Hacia las dos de la madrugada ya habían ganado cien mil dólares. Hacia las cuatro, ya se acercaban a las ganancias de los anfibios, con más de doscientos treinta mil dólares en fichas moradas guardadas en la bolsa deportiva que Andrew Tay llevaba colgada en el hombro. A las cinco, Kevin era el gran jugador y ya poseía más de un millón de dólares en fichas, un tercio del cual eran beneficios netos. En la última partida de la noche, jugaba seis manos de cinco mil dólares en una mesa para él solo, con Fisher haciendo guardia a pocos metros. Después de doblar y separar, Kevin terminó con ocho manos de cinco mil y las ganó todas. Miró tranquilamente hacia Fisher para decirle con señas que era hora de marcharse cuando se dio cuenta de que Fisher se había puesto pálido. Entonces se dio cuenta de que un jefe de mesas se aproximaba desde el otro extremo del casino.
«¡Dios mío!». El hombre, calvo y un poco cargado de espaldas, no parecía indio, pero era evidente que tenía la fuerza de toda la tribu de los
mohegan
juntos. Kevin se imaginó a los miembros de su equipo con la cabellera arrancada y colgada en los árboles que rodeaban el casino. Entonces vio que el hombre le sonreía y que llevaba una carpeta en la mano. Y además no iba acompañado de ningún guardia de seguridad…
—Señor Chiu —dijo, utilizando el alias de Kevin—, le hemos estado observando durante toda la noche.
A Kevin se le revolvió el estómago y empezó a buscar la salida con la mirada:
—Y eso ¿por qué?
—Porque es usted exactamente el tipo de persona que queremos que se sienta como en casa en el Mohegan Sun. ¿Conoce usted nuestro programa de puntos?
Kevin negó con la cabeza, se había quedado sin habla.
—En el Mohegan —continuó el hombre— puede utilizar sus puntos para comprar fantásticos regalos en nuestro arcón del tesoro. Y, señor Chiu, usted ha ganado una cantidad increíble de puntos.
Le enseñó a Kevin la carpeta. En la parte superior del papel había unas cifras enormes, correspondientes a la apuesta media de Kevin y al número de horas que había jugado. El resto de la página estaba lleno de los artículos que Kevin podía comprar utilizando sus puntos: había de todo, desde un horno microondas hasta una Harley-Davidson. Kevin parpadeó sorprendido y luego intentó parecer tranquilo.
—Su casino es fantástico —dijo, mirando la lista de regalos atentamente.
El equipo dejó el Mohegan Sun con trescientos treinta mil dólares de beneficios y Kevin se fue cargado de artículos para su nuevo apartamento, cortesía del programa de puntos del Mohegan Sun: un televisor panorámico, un equipo musical Sony, dos vídeos, un teléfono inalámbrico, una videocámara Sony, seis casetes portátiles y una cocedora de arroz.
Kevin no se enteró hasta al cabo de unos cuantos años, pero unas semanas después de que su equipo atacara el Casino de la Tierra, el Mohegan Sun recibió las cuentas de sus dos primeras semanas de juego y descubrió una horrible discrepancia en las mesas de Blackjack. Al darse cuenta de que habían sido víctimas de los contadores de cartas, instituyeron de inmediato cambios en las reglas de juego. Para empezar, prohibieron entrar a media partida: si un jugador quería sentarse en una de sus mesas, tenía que esperar a que el crupier barajara las cartas. Además, formaron a los crupieres para que colocaran la carta de corte en la mitad del mazo, de modo que barajaban mucho antes de que el recuento acumulado empezara a ser útil. A partir de entonces, fue imposible contar cartas en el Mohegan Sun: los dos equipos del MIT habían «quemado» el lugar. Si Kevin se hubiera enterado de los cambios que se introdujeron por culpa del juego de su equipo, tal vez se hubiera preguntado cómo iban a reaccionar los casinos de Las Vegas cuando por fin detectaran la amenaza que se cernía sobre ellos. Aunque ya habían intentado cambiar las reglas del Blackjack en una ocasión con resultados nefastos, estaba claro que encontrarían alguna otra manera de ahuyentar a los contadores del MIT.
Pero Kevin no sabía nada de los cambios del Mohegan Sun. Él sólo sabía que había ganado en una sola noche suficiente dinero para pagarse el alquiler de todo un año.
Tras el gran asalto al Mohegan, el equipo disfrutó de una fantástica temporada en Las Vegas. A finales de febrero, consiguieron un asombroso retorno del 80 por 100 de su inversión y continuaron multiplicando sus ingresos hasta el verano. La advertencia de Micky Rosa se fue desvaneciendo a medida que el equipo se iba haciendo más y más rico. Con todo, hubo más de un fin de semana de pérdidas; a veces las cartas no les eran favorables. En una ocasión Dylan hizo un análisis del juego de Brian, tras una larga racha de pérdidas que les estaba costando casi cinco mil dólares por cada noche que Brian trabajaba como observador. Pero los resultados estaban dentro de las varianzas previstas, por lo que Dylan no vio ninguna razón para preocuparse. Pronto Brian volvería a ganar y las ganancias compensarían con creces lo que habían perdido.
A principios de verano, Kevin decidió volver a trabajar. Estaba cansado de mentir a su familia y sus amigos sobre su empleo imaginario y empezaba a sentirse marginado por su estilo de vida de fin de semana. Teri —a la que aún veía regularmente— no entendía sus ansias de hacer algo más productivo con su tiempo libre. Para ella, no había nada más productivo que ganar dinero y con el equipo sin duda lo hacía. Pero Kevin necesitaba algo más.
Utilizó su formación como ingeniero para conseguir un puesto en el departamento de desarrollo empresarial de una compañía de nueva creación de Boston. El trabajo le permitía tener cierto control sobre su horario y no interferiría con sus fines de semana en Las Vegas. Aun así, a Fisher no le gustó que volviera a trabajar y no hizo nada para ocultar su enfado. Una noche de borrachera en el Hard Rock puso en duda la lealtad de Kevin para con el arte del recuento de cartas y estuvieron a punto de llegar a las manos, pero finalmente Fisher le pidió perdón y se justificó diciendo que sólo tenía miedo de que Kevin perdiera su «talento» trabajando todos los días de nueve a cinco. Kevin le aseguró que eso no iba a pasar nunca. Se había quedado en el equipo porque con un empleo normal no se sentía realizado. Lo que no le dijo a Fisher era que tampoco se sentía realizado trabajando sólo como contador de cartas. Necesitaba combinar las dos ocupaciones.
Kevin se sintió cómodo con el ambiente de la empresa desde el primer momento y rápidamente empezaron a ascenderle, con lo cual consiguió acciones de la empresa y un sueldo casi equiparable a sus ganancias de juego. En total, estaba ganando más dinero del que había ganado su padre en toda su vida y tenía sólo veinticuatro años.
Para celebrar su vigésimo quinto cumpleaños, utilizó sus contactos en los casinos para conseguir entradas de primera fila para el combate de la temporada: Mike Tyson contra Evander Holyfield en el MGM Grand. Todo el equipo se lo agradeció, pero a Fisher y Martínez el gesto les llegó al alma: era como un agradecimiento por el primer viaje a Atlantic City, cuando habían empezado a introducir a Kevin en su estilo de vida. Fisher decidió que el fin de semana tenía que ser especial en todos los sentidos. Reunirían la mayor cantidad de dinero que jamás hubieran apostado para que todos pudieran hacer una inversión. Era una jugada arriesgada —más de dos millones de dólares en juego al mismo tiempo—, pero estaban envalentonados por los dos últimos años de éxitos. Al margen de la advertencia de Micky, no parecía que hubiera nada que temer.
Era una noche de combate fuera de lo común: Kevin nunca había visto el MGM Grand tan abarrotado y hacia las siete de la tarde había tantísima gente que era prácticamente imposible moverse por el casino. Kevin y Fisher decidieron de común acuerdo aplazar el trabajo para más tarde y todos los miembros del equipo se fueron a sus respectivas habitaciones de hotel.
Diez minutos antes del combate, Kevin empezó a encontrarse mal: tenía dolor de barriga y náuseas. Era evidente que no podría ir al combate, así que utilizó el teléfono del hotel para llamar a un número de teléfono que Fisher había contratado para casos de emergencia y dejó un mensaje para decirles que cuando se encontrara mejor se reuniría con ellos en el casino. En condiciones normales, hubiera hecho todo lo posible para ver a Tyson y Holyfield, pero como ya no había dormido la noche anterior estaba destrozado. Era decepcionante, pero habría otros combates. Que él supiera, Tyson no se iba a ninguna parte.
Kevin se echó en su enorme cama doble para descansar un rato. Hacia las once y media se le empezó a pasar el dolor de barriga, de modo que se duchó, se vistió y se fue al casino.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja, se encontró con un extraño paisaje. El casino estaba totalmente vacío. Las multitudes se habían desvanecido y las únicas personas que había cerca de las máquinas tragaperras iban vestidas con el uniforme del MGM Grand.
Se dirigió hacia las mesas de Blackjack. Justo en el centro, una de las mesas estaba bocabajo. Habían puesto una cinta amarilla alrededor de la mesa y Kevin vio que había montones de fichas de distintos colores desparramadas por el suelo.
Se quedó ahí parado, totalmente horrorizado, hasta que vio pasar a un jefe de mesas.
—Eddie —preguntó Kevin—, ¿qué coño está pasando?
El hombre le reconoció de inmediato y se paró:
—¿No estaba usted en el combate, señor Fung?
Kevin negó con la cabeza y dijo:
—Parece que las cosas se han salido de madre.
—Totalmente. ¡Tyson le ha arrancado un trozo de oreja a Holyfield de un mordisco! Es lo más horrible que he visto en mi vida. Y luego han empezado los disturbios y alguien ha disparado una pistola aquí, en el casino. Todo el mundo ha salido en estampida, han tirado las mesas de Blackjack y todas las fichas. La gente ha empezado a coger las fichas y hemos tenido que desalojar el lugar. El casino estará cerrado durante toda la noche.
Kevin silbó. Se preguntaba cuánto dinero iba a perder un sitio como el MGM Grand por cerrar toda una noche.
—¿Cuánto dinero han robado? —preguntó Kevin mirando las fichas negras y moradas desperdigadas en el suelo.
—No lo sé, pero a algunos los tenemos grabados. Alguien de arriba me ha dicho que ha visto a un amigo de Dominique Wilkins, el jugador de baloncesto, cogiendo fichas moradas como un desesperado. Una locura. Vamos a reunirnos más tarde. No sé qué va a pasar, pero he oído decir que la última vez que pasó algo así cambiaron las fichas de quinientos dólares para que los ladrones no pudieran cambiarlas por efectivo. Por supuesto, esa medida no afectará a nuestros huéspedes especiales. Yo responderé personalmente por las fichas que usted aún tenga en la habitación.
Kevin asintió, pero por dentro estaba ardiendo. No eran las fichas que tenía en la habitación lo que le preocupaba. En total, el equipo tenía más de doscientos mil dólares en fichas del MGM Grand. Y eso, sumado al hecho de que todo el equipo jugaba bajo nombres falsos, significaba que estaban en una situación tremendamente complicada. Nadie guardaba tanto dinero en fichas a menos que fuera un contador de cartas. Si intentaban cambiarlas por las fichas nuevas, seguro que serían investigados. Descubrirían sus alias y, con ello, todo el pastel.
«¡Mierda!». Kevin volvió a su habitación a toda prisa y llamó al número de teléfono de emergencias. Fisher le devolvió la llamada al cabo de diez minutos y le dijo que fuera al Paradise, uno de sus puntos de encuentro habituales.
El gorila que vigilaba la entrada del Club Paradise parecía un armario. Su enorme cuerpo estaba metido en un elegante traje de dos mil dólares, hecho con suficiente tela como para cubrir la mitad del estado de Nevada. Era afroamericano, llevaba el pelo rapado y varios tatuajes en el cuello y la nuca. Se rumoreaba que había jugado profesionalmente a fútbol americano hasta que un accidente de coche le había dejado cojo y había tenido que conformarse con un empleo en el club de
striptease
de lujo más importante del estado.
Cuando vio a Kevin saliendo de la limusina del MGM Grand —cortesía de su anfitrión, por supuesto—, al vigilante se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Al cruzar el cordón rojo de la entrada, Kevin llevaba un billete de cien dólares en la palma de la mano para asegurarse de que la sonrisa sería igual de amplia la próxima vez que visitara el Paradise.
El vigilante le dejó paso y al otro lado Kevin se encontró al encargado. Otro billete de cien fue recibido con una sonrisa y Kevin fue conducido, a través del oscuro recibidor del club, hacia los reservados para vips que había en el fondo del local.
El aire estaba cargado de una mezcla aromática de humo de tabaco y perfume caro. La sala principal, donde había un gran número de sofás y butacas de piel, era un laberinto poco iluminado de huecos y secciones elevadas alrededor de dos escenarios. El club estaba abarrotado, sobre todo por hombres de mediana edad vestidos con ropa muy cara. Kevin reconoció entre la multitud a algunos famosos; muchos eran clientes habituales del Paradise: James Caan, Jack Nicholson, Dennis Rodean… El Paradise era uno de los lugares predilectos de las celebridades de Hollywood y el deporte y, echando un vistazo a las mujeres que bailaban en los dos escenarios y por todo el club, se entendía rápidamente el porqué.
Las mujeres del Paradise, la mayoría rubias, altas y bien dotadas, eran las mejores del Strip. Algunas habían honrado con su presencia las páginas de
Playboy
y
Penthouse
, otras eran estrellas de primera categoría en los clubes de Nueva York, Los Angeles y lugares intermedios. También había modelos que, por alguna razón, habían decidido dejar las pasarelas por un trabajo en un local poco iluminado. La mayoría tenían menos de veinticinco años y muchas no tenían más de dieciocho. Todas eran especímenes físicos exquisitos, así como bailarinas experimentadas: sin duda, eran la flor y nata de los clubes de
striptease
. Trabajaban en el Paradise porque ahí podían ganar hasta tres mil dólares por noche y a veces muchísimo más, cuando bailaban para un famoso lo bastante importante o para un empresario japonés lo bastante rico.
Cuando Kevin llegó a la zona vip le dio las gracias al encargado y se dirigió a su mesa de costumbre. Fisher y Martínez ya habían llegado y en la mesa tenían media docena de bebidas de varios colores. Una rubia preciosa estaba sentada en el regazo de Martínez, bailando y susurrándole al oído. Su sujetador estaba sobre el muslo de Fisher y sus pechos asombrosamente grandes brillaban a la luz parpadeante del escenario vip.