Me senté a su lado en la mesa de Blackjack. El crupier acababa de barajar y estaba recolocando el mazo de cartas en el repartidor. En la mesa sólo había otra jugadora, una mujer mayor con un vestido rosa y brillante. Podría haber llevado un flamenco fosforescente en la cabeza y el crupier ni se habría dado cuenta: no podía quitarle los ojos de encima a la chica pelirroja de mentón afilado.
—¡Dios! —se exclamó la chica cuando el crupier empezaba a repartir—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? A ver si mi marido termina rápido de jugar a los dados y podemos volver a Manhattan de una maldita vez.
Cogió las fichas con la mano, mostrando un enorme diamante en el dedo anular, a juego con unas uñas rojas y brillantes. El crupier suspiró y volvió a centrarse en las cartas. «Otra mujer florero de clase alta matando el tiempo en la mesa de Blackjack mientras su marido tira los dados».
El crupier nunca lo habría sospechado: en realidad, Jill Taylor trabajaba como consultora en una de las empresas más importantes del país. Se había graduado con matrícula de honor por el MIT y tenía un posgrado por la Harvard Business School. Además, vivía sola en una casa de un millón de dólares en Hartford y, a los veintisiete años, se acababa de divorciar de un publicista que ya no quería competir con su empuje profesional, su fuerte personalidad ni su implacable «necesidad de velocidad».
Sin duda, el crupier nunca habría sospechado que esa mujer y su marido en otros tiempos habían sido una de las mejores parejas de contadores de la historia de Las Vegas.
Su actuación le había engañado por completo. Jill podía llevarse lo que quisiera de esa mesa y, durante una hora, yo mismo pude ver cómo contaba cartas con la facilidad de una experta, subiendo y bajando sus apuestas con el desdén de una mujer rica. El jefe de mesas no venía a vigilar ni tan sólo cuando Hill llegaba al límite de mil dólares por apuesta. Con su sola presencia, llenaba todo el casino. No quise ni imaginarme cómo era cuando ella y su marido formaban parte del equipo de Kevin.
Cuando dio la partida por concluida, ya había ganado más de diez mil dólares. Yo tenía que esperar a que saliera del casino y luego dirigirme a nuestro lugar de encuentro. Tardó un buen rato, pues el casino estaba abarrotado de gente procedente de todos los rincones del estado, algo asombroso si se tenía en cuenta que el casino estaba en medio de la nada.
El casino más grande del mundo no se encontraba ni en Las Vegas ni en Atlantic City. Era un monstruoso edifico construido en el corazón de un bosque de Connecticut. Desde el exterior parecía una enorme nave espacial de color pastel que casualmente había aterrizado en tierras de los indios americanos. El complejo y casino de Foxwoods se había construido a gran escala: el edificio principal ocupaba 400 000 metros cuadrados, 30 000 de los cuales se consagraban al juego. El casino tenía 350 mesas y más de\1\2máquinas tragaperras distribuidas en cinco espacios distintos. Empleaba a 11 500 personas y recibía una media de 50 000 visitantes diarios, unas cifras increíbles si se tenía en cuenta que la tribu india que lo había construido —los
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— sólo contaba con trescientos miembros.
Que yo supiera, no me había cruzado con ningún
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de camino al Golden Dragon, un restaurante chino un poco hortera situado en el corazón del casino. La mayoría de los comensales parecían procedentes de las afueras de Boston, lugares como Revere, Sudbury y Waltham, donde al parecer la laca de pelo aún estaba de moda. No obstante, había visto que el vestíbulo principal del edificio estaba presidido por la estatua de un indio americano hecha con plexiglás: «Se puede construir un casino fuera de Las Vegas, pero no se puede construir un casino sin Las Vegas».
Jill me esperaba en una mesa situada en el rincón más alejado del restaurante. Estaba comiendo un plato de ternera con un par de palillos de madera. Cuando me senté no levantó la mirada ni parecía interesada en intercambiar las cordialidades de rigor. Aunque hacía años que no nos veíamos, ella no iba a malgastar el tiempo hablando de trivialidades. Tal vez las conversaciones banales eran el fuerte de algunos de los personajes que había encarnado en los casinos, pero, en la vida real, Jill era una de las personas más directas que jamás hubiese conocido. Cuando ella estudiaba en el MIT y yo en Harvard —éramos de la misma quinta—, sólo nos conocíamos de vista. Hasta al cabo de unos años no entendí que bajo una falsa apariencia de dureza se escondía una mujer mucho más compleja. Aun así, nunca me habría imaginado que Jill, como Kevin Lewis, había llevado una doble vida. Jill era la que me había presentado a Kevin, pero nunca me había revelado su secreto para que él pudiera contarme la historia. Cuando Kevin se decidió a explicarme que Jill y su marido habían formado parte del equipo, me di cuenta de que tenía mucho sentido. Jill era la última persona de la que pensarías que contaba cartas, lo cual era perfecto para el equipo.
—O sea que al final sí que vas a escribir el maldito libro —dijo, pinchando con fuerza un trozo de ternera—. Pondrás nerviosa a mucha gente.
Observé su pelo rojo y pregunté:
—¿A qué tipo de gente?
—A los casinos, para empezar. Les dan náuseas con la sola idea del recuento de cartas. Les gusta que la gente crea que puede ganar en el Blackjack porque así juegan más, pero no quieren que la gente sepa que realmente es factible. Porque entonces tendrían que reconocer todas las cosas antidemocráticas que hacen para que el juego siga beneficiándoles. —Me señaló blandiendo el trozo de ternera como si de un arma medieval se tratara—. Y los contadores de cartas tampoco estarán demasiado contentos. Revelarás muchos de sus secretos y divulgarás la estrategia del juego en equipo, con lo cual les resultará mucho más difícil utilizarla.
—Tengo que reconocer —respondí— que nunca se me habría ocurrido que salieras en defensa de algo como el recuento de cartas.
—Bueno —dijo sonriendo—, me costó un poco pasarme al lado oscuro. Cuando Kevin y Fisher nos lo propusieron, a mí la idea no me entusiasmó. Hacía poco que Dylan y yo nos habíamos casado y yo acababa de empezar en la Harvard Business School. Además, yo no conocía a Fisher. Dylan le había conocido en una liga de fútbol simulada: ya sabes, una liga en la que la gente crea equipos virtuales y apuesta en función de las estadísticas. Eso ya era lo bastante malo como para entrar en el equipo de Blackjack; tenía miedo de que Dylan nos acabara metiendo en algo ilegal. Pero lo estudié en profundidad y vi que la ley era muy clara: siempre y cuando no alteraras el desarrollo del juego ni recurrieras a ningún dispositivo mecánico como una calculadora o un ordenador, legalmente lo máximo que podían hacerte era expulsarte.
—Sí, pero…
—Ya, ya lo sé: una chica mojigata y conservadora que estudiaba empresariales jugando en Las Vegas con una panda de anarquistas demasiado listos… Pero la emoción del juego me parecía tan adictiva como la consultoría. La idea de luchar contra una gran corporación, de encontrar la manera de derrotarlos en su propio terreno… era un subidón.
Asentí. Todos los integrantes del equipo decían lo mismo: todos se veían como David luchando contra Goliat, con la diferencia de que en su versión, tras ganar la batalla, David se había hecho rico.
—Y el dinero…
—Para mí ése era el único problema —volvió a interrumpirme: era un hábito un poco molesto, seguramente debido a su formación y a su personalidad hiperactiva—. Era antes de que aparecieran los ITD, los informes de transacciones de dinero en metálico. Actualmente, cuando te llevas más de diez mil dólares, los casinos rellenan un formulario y dan parte de ello a Hacienda. Entonces podíamos salir del casino con todo el dinero en metálico que quisiéramos sin que nadie nos llamara la atención. Yo le dije a Dylan que no participaría en el equipo si acarreaba algún tipo de evasión fiscal. Los beneficios del juego son ingresos y como tales hay que declararlos. No iba a sacrificar mi carrera por Micky Rosa.
—Debía de resultar difícil manejar tanto dinero en metálico —dije.
—Si no quieres que nadie sepa de dónde procede, sin duda. Es prácticamente imposible volver a meter en el sistema grandes cantidades de dinero en metálico. No lo puedes ingresar en un banco. Durante un tiempo, nos planteamos constituir algún tipo de sociedad limitada, pero resultaba demasiado complicado. Llegué a la conclusión de que era mucho más fácil declararlo como ganancias de juego.
Me puse más cerca de Jill para que una camarera china pudiera dejar la tetera en la mesa.
—¿Y qué hacían los demás? ¿Ellos también declaraban su dinero?
Jill se encogió de hombros. Con la mirada, me dio a entender que dejara el tema. En realidad, no quería saber la respuesta: mi intención no era crearle problemas a nadie. Estaba bastante seguro de que Kevin lo había hecho todo de la forma más legal posible. En su caso, Hacienda se había asegurado de ello al menos en una ocasión. Pero con los demás no lo tenía tan claro. Decidí dejarlo estar por el momento.
—¿Y qué me dices del estilo de vida? No pareces el tipo de chica que va a Las Vegas.
Jill parpadeó, sorprendida:
—¿Qué? ¿Crees que un top arrapado no me quedaría bien? En serio, el ambiente me parecía muy estimulante. Me gustaba poder interpretar otro papel, sobre todo entonces, que tenía que abrirme camino en la carrera de empresariales. —Jugueteó con el palillo, recordando—. Podía ir de una mesa a otra y nadie se fijaba en mí. Durante el día, me vestía con la ropa de playa, como si acabara de salir de la piscina. Por la noche, iba como ahora: minifalda, tacones
sexies
.
Otro camarero se acercó, pero Jill le fulminó con la mirada y se fue a toda velocidad.
—Juego como si estuviera asustada —continuó—. Siempre digo que mi marido está jugando a los dados, porque es extraño que una mujer juegue sola a menos que sea una vieja japonesa.
—¿Y qué hacías con tus amigos de Boston? —dije hablando rápido para que no pudiera interrumpirme—. ¿Cómo guardabas el secreto?
—La escuela de negocios de Harvard era muy competitiva; todo el mundo tema secretos. Recuerdo una anécdota muy divertida. Durante el verano trabajé para una consultoría de Boston e hicimos un viaje de empresa a Puerto Rico. En el hotel en el que nos alojamos había un casino y, una noche, tras una reunión, mi jefe estaba tan preocupado por el casino que me acompañó hasta la habitación. Tenía miedo de que me acosara el típico «elemento» que jugaba en las mesas de cartas.
Reí imaginándome a un ejecutivo con los labios apretados preocupándose por Jill Taylor. Ella movió la cabeza, sacudiendo su cabello rojo.
—Por supuesto, a media noche salí a hurtadillas de la habitación y jugué unas cuantas manos.
Lo contaba con auténtica alegría. No cabía duda de que era una de sus debilidades.
—¿Dirías que en conjunto tu experiencia con el equipo fue positiva?
Volvió a juguetear con la comida.
—Sin duda había cierta incompatibilidad de caracteres. La verdad es que puedo ser muy puta. Y al principio Martínez era un machista de cuidado. No creía que una mujer pudiera contar tan bien como un hombre. A decir verdad, yo tampoco puse las cosas fáciles porque no paré de quejarme durante todo el período de prueba. Siempre pensaba que Martínez me tomaba el pelo para dejarme en evidencia. Pero, en realidad, sólo era un profesor estricto. Al final, muy al final, empecé a respetarle.
—¿Cuándo el equipo se fue a Las Vegas las cosas se arreglaron?
—Al principio, sí —respondió—. Estábamos ganando tanto dinero que no había nada sobre qué discutir. Los primeros seis meses fueron como un sueño. Llevamos el recuento de cartas a un nivel muy superior.
Los ojos le brillaban al recordar esa época, los días increíbles en Las Vegas de los que ya tanto me habían hablado. Pero en su voz se percibía algo más, como cierta aprensión. Estuve a punto de decir algo, pero después decidí dejar que ella misma llegara ahí.
Tamborileaba con sus uñas rojas sobre el mantel cuando dijo:
—Cuanto más te quemas, más caliente se pone, ¿verdad?
No estaba seguro de entender qué quería decir. Con las entrevistas, se me estaba revelando la historia tal como se había desarrollado en la vida real y tenía que esforzarme para no avanzarme a los acontecimientos. Jill Taylor ya lo había vivido y, por su tono de voz, era evidente que no quería revivirlo.
—Dylan y yo solíamos bromear diciendo que todo eso nos llevaría al divorcio —dijo finalmente—. Ahora él vive en el sur de Francia con su nueva novia y yo trabajo como consultora en Hartford. Y ninguno de los dos hemos vuelto a Las Vegas desde hace cinco años.
De julio a octubre de 1995
Andrew Tay era demasiado alto para ser un contador de cartas. Medía más de dos metros, así que siempre era el más alto de la mesa, y si observaba una baraja desde atrás tenía que ponerse medio bizco para poder ver las cartas. Para él resultaba imposible desaparecer entre la multitud y no podía pasar desapercibido en un aeropuerto. Si alguien le buscaba, le encontraba: en una discoteca, en un bar y en un casino abarrotado de gente.
Jill y Dylan Taylor también sobresalían entre los visitantes habituales de Las Vegas. Eran dos profesionales excepcionales: Jill estaba estudiando en la escuela de negocios más selecta de todo el país y, en cuanto a Dylan, recibía un sueldo de seis cifras trabajando para una de las empresas de publicidad más importantes de Boston. Viajaban como recién casados, alojándose en suites de luna de miel y comiendo en restaurantes de cinco estrellas. La gente siempre los recordaba: por el halo rojizo de los cabellos de ella, por la apariencia conservadora y seria de él, porque las parejas hermosas siempre destacan entre la multitud.
Y, sin embargo, de algún modo los tres fichajes contribuyeron a que el equipo de Blackjack del MIT entrara en una nueva dimensión.
A partir del fin de semana del 4 de julio de 1995, los tres fichajes pasaron a formar parte del comando permanente de Kevin. El equipo de Micky Rosa ahora estaba dividido en tres grupos distintos que podían trabajar de forma simultánea, cada uno con tres observadores y un gran jugador. Solían trabajar en tres casinos distintos en turnos de ocho horas y llegaban a jugar hasta mil quinientas manos por noche. Calculando un beneficio del 10 por 100 por mano y una apuesta de mil dólares de promedio, el equipo podía generar ciento cincuenta mil dólares en una sola noche para sus inversores. Con el tiempo, el equipo consiguió ganar aún más dinero porque aprendieron a sacar el máximo provecho de los puntos fuertes de cada miembro y de la diversidad de personalidades.