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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (19 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Micky los esperaba, así que les abrió la puerta directamente y envió el ascensor abajo para recogerles. Arriba los recibió con una sonrisa de oreja a oreja y les hizo pasar a la sala de estar.

Aunque el apartamento era visiblemente caro, la decoración no desentonaba con la descuidada apariencia de Micky. Había montones de libros repartidos por todo el suelo de madera noble y los estantes de la pared estaban tan cargados de cosas que parecía que iban a derrumbarse en cualquier momento. En el centro del salón había dos sofás desconjuntados uno delante del otro y, en un rincón, un viejo y raído sillón de piel.

Mientras se dirigían a los sofás, Kevin se fijó en que la mayor parte de los libros trataban del recuento de cartas y Las Vegas, y que casi todos los objetos que había en los estantes tenían que ver con el Blackjack: decenas de barajas sin abrir, repartidores reglamentarios, fichas de recuerdo de varios hoteles del Strip e incluso un par de uniformes de crupier del Mirage. Con una sola ojeada a su apartamento, resultaba obvio que la vida de Micky giraba en torno al Blackjack, un hecho que complicaba aún más lo que estaba a punto de suceder.

Micky les ofreció una copa, pero los tres declinaron la invitación. Luego se sentó delante de ellos y esperó a que hablaran. Fisher hizo ademán de buscar las palabras más adecuadas para empezar, pero luego se encogió de hombros y lo soltó sin más.

Micky se estaba tomando la noticia bastante bien, algo que cogió por sorpresa a Kevin. Escuchó atentamente cómo Fisher le describía la situación: el equipo ya no quería ni necesitaba su dinero; aunque todo el mundo le agradecía lo que había hecho por ellos, era hora de que el equipo cuidara de sí mismo.

Cuando Fisher terminó, Micky se reclinó en el sofá y cruzó las piernas. Miró a Fisher, luego a Martínez y finalmente a Kevin, el más joven de los tres.

—Entonces estáis todos de acuerdo.

Ya no sonreía, pero su tono seguía siendo cordial. Kevin se había imaginado que se enfadaría o que, como mínimo, se sentiría defraudado, pero al parecer Micky se lo esperaba. Aun así, eso a Kevin no le reconfortó: Micky le había enseñado a contar cartas; había sido su padre adoptivo en Las Vegas y, sin él, las cosas iban a ser muy distintas.

—Lo sometimos a votación —afirmó Fisher—. Fue unánime.

En realidad, no había sido tan sencillo. La reunión del equipo, celebrada la noche anterior, había durado más de siete horas. La principal detractora de la decisión de Fisher era Kianna, que argumentaba que Micky era el alma del equipo. La discusión fue acalorada e incluso entró en el terreno personal: Fisher la acusó de dejar que su apego emocional hacia Micky le nublara el juicio. Para Kianna, Micky también era una figura paterna y Fisher había insinuado que tal vez fuera algo más. Ella no había desmentido la acusación; al contrario, había verbalizado lo que muchos pensaban: Micky sabía más del recuento de cartas que todos ellos juntos. Por el momento, las cosas les iban bien, pero ¿qué harían si en el futuro se torcían?

Al final, Kianna había sucumbido a la persistencia de Fisher: estaban dejando escapar demasiado dinero y tenían que trabajar muy duro para ganárselo. Por otro lado, no había nada que temer de los casinos. Además, tampoco era que Micky pudiera protegerlos: ni siquiera podía acercarse a una mesa de Blackjack.

—Si ésa es la decisión que habéis tomado —dijo Micky mostrando las palmas de la mano—, así será. Se lo comunicaré a mis inversores mañana por la mañana. Supongo que a partir de ahora tendrán que conformarse con invertir en bolsa.

Lo dijo riendo y su risa dejó traslucir un atisbo de dolor. A pesar de su actitud despreocupada, era evidente que le estaba costando aceptarlo. Micky era el que había creado el equipo desde cero. Kevin se recordó a sí mismo que seguía teniendo a los anfibios. Dios, incluso era posible que tuviera a otros diez equipos trabajando para él en Las Vegas. Con el tiempo, lo superaría.

—Espero que podamos seguir siendo amigos —dijo Micky; Martínez y Kevin asintieron con la cabeza—. Tal vez podamos echarnos un cable de vez en cuando. Sé que ahora las cosas os van tremendamente bien, pero dejadme que os dé algún consejo. No os relajéis demasiado. Recordad todo lo que os he enseñado: desde el momento en que entráis en un casino hasta que os vais, os están observando. Siempre que ganáis una ficha, toman nota. Más tarde o más temprano, se harán preguntas y entonces las cosas empezarán a cambiar. Seguro.

Kevin sintió un escalofrío. Era la primera vez que Micky había dicho algo tan negativo sobre sus perspectivas de futuro. Kevin notó que las palabras de Micky también habían afectado a Martínez, que ahora tenía el rostro tenso. En cambio, la expresión de Fisher era de amargura. Él ya había terminado con Micky y tenía ganas de seguir adelante.

—Una última cosa —dijo Micky cuando los tres se levantaban del sofá—. La decisión más importante que tiene que tomar un contador de cartas en su vida es la decisión de dejarlo. Dejar una mala mesa, una mala partida, un casino hostil. Es lo único que nunca se me dio bien a mí.

Les estrechó la mano uno a uno y cuando llegó el turno de Fisher dijo en voz baja:

—Buena suerte. Esperemos que las cartas continúen siéndonos favorables.

DIECIOCHO

Boston, noviembre de 1995

Ahora que Micky no estaba, la casilla de «otros» en la declaración de la renta de Kevin aumentaba a una velocidad asombrosa. A petición de Fisher, había incrementado su inversión hasta un cuarto de millón: casi todas sus ganancias del primer año y medio como contador. Kianna, Mike y Brian también invirtieron en el equipo, e incluso a Dylan y Jill se les permitió invertir una pequeña cantidad, más para tenerlos contentos que porque el equipo necesitara su dinero. Fueron Martínez y Fisher los que aportaron el grueso de la inversión, con más de cuatrocientos mil dólares cada uno. Andrew Tay continuó recibiendo su sueldo de observador, pero no tenía motivo de queja. ¿Cuántos estudiantes de segundo curso ganaban cinco mil dólares en un solo fin de semana?

En los siguientes seis meses, se notó muy poco la ausencia de Micky. Las cartas continuaron siéndoles favorables y desde Nochevieja hasta finales de mayo disfrutaron de varios fines de semana estelares. Durante ese período Kevin vio poco a Teri —tenía que viajar con los St. Louis Rams la mayoría de los fines de semana—, pero estaba tan ocupado planificando viajes para el equipo que tampoco hubiera podido pasar demasiado tiempo con ella. La logística de llevar a doce personas a Las Vegas aparentando que no se conocían, junto con un millón de dólares en metálico y en fichas, era todo un desafío, incluso para un ingeniero.

En su calidad de miembro más reciente —y más grande— del equipo, Andrew Tay fue nombrado «mula de carga» del grupo, así que ahora él era quien se encargaba de llevar la mayor parte del dinero enganchado al cuerpo. Su paranoia habitual, en este caso, resultaba muy útil; llevaba las bolsas como si estuvieran llenas de explosivos y atravesaba los controles de seguridad con la preocupación de un traficante de drogas.

Fisher tomó el mando del equipo desde que aterrizaron en Las Vegas; dio una versión reducida del discurso de Micky y luego repartió las tareas tal como él y Martínez lo habían acordado la noche anterior. Kevin siguió con su comando. —Tay, Dylan y Jill— y se encargó del Mirage, el Stardust y el MGM Grand, pues ya conocía a la mayoría de los jefes de mesas y a muchos crupieres de esos casinos. Tal vez algunos se hubieran dado cuenta de que Kevin tenía una suerte poco normal en las mesas, pero, en medio de la multitud de grandes apostadores que visitaban Las Vegas durante los fines de semana importantes, no bastaba con tener buena suerte para despertar sospechas. Daban por descontado que un gran apostador tarde o temprano acababa devolviendo todo lo que había ganado. Así era como funcionaban las cosas.

No hubo contratiempos en casi ninguna de las excursiones a Las Vegas; de hecho, un solo incidente empañó un registro perfecto de ganancias.

Ocurrió un sábado por la noche de finales de mayo. Kevin y su equipo estaban trabajando en el MGM Grand. Eran ya más de las doce de la noche cuando Kevin vio a uno de los anfibios —el compañero de habitación japonés de Sanjay Das— sentado en la misma mesa que Tay. No había nada peor que dos contadores de cartas trabajando en la misma mesa. Desde el punto de vista de los ojos celestiales, la similitud del juego de ambos jugadores sería algo tan ridículo como un truco de cartas realizado por un mago mediocre. Kevin no sabía si Micky era el que había decidido llevar a su equipo precisamente a ese casino o si los anfibios también trabajaban por su cuenta, pero él no iba a dejar que les jodieran el fin de semana. Esa noche el MGM Grand era su territorio.

Aunque Tay no le hubiera llamado, Kevin se sentó en la mesa, justo al lado del chico japonés, e hizo una apuesta insignificante. Entonces empezó a meterse con el chico, hablando a gritos y con voz de borracho:

—Tío, llevo jugando a cartas seis o siete horas. O sea unas cuatrocientas manos. Tendrías que haber visto cuántos sietes, ochos y nueves me han salido. Y me cuesta tanto sumarlas, siete más ocho y siete más nueve… Eh, ¿qué tienes tú ahí? Un cinco y un nueve, eso te da un catorce, ¿verdad?

El contador japonés le miraba anonadado, con la cara cada vez más acalorada. Estaba poniéndose muy nervioso, seguramente porque había perdido la cuenta. Kevin siguió lanzándole números en medio de un balbuceo incomprensible hasta que finalmente el chico se rindió y se marchó. Kevin se levantó de la mesa y le siguió hasta el baño. Cuando el chico se puso en uno de los urinarios, Kevin se colocó a su lado.

—Eh, imbécil —empezó Kevin. No estaba en Boston, estaba en Las Vegas, y aquí Kevin no se andaba con rodeos—. Hemos llegado nosotros primero.

El chico le miró:

—¿Perdona?

—Sabes quién soy, así que coge a tu equipo y ve a buscar otro casino. Si nos quedamos aquí los dos, vamos a quemar el lugar.

El chico se lo pensó un momento y luego se encogió de hombros:

—Total, tampoco me ha gustado nunca la comida que dan aquí.

Se fue sin tirar de la cadena y luego se llevó a su equipo.

Cuando Kevin volvió al casino, decidió bajar la persiana temprano. Si Tay se había visto comprometido por trabajar en la misma mesa que el anfibio, cabía la posibilidad de que le pillaran en el informe de vigilancia y no valía la pena correr el riesgo. Ya habían ganado suficiente dinero para que todos pudieran pasar un buen verano.

El domingo por la noche celebraron una fiesta por todo lo alto en una suite del Stardust. Kevin bebió tantos chupitos de tequila que perdió la cuenta y acabó retando a Tay a un combate de lucha libre en el suelo del salón. En la refriega tumbaron una mesa de centro y una de las bolsas de deporte. Las fichas y los billetes volaron por todas partes. Kevin se tumbó en la moqueta riendo, cogiendo enormes puñados de billetes de cien dólares y tirándolos al aire. Cerró los ojos, con la cabeza dándole vueltas, mientras se bañaba en una lluvia de billetes verdes y fichas moradas.

Un verano sosegado dio paso a un otoño claro y brillante.

La segunda semana de octubre, Martínez se enteró de que habían abierto un nuevo casino en el suroeste de Connecticut. Construido al estilo del Foxwoods, que había sido inaugurado unos años antes, el Mohegan Sun era un nuevo ejemplo de los casinos indios que iban surgiendo en zonas boscosas de todo el país, construidos a gran escala para atraer a la clase media de los alrededores que no podía permitirse el vuelo a Las Vegas. Cuando Micky dirigía el equipo, habían evitado ese tipo de casinos por la sencilla razón de que las reservas indias eran entidades legales independientes y, por lo tanto, no había ninguna garantía de que los derechos del jugador se respetaran como en Las Vegas. Si el consejo tribal de repente decidía que el recuento de cartas era ilegal, las cosas podían ponerse muy feas en cuestión de minutos. Nadie quería terminar pudriéndose en una cárcel india.

Pero el Mohegan Sun parecía demasiado bueno para resistirse. Martínez se había enterado por algunos contactos del MIT de que los anfibios habían atacado el casino durante el fin de semana de la inauguración —sólo una semana antes— y lo habían desvalijado por completo. Los anfibios les habían quitado doscientos cincuenta mil dólares a los indios y éstos ni se habían enterado. No estaban nada preparados contra los contadores de cartas. Por lo que había oído Martínez, el lugar estaba lleno de crupieres y jefes de mesas sin experiencia que repartían las seis barajas seguidas y dejaban ver la última carta del mazo después de barajar. Seguramente los jefes de mesas ni tan sólo serían capaces de reconocer a un contador aficionado, así que no cabía duda de que no tenían nada que hacer contra los profesionales del MIT.

Kevin, Fisher y Martínez lo sometieron a votación y decidieron atacar el Mohegan durante el siguiente fin de semana. La única que discrepaba era Jill, que consideraba que el riesgo que corrían no era nada desdeñable, ya que si algo salía mal se podían meter en un lío legal considerable. Pero, después de los últimos seis meses, los ánimos del equipo estaban tan altos que ni siquiera el miedo a terminar en una cárcel india les iba a disuadir.

El Mohegan estaba a la altura de las expectativas. Aunque era más pequeño que el Foxwoods, tenía un diseño encantador, con interiores de estilo tribal, muchos muebles de madera, plantas colgantes y luz artificial; un estilo muy distinto del cargado ambiente de los casinos de Las Vegas. El Casino de la Tierra era enorme —el cuarto más grande de Estados Unidos— y albergaba 17 mil metros cuadrados de zona de juegos y más de 190 mesas.

Debido al tamaño del casino, Fisher y Martínez sugirieron que jugara todo el equipo al mismo tiempo, como en Chicago. Kevin y Martínez se turnarían como grandes jugadores y Fisher trabajaría como observador y vigilaría al personal del casino en caso de que algo anduviera mal. Si detectaba algún problema, daría una señal y se reunirían todos en el aparcamiento del exterior.

Alquilaron dos furgonetas con conductor para ir hasta Connecticut el viernes por la noche temprano. Tardaron unas dos horas, más cuarenta minutos que pasaron en un club de
striptease
de Hartford, donde una «amiga» de Martínez de Las Vegas bailaba ese fin de semana. Cuando llegaron al casino, se separaron inmediatamente y se dirigieron a las mesas; no iban a alojarse en el hotel ni a parar para comer en el restaurante. Trabajarían toda la noche y luego se marcharían. Fisher dijo que era un «ataque quirúrgico».

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