: el Stardust y el Caesars, respectivamente. El objetivo era hacer un turno corto de seis horas y luego encontrarse en el Paradise para comentar la jugada. Si todo iba bien, volverían a los casinos para hacer otro turno de seis horas.

Por suerte, Jill y Dylan habían resuelto sus problemas y ya estaban posicionados en el enorme casino del MGM. Tay estaba interpretando a un borracho escandaloso en un rincón abarrotado de la zona de grandes apuestas, confraternizando con todas las camareras y enemistándose con todos los jugadores.

Kevin empezó la noche en la mesa de Dylan, progresando rápidamente gracias a una baraja de catorce positivos. Ya había ganado más de diez mil dólares cuando Jill le llamó a su mesa, donde el recuento también superaba los dos dígitos. Al cabo de poco, ya había ganado treinta mil dólares de beneficios y parecía que todo marchaba a la perfección. Conversó animadamente con dos jefes de mesas que conocía; uno incluso le invitó a la fiesta privada de un jugador de la NFL que iba a ver el partido con un grupo de grandes apostadores amigos.

Todo iba tan bien que Kevin apenas reaccionó cuando Tay le hizo señales para que le siguiera. Esperó a que Tay desapareciera en dirección al baño y luego le siguió, un poco molesto por la interrupción.

Encontró a Tay en el último urinario y sigilosamente se puso a su lado. Había gente, así que Tay tuvo que hablar en susurros y Kevin casi no le oía.

—Algo va muy mal en mi mesa.

Kevin suspiró, presuponiendo que no era más que otra de las paranoias de Tay.

—Estás apostando lo mínimo, ¿verdad?

—Desde luego —dijo Tay. Su aliento olía alcohol, pero no estaba borracho. Otra ventaja de su tamaño era que podía pedir bebidas durante toda la noche y su juego nunca se veía perjudicado. Haría falta todo un barril de cerveza para que perdiera la cuenta—. Pero hace unos veinte minutos, un tipo se ha sentado en el tercer puesto. Lleva un sombrero de vaquero y una chaqueta tejana. Me ha parecido ver que lleva un auricular en la oreja derecha.

Kevin le miró fijamente:

—Seguramente es un audífono.

—No creo que te dejen llevar un puto audífono en un casino —replicó Tay—. Seguro que trabaja para esos hijos de puta. Creo que me está observando y de vez en cuando habla con alguien por un micrófono.

Kevin se abrochó los pantalones y tiró de la cadena:

—Es ridículo. Son imaginaciones tuyas.

—Sí, ya lo sé, soy un paranoico de mierda, pero te aseguro que ese tío lleva un auricular.

Kevin quería pensar que eran tonterías pero, después de todo lo que había ocurrido, tenía que comprobarlo.

—Tú ve al bar a pedir una copa y yo echaré un vistazo. Nos vemos en cinco minutos.

Dejó pasar unos momentos para que Tay se marchara y luego volvió al casino. Deambuló un rato por la zona de grandes apuestas, saludando a algunos crupieres que conocía por el camino. Cuando llegó a la mesa donde había estado Tay, aminoró la marcha y se fijó en los jugadores. Vio al hombre del sombrero en el tercer puesto, charlando con una mujer de pelo rizado y oscuro que estaba sentada a su lado. El hombre aparentaba unos cuarenta años y llevaba unos tejanos, una chaqueta y unas botas de vaquero a juego. Parecía un pueblerino de Tejas, no un empleado de casino o un detective privado. Kevin se acercó para ver si llevaba el auricular. Las orejas del tipo parecían limpias. O se había quitado el auricular o, lo más probable, eran imaginaciones de Tay.

Kevin rodeó la mesa y se fue de la zona de grandes apuestas por el otro lado. Se dirigió al bar que había al lado de la zona de juego principal y vio a Tay en uno de los taburetes. Kevin se sorprendió al ver que Tay no estaba solo. Charlaba animadamente con una chica que iba vestida con una corta falda de piel y un top blanco, abierto por abajo para mostrar un vientre plano y bronceado. La mujer tenía el pelo rubio y rizado y unas piernas fabulosas. Había puesto la mano en el muslo de Tay y se reía de todo lo que le decía. Por su expresión, Kevin dedujo que Tay se sentía como si acabara de descubrir una mina de oro.

Estaba a punto de irse para darle libertad de movimientos cuando la mujer se inclinó para darle un beso en la mejilla y luego se marchó de la barra. Kevin esperó a que se hubiera ido del todo para acercarse.

—Estoy impresionado —dijo—. Eso sí que es un trabajo rápido.

Tay se puso colorado.

—Creo que me he enamorado. Se llama Kimberly. Es fantástica. Y también es de Boston.

Kevin frunció el ceño:

—¿Le has dicho de dónde eres?

—¿Crees que soy imbécil? —respondió Tay negando con la cabeza—. No, se me ha acercado y me ha dicho que era de Boston y que era la primera vez que estaba en Las Vegas. Quería consejos para jugar al Blackjack.

Se habían apagado las señales de alarma en la cabeza de Kevin. Ese tipo de mujeres no jugaban al Blackjack; jugaban a la ruleta y a las máquinas tragaperras.

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