Kevin se dejó caer en una butaca de piel al lado de Fisher y señaló a Martínez:
—Parece que os habéis recuperado del alboroto bastante bien.
Fisher asintió:
—Te has perdido una escena tremenda. Tyson se ha vuelto loco, luego la gente se ha vuelto loca y entonces alguien ha empezado a disparar. Dios, pensaba que la multitud nos atropellaría. Martínez y yo nos hemos escondido detrás de las máquinas tragaperras hasta que han cerrado el casino. Los otros han podido salir y se han ido al Mirage.
La bailarina terminó su número y recogió el sujetador. Martínez se la presentó a Kevin:
—Te presento a Barbie. De verdad, así es como se llama. Es de Dallas.
Kevin sonrió sacudiendo la cabeza. La verdad es que la conocía. Junto con Fisher, Martínez y Tay, había pasado bastante tiempo en el Paradise. Algunas veces se gastaba dos mil dólares para que una chica le bailara en el regazo y, en otras ocasiones, se sentaba al fondo y bebía unas cuantas copas, pero siempre le parecía que el anonimato oscuro del lugar era muy relajante. Las vistas tampoco estaban nada mal.
Barbie se puso el sujetador y volvió al escenario vip. Cuando empezó a bailar en la barra de la plataforma elevada, Martínez se acercó a Fisher y dijo:
—Resuelto. Vendrá con algunas de sus amigas a nuestra habitación para concretar los detalles.
Kevin les miró a los dos, chocado:
—¿Pero qué coño estáis haciendo? Es una emergencia. El MGM Grand va a cambiar todas sus fichas altas. Tenemos doscientos mil dólares de plástico sin valor. ¿Y vosotros organizáis una puta orgía?
Martínez sonrió. Fisher cogió a Kevin por la pierna:
—Relájate, imbécil. No estamos organizando una orgía. Estamos resolviendo el problema.
Kevin se quitó la enorme mano de Fisher de encima. Aún no se encontraba bien del todo y no estaba de humor para juegos:
—¿Quién está resolviendo el problema? ¿Barbie y tú?
—Exacto —respondió Martínez—. Kevin, ¿quién tiene miles de dólares en fichas, aparte de los jugadores profesionales?
Kevin entendió de repente por qué habían quedado en el Paradise. Se recostó en la butaca de piel. Era una idea brillante.
—Las
strippers
de lujo —dijo Kevin, impresionado.
Los famosos, los jugadores y los empresarios tenían las mismas costumbres: ganaran o perdieran, justo después de asaltar las mesas de juego, asaltaban los clubes de
striptease
. Cuando ganaban, iban a repartir su buena fortuna. Cuando perdían, iban a ahogar las penas en alcohol y silicona. Pagaban las bebidas en efectivo, pero solían dar las propinas en fichas de casino. A las
strippers
les daba igual: al fin y al cabo, todo era dinero.
—Barbie vendrá con seis amigas para ayudarnos —dijo Fisher—. Cada una cambiará de quince a veinte mil dólares en fichas. El resto lo podemos cambiar nosotros: de diez a veinte mil cada uno.
—¿Y cuánto nos va a costar? —preguntó Kevin.
—Muchos bailes y muchas propinas. Tendremos algunas pérdidas, pero no es nada que no podamos asumir —dijo Martínez encogiéndose de hombros.
—¿Podemos confiar en esas chicas?
A Kevin no le hacía ninguna gracia dar sus fichas a personas totalmente desconocidas. Sobre todo si eran chicas con fama de oportunistas.
—Son empresarias —dijo Fisher—. Y esto un negocio. No tienen ningún motivo para delatarnos. El casino no les paga nada; les pagamos nosotros.
Kevin frunció los labios. Era un plan genial. El MGM Grand no iba a hacerles preguntas a chicas como Barbie. Una de dos: o eran
strippers
de lujo o eran putas de lujo. En cualquier caso, no les iba a sorprender que quisieran cambiar miles de dólares en fichas del MGM Grand. Y Fisher tenía razón, no eran las chicas baratas que te encontrabas en un club de
striptease
de un aeropuerto. Eran mujeres que ganaban varios miles de dólares por noche. Tal vez no fueran totalmente de fiar, pero no cabía duda de que eran previsibles.
—Es posible que algunas se lleven parte del dinero —admitió Martínez—, pero creo que en total no nos va a salir tan mal. Y los casinos no nos van a descubrir: eso es lo más importante.
Kevin asintió. Perder varios miles de dólares era algo insignificante comparado con sacrificar el sistema.
—Tíos, para no haber terminado los estudios, sois bastante listos… —dijo—. Sabemos cómo funciona la ciudad, Kevin —respondió Martínez riendo—. Sólo hay que saber qué ruedas engrasar. Lubricar bien el sistema para que no te aplaste. Este lugar está hecho para personas como nosotros, personas que conocen las reglas del juego.
Martínez tenía razón. En los dos últimos años se habían convertido en expertos del juego. Conocían Las Vegas mejor que nadie —mejor que los crupieres, los jefes de mesas, incluso que los directores de casino—, mejor que nadie, con la excepción quizá de las strippers. Kevin empezó a tranquilizarse y observó atentamente cómo se deslizaba Barbie por la barra plateada.
Las Vegas, hoy en día
La música era una vibrante mezcla de
hip-hop
y grandes éxitos, con los bajos tan altos que el suelo se estremecía con cada latido de música sintética. Puñales de luz brillante procedentes de doce bolas de discoteca cortaban un aire extrañamente neblinoso, iluminando trozos de carne desnuda se mirase hacia donde se mirase. Cuando a las tres de la madrugada en punto el local se iluminó por completo durante un breve segundo, se me quedó grabada en la memoria una imagen extraída directamente de las fantasías de Calígula: un mar de piel ondulante, tensándose, restregándose y moviéndose por todas partes.
Decir que el CH2 de Las Vegas era un club de
striptease
podría inducir a error, tanto para los conocedores del género como para los que aborrecen la idea misma de desnudarse por dinero. El CH2, construido consciente o inconscientemente para emular una orgía romana durante el crepúsculo del Imperio, decorado con falsas columnas de mármol y costosas butacas que parecían tronos, era posiblemente el local más decadente que jamás hubiese visto.
Era un jueves por la noche y estaba sentado cerca de la pared del fondo, a unos pocos «tronos» de las columnas que flanqueaban la entrada de la Sala del Emperador, la oscura zona vip del club. Como de costumbre en esa época del año, el CHD estaba abarrotado: unos doscientos hombres de varias edades pululaban por los dos vestíbulos conectados, la mayoría buscando un asiento libre. Navegando a través de esa masa de testosterona, había 150 mujeres ataviadas con bikinis, lencería, tangas y atuendos indescriptibles que se reducían a poco más que un par de pañuelos cuidadosamente colocados. Las mujeres eran una mezcla multicultural de estilos físicos, desde la rubia explosiva quirúrgicamente mejorada hasta la menuda
geisha
del sureste asiático. Casi todas las bailarinas aparentaban poco más de veinte años, aunque había más de una que no pasaba de los diecinueve. Pero las bailarinas en sí —aunque de calidad excepcional— no eran la mayor atracción del CH2. Lo más atractivo del local era su personal estilo de baile sobre el regazo. O tal como lo había descrito el vigilante de la entrada: «un baile de fricción al estilo de Las Vegas».
En ese momento, los dos clientes que tenía al lado estaban disfrutando de una demostración del estilo del CH2. A mi derecha, una chica rusa de pelo oscuro y pechos redondos y alegres, vestida con un tanga de piel, rodeaba con las piernas la cintura de mi vecino. La
stripper
le sostenía la cabeza con las manos y le fregaba los pechos contra las mejillas a la vez que sacudía todo su cuerpo arriba y abajo contra su entrepierna. A mi izquierda, una chica japonesa bajita, con el pelo teñido de rubio y un kimono de seda —abierto para mostrar una espectacular proeza de la ingeniería mamaria—, hacía una vertical erótica digna de los próximos juegos olímpicos. Tenía las manos en el suelo, enrollaba su cuerpo como si fuera una serpiente borracha y con los muslos apretaba la cara anonadada de un hombre de mediana edad con pinta de agente inmobiliario del Medio Oeste. Esos dos bailes no eran excepciones, eran la norma. En algunos rincones oscuros, el baile de cuerpos era tan libidinoso que sentí que me podían arrestar sólo por mirar.
Éste era el lado de Las Vegas que había convertido la ciudad en el destino de las despedidas de soltero más popular de la historia: un oasis de libertad sexual representado, por un lado, por las strippers en toples que trabajaban en los casinos y, por el otro, por los burdeles que se encontraban justo al salir de los límites de la ciudad. En Las Vegas la prostitución estaba prohibida: había que hacer un trayecto de cuarenta minutos para disfrutar legalmente de la profesión más antigua del mundo, de modo que, para muchos, el CH2 era la mejor alternativa.
Estaba esforzándome para no mirar ni a la gimnasta japonesa ni a la rusa explosiva cuando una chica alta y rubia, vestida con un body negro de seda, se paró delante de mí. Se puso las manos en las caderas e, inclinando sus generosos pechos hacia mí, me dedicó una amplia y roja sonrisa.
—Parece que no te vendría mal un poco de compañía…
Empecé a decir balbuceando que estaba esperando a alguien cuando bruscamente se dejó caer sobre mi regazo. Su perfume era abrumador, una mezcla de flores y limón, y sus pechos eran como almohadas comparados con el tamaño de mi cabeza. Entonces se inclinó y me susurró al oído:
—Soy April. Kevin Lewis me ha dicho que querías entrevistarme para un libro.
Enarqué las cejas, sorprendido. Por lo que me había contado Kevin, me esperaba a alguien mayor. April aparentaba unos veinticinco años, tenía unos grandes ojos azules y un rostro suave, de niña. No era la curtida comehombres que me había imaginado al saber sus antecedentes: durante los últimos seis años había trabajado como bailarina exótica en Las Vegas, primero en el Paradise y, ahora que en términos de una
stripper
ya no estaba en la flor de la vida, en el CH2. Durante esos años también había trabajado como acompañante de lujo para varios anfitriones de los casinos del Strip. Dicho de otro modo, April había sido uno de los regalos que se ofrecían a los grandes apostadores, junto con el champán, los filetes de solomillo y las suites vips.
Me presenté y le pregunté si podíamos ir a un lugar más tranquilo para hablar. April sonrió, luego me cogió de la mano y me llevó hacia la Sala del Emperador. No era lo que yo me había imaginado, pero April no me dejó alternativa. Por fuera no parecía dura, pero por dentro sabía cómo jugar sus cartas.
La entrevista de una hora me costó trescientos dólares y una propina de veinte dólares para que el vigilante de la zona vip nos consiguiera un sofá en la parte posterior de la sala. Una camarera vestida con un top ajustado nos trajo champán y dos copas, y April esperó a que la sirviera. Mientras torpemente intentaba coger la botella, vi que empezaba a desabrocharse el
body
.
—Espera —le dije—, no hace falta. Sólo he venido aquí para hacer mi investigación.
—Por supuesto —dijo riendo, como si no fuera la primera vez que le decían algo parecido—. Tranquilo. Lo hago para disimular. Aquí tienen normas muy estrictas respecto a confraternizar con los clientes. No querrás que tenga problemas, ¿verdad?
Se había quitado el
body
.
—¿Cómo conociste a Kevin? —pregunté intentando concentrarme en el champán. Sabía la respuesta, Kevin me había contado la historia en detalle, Pero tenía curiosidad por conocer la versión de April.
—Le recogí en el Hard Rock —se limitó a decir. Luego sonrió—: Estaba sentado en una mesa de grandes apuestas. El montón de fichas moradas casi le llegaba hasta la barbilla. Era escandaloso, detestable y estaba derramando alcohol por todo el tapete. Otro gilipollas que tiraba el dinero. —Mientras lo contaba, April removía el champán con un dedo—. Esperé a que se levantara de la mesa y cuando lo hizo me acerqué a él. Le pregunté si podía invitarme a una copa. Perdió los papeles completamente. El borracho escandaloso y detestable se había convertido en un chico tímido y miedoso. Le calé inmediatamente y él lo sabía.
Asentí. Kevin podía engañar al personal del casino, pero, cuando se trataba de una mujer bonita como April, no era más que un chico del MIT. April fue una de las pocas personas de Las Vegas a las que Kevin se confió. Conectaron desde el primer momento, tal vez porque eran parecidos en algunos aspectos. En cierto modo, ambos llevaban una doble vida.
—Nos hicimos amigos. Solía venir a verme al Paradise. También conocía a su novia del momento, una tal Teri Pollack, de verla en las fiestas. Una chica mona, con un buen cuerpo. Si hubiera querido, habría podido ganar mucho dinero.
No estaba seguro de si se refería a trabajar como
stripper
o a otra cosa. Kevin me había dicho que April era muy abierta de miras, que podía hablar con ella de cualquier cosa. Me decidí a comprobar si era cierto:
—¿Cuánto dinero puede ganar una chica?
—Depende de lo que esté dispuesta a hacer. Yo, cuando trabajaba en el Paradise, me sacaba dos mil dólares por noche. Con las visitas a domicilio, podía ganar entre quinientos y tres mil dólares por hora. Ahora gano mucho menos, pero aún puedo pagar sin dificultades la hipoteca y las letras, del coche.
No parecía avergonzada de lo que contaba de su pasado y de su presente; tal vez era por el anonimato de la Sala del Emperador, o porque estaba sentada desnuda sobre mi regazo, o quizá fuera porque estábamos en Las Vegas y eran las tres de la madrugada. Era un secreto a voces que Las Vegas era una de las ciudades del país con una de las actitudes más abiertas respecto a la industria del sexo. Cualquiera que tuviera una guía telefónica y ganas de hacerlo podía encontrar una acompañante legal dispuesta a negociar «extras» ilegales. Por si fuera poco, la ciudad además estaba llena de desinhibidos clubes y locales
after-hours
donde cualquiera podía encontrar el vicio de su elección. Las Vegas no se había ganado el apelativo de «ciudad del pecado» por los combates de boxeo…
—¿Tus clientes solían ser grandes apostadores? Me refiero a las visitas a domicilio.
Tomó un sorbo de champán, dejando una media luna de pintalabios en la copa.
—Tenía una asociación empresarial con algunos anfitriones del Strip. Cuando alguien que se lo podía permitir visitaba la ciudad y quería una rubia, me llamaban. Famosos, deportistas, grandes jugadores. La misma gente que va al Paradise después del combate, los mismos que no se contentan con un bailecito en el regazo.