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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (25 page)

BOOK: 21 Blackjack
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—¿Qué le has dicho?

—Lo básico —dijo Tay—. Luego me ha preguntado en qué hotel estaba y si tenía amigos que quisieran quedar con sus amigas mañana por la noche. —Viendo la expresión que ponía Kevin, a Tay se le fue diluyendo la emoción—. Un poco sospechoso, ahora que me has cortado el rollo. Y yo que pensaba que por fin tenía un poco de suerte.

Tal vez era él quien ahora se estaba poniendo paranoico pero a Kevin no le gustaba nada la sensación que estaba teniendo.

—Espera aquí —dijo finalmente.

Se movió con rapidez por la barra y siguió los pasos de la mujer de pelo rizado. Se abrió camino a través de una multitud de aficionados al fútbol y luego pasó por dos mesas de dados hasta que llegó al límite de la zona de juegos. Finalmente la localizó cerca de los ascensores. Estaba hablando con un hombre alto y larguirucho, con el pelo plateado. Kevin reconoció al instante las facciones angulosas y los ojos azules.

Volvió a toda prisa hacia el casino. Le costaba respirar y tenía las mejillas encendidas. Era el mismo tío que le miraba desde detrás de la puerta de cristal del New York, New York. La mujer trabajaba para él y había flirteado con Tay para sonsacarle información.

Era imposible que fuera casualidad.

El equipo del MIT había sido descubierto.

VEINTIDOS

Las Vegas, hoy en día

Estaba de pie en medio de una fantasía narcisista.

Mi rostro me miraba a los ojos desde veinte pantallas de televisión distintas, una encima de otra, en filas de cinco. Cuando sonreía, sonreía veinte veces y se me veían unos dientes brillantes como una bombilla sin cristal.

—Es horripilante —dije, y el hombre sentado delante de un ordenador al otro lado de la habitación rió a carcajadas. El sonido de su risa era demasiado agudo, como si fuera un globo deshinchándose. El hombre también parecía un globo: formaban su cuerpo varias esferas concéntricas, desde su enorme cabeza globular hasta su bulboso y tembloroso torso. Sus gafas eran redondas, como redonda era también la calva que se le veía en la cabeza, rodeada a su vez por una redonda corona de pelo marrón.

—Es aún mejor —dijo el hombre globo—. Muévete.

Di un paso adelante. Se oyó un zumbido en el techo y las imágenes de las pantallas se movieron de manera imperceptible. Mi rostro seguía mirándome en tiempo real. Cualquier tic era percibido, cualquier gota de sudor era reproducida veinte veces.

—Impresionante —dije, estirando el cuello para ver el techo. A duras penas podía ver las cámaras, eran tan pequeñas como un carrete de fotos. La mayoría estaban escondidas detrás de semiesferas ahumadas de plástico, los ojos de pez que había visto en los ascensores y los casinos de toda la ciudad. Otras estaban al descubierto, de modo que podía observar su rotación controlada de 360 grados. Di otro paso y las cámaras me siguieron, moviéndose como si fueran pequeños gusanos negros en busca de carne.

—Éstas son sólo modelos de demostración —dijo el hombre rechoncho—. Las nuevas versiones tienen un zum tan potente que podría contar tus empastes o leer la hora que marca tu reloj. Y se mueven mucho más rápido. Podemos seguirte la pista por todo el casino, pasando de una cámara a otra, en el ascensor, en el vestíbulo, hasta en tu habitación.

Al imaginármelo me dio un escalofrío. O tal vez fuera por el aire acondicionado. En la «sala de exhibición» sin ventanas donde nos encontrábamos, estábamos a diez grados menos que en el exterior: un rancho situado a unos cincuenta kilómetros de Las Vegas. No sabía si el aire helado era para proteger los equipos de alta tecnología que guardaba en la habitación o si era sólo otra peculiaridad del hombre redondo. Era una de las personas más raras que había conocido durante mi investigación, y eso que me había pasado tres meses en Las Vegas charlando con los sujetos de investigación más pintorescos.

Seguramente en la ciudad no había nadie tan pintoresco como Jake Eldridge. Se había mudado a Las Vegas hacía unos diez años, procedente de algún lugar de la Costa Este. Me recordaba a los estudiantes de ingeniería torpes y tremendamente brillantes que deambulaban por los pasillos de los laboratorios de física de Harvard y el MIT: con los hombros siempre encorvados, una sonrisita tímida en los labios y unas costumbres higiénicas y un conocimiento de la elegancia más que dudosos. Me había recibido en la puerta de su casa vestido con una sudadera de color caca de oca y unos pantalones militares. De camino hacia la sala de exhibición me había visto obligado a hacer un eslalon entre cajas de
pizza
, bolsas de comida basura y latas vacías. El contraste con la sala de exhibición era abismal: estaba totalmente prístina, el suelo era de cemento y las paredes eran blancas y brillantes, las estanterías de acero que había en la pared del fondo estaban cuidadosamente compartimentadas y contenían varios objetos reconocibles y algún que otro artilugio de aspecto extra terrestre.

Saltaba a la vista que la sala de exhibición era el centro sobre el que giraba la vida de Eldridge. Tal como me había contado mientras encendía los visualizadores de vídeo colocados justo enfrente de los estantes de acero, esa habitación reunía su formación pasada y sus intereses presentes: su propia doble vida.

Eldridge había sido parco en detalles, pero las conversaciones con Kevin Lewis me habían dado una imagen bastante precisa del personaje antes de reunirme con él en su casa apareada del desierto: Eldridge se había doctorado en ingeniería eléctrica y programación informática en una prestigiosa universidad de la Costa Este. Durante un tiempo trabajó para la empresa Raytheon desarrollando sistemas de radar para misiles de crucero. En algún momento, se había desencantado de ese tipo de vida y se había mudado al oeste. Había trabajado para varios casinos como experto en informática, empezando como programador de alto nivel y luego trabajando en el campo de la vigilancia. Fue subiendo escalafones en el departamento de seguridad a medida que los grandes casinos del Strip se interesaban cada vez más por los nuevos dispositivos tecnológicos diseñados para proteger sus intereses. Hacía dos años Eldridge había decidido trabajar por su cuenta y había creado una empresa de seguridad independiente que un día diseñaría e instalaría completos sistemas de seguridad para cualquier casino dispuesto a pagar sus elevados honorarios.

Kevin me había advertido que la entrevista con Eldridge sería difícil. Era extraño y también reservado: no podría citar sus palabras literalmente ni su nombre real ni dar ningún detalle sobre su empresa o sus clientes. Kevin le había conocido ni más ni menos que en el MIT: en un congreso organizado por el Departamento de Ingeniería acerca del desarrollo tecnológico del vídeo. Eldridge no iba a darme ningún detalle sobre su vida, pero Kevin me había asegurado que sería un recurso inestimable para entrar en el hermético mundo de la vigilancia de los casinos. Viendo las cámaras minúsculas que me seguían por toda la habitación, no me cabía la menor duda de que era cierto.

—¿Y son cámaras como éstas las que te observan cuando juegas? —pregunté—. ¿Son los ojos celestiales?

—En los viejos tiempos —dijo Eldridge tecleando en el ordenador—, había un espejo falso que cubría todo el techo del casino. Encima había varias pasarelas metálicas y los guardias de seguridad las utilizaban para observar a los jugadores con unos prismáticos.

—Me tomas el pelo —dije, intentando escapar de la persecución de las cámaras. Pero Eldridge había conseguido que me siguieran fuera adonde fuera.

—Hoy en día, los principales hoteles tienen más de mil cámaras como éstas en todo el edificio. Cualquier cosa que pase en un casino es grabada y transmitida a un puesto de control escondido en algún lugar del edificio.

Había visto fotos de los centros de control de los principales casinos del Strip y ciertamente eran impresionantes: como si fueran torres de control de tráfico aéreo. Teniendo en cuenta la cantidad de dinero que pasaba por un casino un día cualquiera, tenía mucho sentido.

—¿Y las cámaras están escondidas en esferas de plástico como las que hay en el techo?

Eldridge asintió, sacudiendo la papada. Tocó otra tecla: las cámaras dejaron de seguirme y la imagen de las pantallas se quedó congelada.

—¿Los pezones? Sí, en Las Vegas hay muchos. Pero la mayor parte de las cámaras están ocultas detrás de espejos o baldosas en el techo, cosas por el estilo. Forman parte de la decoración. Y las cambian periódicamente para que los tramposos no puedan encontrar la manera de eludirlas.

—Parece un sistema de vigilancia muy sofisticado. Es sorprendente que alguien intente hacer trampas hoy en día.

Eldridge se rió a carcajada limpia:

—Los tramposos también son muy sofisticados. Me contaron que un tío había llegado a marcar las cartas con isótopos radioactivos. Llevaba un contador Geiger en los tobillos. Otros lo han intentado con cámaras de fibra óptica en las mangas, los botones, la solapa… Y algunos han utilizado lentes de contacto con un filtro rojo para localizar las cartas marcadas. Pero tienes que estar zumbado para utilizar cualquier tipo de dispositivo para hacer trampas en un casino. Te pueden caer diez años de cárcel. Y más tarde o más temprano te van a pillar. Sobre todo si tienes antecedentes o ya te han descubierto antes.

Me aproximé a los estantes para observar los dispositivos electrónicos. Vi que había micrófonos portátiles, inalámbricos y de percha.

—¿Y eso por qué?

—Porque hay tipos como yo que se dedican a desarrollar la siguiente generación de herramientas de reconocimiento. Muchos de los casinos ya utilizan programas de reconocimiento facial. Seguro que ha oído hablar de eso. Los desarrollaron en el MIT. Convierten una imagen de vídeo fluida del rostro de una persona en datos matemáticos mediante la transformación de los rasgos faciales en un algoritmo. Luego se comparan esos datos con las imágenes almacenadas en una enorme base de datos compartida para buscar coincidencias.

Recordé que había leído algo sobre un experimento que se había realizado en la Super Bowl hacía dos años: se había utilizado una tecnología similar para escanear la multitud. Se habían comparado las imágenes con bases de datos de delincuentes y se encontró más de una coincidencia. No se me había ocurrido que los casinos ya lo estuvieran utilizando.

—Los programas son cada vez más sofisticados —continuó Eldridge—. Ahora a las cámaras les basta con un ángulo de veinticinco grados para captar un rostro y pueden retratar hasta doce caras a la vez.

—¿Desde cuándo existen este tipo de programas? —le pregunté pensando en Kevin y su equipo. Sus problemas habían empezado a finales de 1997, principios de 1998.

—Algunos años ya. Pero no es más que la punta del iceberg. Dentro de poco escanearán el rostro de todo el mundo al entrar por la puerta principal y lo compararán con bases de datos aún más completas. Sabrán si eres un gran jugador o un cliente habitual o un delincuente en busca y captura o un tramposo. Sabrán qué tipo de habitación te gusta y cómo quieres los huevos del desayuno. Si has estado en el casino antes, te reconocerán por el rostro. Si no, te conocerán gracias a una base de datos compartida. Porque los casinos cada vez colaboran más entre ellos.

—Parece Gran Hermano —comenté.

—Es el Hermano Mayor de Gran Hermano. Y la tecnología no ha hecho más que empezar. Después del reconocimiento facial, pasaremos a la termografía. Todas las caras emiten una imagen calorífica distinta. Después vendrá el modo de andar: cada persona tiene una manera de caminar distinta, tan identificable como una huella dactilar. Y las orejas. Las orejas son aún mejores que las huellas dactilares, porque son más fáciles de localizar y más difíciles de falsificar. Los casinos van a utilizar todos los recursos disponibles para ganar esta guerra.

—Y no trabajan solos —añadí—. También contratan a investigadores privados para hacer el trabajo sucio.

Eldridge negó con la cabeza:

—Los detectives son sólo intermediarios. Proporcionan los datos: los retratos digitales de cualquiera que haya sido expulsado de un casino anteriormente; los tramposos y los ladrones que hayan sido captados por una cámara, ya sea dentro del casino, en el hotel o en el aparcamiento. A veces, los investigadores van incluso más allá para conseguir sus retratos: siguen a los sospechosos hasta donde estén dispuestos a pagar los casinos, excavando tanto como parezca que vale la pena en función del peligro percibido. Pero son los propios casinos los que se encargan de pillar a esos capullos con las manos en la masa. Utilizan sistemas de alta tecnología como los míos para recabar pruebas y asegurarse de que esos tramposos no vuelvan a entrar en las arcas del tesoro nunca más.

—Así que los casinos vigilan a todo el mundo que entra en sus dependencias —dije cavilando—. Pero ¿quién vigila a los casinos?

Eldridge se encogió de hombros. Luego pulsó una tecla y todas las cámaras enfocaron en mi dirección.

VEINTITRÉS

Boston, Día de San Valentín de 1998

El ambiente estaba cargado de emociones en el aula en penumbra donde todos los miembros del equipo esperaban a Martínez y Fisher. Eran más de las once y Fisher había convocado la reunión desde un teléfono público del aeropuerto Logan. Los dos habían estado fuera durante toda la semana y ni siquiera Kevin sabía dónde habían ido ni por qué habían reunido al equipo en el aula del MIT. Desde el fin de semana de la Super Bowl, los doce conspiradores se habían estado evitando mutuamente. En el equipo reinaba la confusión, su futuro como empresa rentable era más que dudoso.

Para Kevin, había poco que debatir. De algún modo el equipo se había visto comprometido. Podían seguir jugando en algunos casinos —el MGM Grand, el Stardust, el Caesars y algunos más—, pero el enemigo les estaba acorralando a una velocidad asombrosa. Cuando Kevin cerraba los ojos, se le aparecía el hombre de ojos azules con la cara marcada. La imagen le había perseguido hasta Boston, hasta el refugio de su apartamento en el South End. El hombre se había convertido en un espectro, el símbolo del enemigo desconocido que les perseguía, repartiendo sus fotos por todo el mundo del juego y las apuestas.

—Tenemos que dejarlo durante un tiempo —dijo Michael dirigiéndose al semicírculo de sillas que habían formado en el centro del aula. Sólo Jill y Dylan estaban sentados apartados del resto del grupo, justo debajo de las ventanas con las persianas bajadas. Ambos parecían tensos, como si se hubieran pasado toda la tarde discutiendo. Algo extraño, teniendo en cuenta que era el Día de San Valentín y que eran las únicas personas de la habitación que tenían algo parecido a una relación seria.

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