21 Blackjack (22 page)

Read 21 Blackjack Online

Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

BOOK: 21 Blackjack
4.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todo el mundo sospechaba que Las Vegas tenía un lado oscuro, pero eran pocos los que podían verlo en directo. Kevin y sus amigos al final se habían topado con el lado más oscuro de todos. En cuanto a April, aunque su experiencia como
stripper
y acompañante no tenía nada que ver con el recuento de cartas, ella representaba un lado de la ciudad del que no hablaban las guías turísticas.

—¿Te gusta Las Vegas? —pregunté.

La pregunta la cogió desprevenida, pero luego se encogió de hombros y me dijo:

—Me gusta el dinero. En el mundo real, estaría trabajando como cajera en un supermercado. Aunque ya no pueda trabajar en el Paradise, puedo ganarme muy bien la vida en este antro de mierda. ¿En qué otro lugar podría una chica como yo pagarse una casa y un coche?

No había cambiado de expresión, pero al fin se vislumbraba la dureza que me esperaba antes de conocerla. Tal vez era porque a los veinticinco años ya se la consideraba vieja en su trabajo. O tal vez era por mí, un intruso haciendo preguntas que sólo podían responderse con clichés.

—Podrías trabajar en un casino —dije—. Por lo que me han dicho, siempre tienen vacantes.

Volvió a llenarse la copa de champán, con los pechos bamboleándose mientras cogía la botella.

—Este lugar no es demasiado distinto de un casino. Somos todos una panda de mentirosos, igual que ellos.

Intenté cambiar de postura; con el peso de su cuerpo, me daban calambres en las piernas.

—¿Qué quieres decir?

Señaló con las manos la pared de cristal ahumado que separaba la Sala del Emperador del resto del club.

—Todas las chicas son tan amables, te sonríen y te dicen que se alegran de verte. Bailan para ti, te deslumbran, bromean contigo… para quedarse con tu dinero. Por dentro, te odian a muerte. Todas y cada una. Piensan que eres un gilipollas, una presa fácil.

En su cara de niña, la virulencia con la que lo decía parecía fuera de lugar.

—Los casinos hacen exactamente lo mismo. Te dan el lujo y el
glamour
, pero, en realidad, tras sus caretas sonrientes, te odian. Saben que eres un hijo de puta avaricioso y lo utilizan para quedarse con tu dinero. Te engañan para robarte. Y se ríen de ti cuando te vas. Todos. Se ríen y luego empiezan a inventarse nuevos trucos para que vuelvas.

Dejó la copa de champán en el suelo, al lado de la butaca. Me puso las manos en los hombros y me miró a los ojos mientras su cuerpo empezaba a ondularse contra mi regazo.

—Aquí al menos recibes algo por el dinero que pagas. Los casinos, si pudieran, primero te chuparían toda la sangre y luego te sacarían del casino y te dejarían tirado en la cuneta.

Quería que dejara de bailar, pero no podía hacer nada para evitarlo. En lugar de eso, le di la única respuesta que se me ocurrió: el cliché de rigor.

—En los casinos al menos tienes la posibilidad de irte como un ganador.

Negó con la cabeza, sacudiendo su melena rubia por mi cara:

—No seas ingenuo. Nadie gana en Las Vegas. Kevin Lewis lo sabe mejor que nadie.

VEINTE

Las Vegas, otoño de 1997

En los siguientes dos meses, Kevin no pensó demasiado en la pequeña pérdida de ingresos provocada por la catástrofe en el MGM Grand; estaba demasiado ocupado con su trabajo en Boston como para preocuparse de unos pocos miles de dólares. Su empresa empezaba a funcionar a velocidad de crucero y tenía que viajar tres veces a la semana para reunirse con clientes de todo el país. Para consternación de Fisher, Kevin dejó de lado Las Vegas por un tiempo, pensando que igualmente el final del verano era temporada baja. Era sorprendentemente agradable vivir una vida normal, aunque sólo fuera durante un corto período de tiempo. Seguía hablando con Teri por teléfono una vez a la semana, pero cuanto más tiempo pasaba sin verla, más obvio era que no tenían nada en común aparte de Las Vegas.

Cuando Fisher y el equipo empezaron a hacer planes para el primer fin de semana de septiembre, Kevin se planteó seriamente la posibilidad de volver a posponer su retorno. Pero, dos noches antes de que el equipo se fuera a Las Vegas, los recuerdos acudieron en tropel a su memoria: el tacto del dinero en la mano, las bonitas figuras saliendo de la baraja, los desayunos con champán y los festines del servicio de habitaciones… y al final se decidió a rebuscar en la cesta de la ropa para reunir su parte del dinero. Era una vida demasiado irresistible. A los veinticinco años, Kevin se había convertido en todo un veterano: llevaba el recuento de cartas en la sangre.

Le sorprendió enterarse de que el primer asalto de su comando sería a uno de los nuevos megacasinos de Las Vegas: el New York, New York. No era uno de los preferidos entre los contadores de cartas, aunque no cabía duda de que era una de las grandes «maravillas» de Las Vegas: un fenómeno arquitectónico diseñado para dejar al visitante con la boca abierta. La miniréplica de la ciudad de Nueva York era como una guía turística en tres dimensiones: al llegar, los turistas se encontraban con la Grand Central Station, luego se paseaban al lado de una estatua de la Libertad de tamaño reducido, así como por detalladas representaciones de Greenwich Village, Wall Street e incluso Times Square, hasta que finalmente cruzaban el puente de Brooklyn. El casino parecía el plató de una película de Hollywood y el decorado era tan auténtico y tan parecido a la Gran Manzana que uno creía oler a
bagel
y
bialy
por encima del aroma habitual de tabaco y perfume.

Pero, al igual que la ciudad, el New York, New York, a la hora de desplazarse, era una pesadilla. Había tantos turistas que acudían a visitar el casino que los estrechos carriles que recorrían el complejo estaban siempre abarrotados. Incluso resultaba difícil jugar individualmente, así que el juego en equipo era casi imposible: para ir de una mesa a otra hacía falta abrirse camino con hombros y codos entre la muchedumbre.

No obstante, Fisher quería que el comando de Kevin probara suerte en el monstruo turístico. Formaba parte de un plan para repartir el juego del equipo entre un abanico más amplio de casinos, con la esperanza de reducir el riesgo de quemar alguno de los lugares. En opinión de Fisher, durante el último año Kevin había jugado tanto en el MGM Grand, el Stardust y el Mirage que cada vez era más probable que los encargados de vigilancia acabaran dándose cuenta de lo que pasaba.

En cuanto a Kevin, él pensaba que Fisher estaba siendo excesivamente paranoico. No había tenido ningún problema desde que le habían expulsado del Bally's y era amigo de casi todos los jefes de mesas de los lugares que frecuentaba. Aun así, se plegó a los deseos de su compañero de equipo: al fin y al cabo, Fisher tenía más experiencia y, además, disfrutaba mucho siendo el gallo del corral. Ya le irritaba bastante el interés creciente de Kevin por tener una vida estable en Boston; si un cambio de escenario le hacía feliz, él estaba dispuesto a acatar sus deseos.

Los observadores necesitaron más de media hora para situarse en la zona de juego principal. Dylan y Jill encontraron asientos cerca de la entrada del puente de Brooklyn, mientras que Tay estaba al lado de la estatua de la Libertad. Kevin empezó sus rondas, abriéndose camino agresivamente entre la multitud. A menudo perdía de vista a Dylan y Jill, pero normalmente conseguía divisar la cabeza de Tay por encima de la muchedumbre.

En parte por culpa de su falta de libertad de movimientos, perdió siete mil dólares durante la primera hora de juego. Los empujones de la gente cada vez le ponían de peor humor y por dentro maldecía a Fisher por hacerle jugar en ese maldito parque de atracciones. En la parte superior del casino, oía el zumbido de la réplica de la montaña rusa de Coney Island; tenía la cabeza a punto de estallar por el griterío continuo de la gente. Añoraba como nunca la relativa tranquilidad del Mirage o el Stardust. Incluso el MGM Grand era mejor.

A través de un hueco que momentáneamente se formó en medio de la ola de gente, pudo ver que Jill había cruzado los brazos. O intentaba evitar que la multitud que tenía detrás viera su escote o le indicaba que la baraja se estaba calentando. Kevin se dirigió hacia allí tan rápido como pudo, pero no pudo evitar perder dos manos antes de llegar.

Se sentó entre Jill y un hombre gordo vestido con una camiseta hawaiana y pantalón corto. La mesa estaba llena y casi todos los jugadores vestían con ropas igual de coloridas e igual de horteras.

Jill le pasó el recuento:

—Uf espero que la piel no se me haya quemado de tanto tomar el sol…

Un sólido recuento de nueve positivos. Kevin empezó con una apuesta mínima de setecientos dólares y, al cabo de poco, ya había subido la apuesta hasta los dos mil dólares para seguir el recuento.

En diez minutos ganó diecisiete mil dólares, con lo que borró las pérdidas de la noche y volvió a recuperar el ánimo. Tal vez el New York, New York no fuera tan terrible como parecía. Cuando terminara de trabajar, podría comprarse un montón de
bagels
.

De pronto vio con el rabillo del ojo que Jill tenía la mano metida en su pelo rojo. «Mierda». Miró a su alrededor para ver de dónde procedía el peligro, cuando un hombre fornido y alto, vestido con un traje oscuro, apareció por detrás del crupier y se inclinó hacia el hombro de Kevin.

—Señor Chow, ¿podría hablar con usted un momento, por favor?

Por el tono, Kevin intuyó que esta vez no iban a ofrecerle regalos del programa de puntos del New York, New York. Respiró hondo y se recordó que no debía perder la calma. Ya había pasado por esto.

Recogió sus fichas y se las metió en los bolsillos.

—En realidad, estaba a punto de salir. Esa maldita montaña rusa me está volviendo loco.

Hizo ademán de dirigirse hacia la salida más próxima, pero el hombre trajeado le bloqueó el paso. En su etiqueta identificativa se leía: «Alfred, encargado de turno». Alrededor de los ojos tenía unas oscuras y flácidas ojeras: eran ojos de sabueso; ojos de experto, de veterano de Las Vegas.

—Señor Chow, no queremos que vuelva. Ya no podrá jugar más al Blackjack en nuestro casino.

Kevin sintió la mirada atenta del resto de jugadores, algunos con los ojos muy abiertos. Sólo Jill parecía concentrada en sus cartas.

—De acuerdo —dijo Kevin, con un nudo en el estómago—. Si no quieren mi dinero, me iré.

—Antes de que se marche, nos gustaría hacerle algunas preguntas. Si es tan amable de acompañarme…

Kevin le esquivó como pudo y corrió en dirección a la puerta. Era la primera vez que le amenazaban con ir al cuarto de atrás. No vio a ningún guardia de seguridad cerca, pero no iba a esperar a que apareciera. Mientras empujaba a la gente para salir, oyó que Alfred le seguía de cerca.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!

Kevin siguió avanzando. Todo el mundo le miraba. Alfred no le había tocado, no había hecho ningún gesto para detenerle, pero tampoco dejaba de seguirle. Y no dejó de hacerlo hasta que Kevin llegó a la salida y cruzó la puerta principal. Kevin siguió caminando y no se dio la vuelta hasta al cabo de diez metros. Vio que el hombre le miraba fijamente a través del cristal. A su lado había otro hombre; era alto y de facciones angulosas, tenía la cara marcada, el pelo plateado y unos fríos ojos azules. Kevin les miró a ambos durante unos segundos, respirando con dificultad; luego se dio la vuelta y se marchó corriendo por el Strip.

En ese mismo momento, a unas pocas calles, Martínez dormía profundamente en una cama doble de una suite de otro casino del Strip, con los brazos alrededor de la delgada cintura de una universitaria de veintiún años que hacía dos horas que conocía. Se llamaba Betty o Amy o Andy —sin duda el nombre terminaba en i griega— y visitaba Las Vegas por primera vez para celebrar la despedida de soltera de su hermana. Martínez la había conocido en una mesa de Blackjack y la había impresionado con sus apuestas de cinco mil dólares y su camisa de seda de color rojo brillante con botones en forma de cocodrilo. Puesto que su comando había conseguido unos impresionantes beneficios de ochenta mil dólares en las primeras cuatro horas de juego, había dado por terminada la noche más temprano y había invitado a su habitación a Cindy, Mindy o Libby para que pudiera disfrutar de las vistas de la planta vip del hotel.

Su intención era que la chica se fuera antes de las tres de la madrugada para poder volver al casino, pero casi sin darse cuenta la cosa se había calentado bastante y estaba tan cansado que se había olvidado de poner la alarma del despertador. Ni siquiera había oído el busca de emergencia, que sonaba sin cesar en la sala de estar de la suite. Después del altercado en el MGM Grand, todos los miembros del equipo tenían un busca —de última generación, con pantallas digitales para enviarse mensajes—, pero Martínez se había cansado de llevarlo encima a todas partes, como Fisher le había pedido, de modo que en esos momentos ignoraba felizmente la noche traumática que había vivido Kevin.

Si hubiera oído el busca, tal vez se habría preparado mejor para lo que se avecinaba. Tal vez no le habrían sorprendido las voces masculinas que se oyeron en el pasillo y el sonido de una llave en la cerradura. Tal vez se habría levantado antes de que la puerta de la suite se abriera de par en par.

En realidad, fue la chica la que se levantó primero. Su grito le reventó los tímpanos a Martínez, que se sentó en la cama de golpe, con ojos de loco.

Había tres hombres corpulentos con uniformes de color azul celeste en la puerta de su dormitorio.

—¿Qué coño…? —balbució Martínez.

—Vístase —dijo el hombre más alto. Tenía el pelo rizado, llevaba patillas y debía de pesar más de 130 kilos—. El director del casino quiere hablar con usted.

La chica se cubrió con la sábana y salió de la cama de un salto, dejando a Martínez totalmente desnudo sobre el colchón. Se le encendió el rostro mientras buscaba la ropa.

—Esto es totalmente ridículo. No tienen ningún derecho a entrar aquí. Soy un huésped del hotel.

—Ya no —dijo el descomunal guardia de seguridad.

Diez minutos más tarde Martínez fue conducido en un ascensor privado a una habitación situada en el sótano, dos plantas más abajo del casino. El cuarto era una celda de cinco por cinco, con las paredes de hormigón, el techo bajo y una pesada puerta de madera. Sólo había dos muebles: un escritorio de acero y una silla metálica a juego, ambos un poco envejecidos. No había carteles en las paredes ni plantas en los rincones, ninguna señal de vida. Martínez dedujo que ese cuarto no lo había diseñado el arquitecto que se había encargado del espléndido casino de arriba.

Other books

Lucky Horse by Bonnie Bryant
Murder in the Aisles by Olivia Hill
Eye for an Eye by Graham Masterton
The Astro Outlaw by David A. Kelly
Stone, Katherine by Pearl Moon
Lone Wolf by Robert Muchamore
Oscar Wilde by André Gide