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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (14 page)

BOOK: 21 Blackjack
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A mediados de diciembre tenía la cartera llena de carnés de conducir y tarjetas de crédito. Creó nueve alias distintos y consiguió nueve anfitriones diferentes, algunos en el mismo casino. Cuando iba al Stardust, le recibían con champán rosa en una enorme suite esquinera. En el MGM Grand, nada más llegar se encontraba un plato del solomillo más selecto al lado del televisor panorámico. En el Caesars, le guardaban un barril de cerveza helada en el dormitorio para que no echara de menos la bodega de la villa que su acaudalado padre imaginario tenía en las afueras de Roma.

Pero los regalos sólo eran una parte de la historia. A Kevin lo que realmente le emocionaba era el propio juego. Perfeccionar el sistema, convertir las matemáticas en dinero, llevar la cuenta sin salirse del personaje. La mayor parte del tiempo el trabajo era una paliza: jugar miles de manos en un solo fin de semana, llevar una cuenta meticulosa de las ganancias y las pérdidas, saber cuándo irse de una mesa y cuándo empezar a apostar a lo grande. Pero, para ser realmente bueno, Kevin tuvo que alcanzar un nivel de sofisticación tan trabajado como la técnica de un deportista de élite. Convertirse en un auténtico experto partiendo casi desde cero fue la tarea más ardua que Kevin jamás había realizado. Cualquiera podía aprender a contar, pero sólo un verdadero maestro podía ganarse el respeto de Micky Rosa.

Cuando finalmente dominó el arte del recuento en todos sus niveles, incluyendo el seguimiento y el corte de cartas —los dos trucos que Martínez y Fisher le habían enseñado en Atlantic City—, Kevin se sintió totalmente realizado, mucho más que cuando sacaba un sobresaliente en un examen del MIT. Los vaivenes de Las Vegas superaban con creces los altibajos de Boston: fueron los hitos del juego —los buenos y los malos— los que marcaron esa época de su vida.

Un rincón tropical del Mirage, cuatro de la madrugada.

Kianna estaba sentada en una mesa medio vacía, tamborileando sobre la mesa con sus rojas y brillantes uñas al ritmo de la canción hortera que sonaba entre los arbustos tropicales. Llevaba el pelo recogido con palillos chinos de marfil y los ojos demasiado maquillados. Nadie que estuviera observándola hubiera dicho que estaba pendiente de las cartas. Dos estudiantes borrachos trataban de ligar con ella desde el segundo y el tercer puesto, dedicándole alguna que otra sonrisita, pero poco más. Cuando uno se atrevió a decirle lo bonita que era su blusa de seda, ella reaccionó cruzando recatadamente los brazos sobre el pecho. Kevin emprendió el ataque.

El crupier tenía los ojos tan rojos como los estudiantes, pero en su caso era por falta de sueño. Apenas se dio cuenta de que Kevin había puesto mil setecientos dólares en dos círculos de apuestas distintos, apropiándose del último puesto de la mesa. Al cabo de unas cuantas rondas, el recuento continuaba alto, así que Kevin ya había conseguido ahuyentar a uno de los estudiantes y estaba jugando tres manos de diez mil dólares cada una. A Kianna se le estaban formando pequeñas gotas de sudor en las sienes. Pero Kevin no perdía la calma y se tocaba distraídamente la perilla que se había dejado crecer durante los últimos días. A Albert Kwok le gustaba el pelo facial. Incluso se estaba planteando dejarse crecer las patillas para poner el broche final a su aspecto.

Kevin ganó dos manos y perdió la tercera. El recuento seguía siendo bueno, de modo que volvió a apostar tres manos de diez mil dólares. Consiguió un Blackjack y dos veintes. Había conseguido treinta y cinco mil dólares en una sola ronda. Ahora el recuento era casi de cero. Kevin recogió su dinero y se dirigió al bar. Por el camino se cruzó con Martínez, pero ni siquiera se miraron. Era la tercera vez que se intercambiaban el papel de gran jugador esa noche.

Justo debajo de la atenta mirada de los ojos celestiales.

Dos semanas después, de nuevo en el MGM Grand.

Una estridente multitud abarrotaba la zona de grandes apuestas, formada en su mayor parte por vips procedentes de una exclusiva discoteca acabada de inaugurar en un hotel cercano. Un fuerte olor a alcohol se mezclaba con el espeso humo de una decena de habanos. Kevin estaba a punto de tomarse un descanso para comer algo cuando Michael, vestido con pantalones Nike y zapatillas, le llamó a una mesa con un recuento de catorce positivos. Ese fin de semana Kevin ya había ganado ocho mil dólares y ya se imaginaba la nueva tabla de
snowboard
que iba a comprarse al volver a casa, un modelo importado de Suiza que le iría de maravilla para surfear las pistas durante las vacaciones de Navidad. Pensó que con unas cuantas manos más podría embolsarse el dinero necesario para comprarse un conjunto de esquí a juego con la tabla.

Se sentó en la mesa con chulería, empezando con dos manos de mil quinientos dólares. Se sentía invencible y un recuento creciente no hacía más que levantarle el ánimo. Al cabo de tres rondas, aumentó la apuesta a dos manos de diez mil dólares cada una. Sentía a la multitud rodeándole y comentando en susurros: «¿Quién ese tío? ¿Has visto cuánto está apostando?».

Le dio un brinco el corazón al ver que sacaba un once y dos nueves contra un cinco del crupier. Eran las dos manos más bonitas que había visto nunca. Dobló el once, con lo que subió la apuesta de esa mano a veintidós mil dólares. Robó un siete: había conseguido un dieciocho, una buena mano. Luego separó los nueves —diez mil dólares más en la mesa— y robó un dos en uno y un ocho en el otro. Haciendo caso omiso de las exclamaciones silenciosas de la multitud, dobló la primera mano y sacó un ocho. En la última mano se plantó.

Tenía cincuenta mil dólares en la mesa y tres buenas manos: un dieciocho, un diecinueve y un diecisiete contra un cinco del crupier. Todas las probabilidades estaban de su parte. Se reclinó en el taburete, sonriendo de oreja a oreja.

Al ver que el crupier descubría un seis, se le encogió el estómago. A continuación, robó un diez: había conseguido un veintiuno. A Kevin le pitaron los oídos mientras el crupier recogía sus cincuenta mil dólares de la mesa.

—¡Dios mío! —se exclamó alguien entre el público. Kevin apretó los dientes. A su lado podía sentir la respiración jadeante de Michael. Pensó en dejarlo estar, pero el recuento seguía siendo de dígitos dobles. Y ahora la penetración era aún mejor.

Con las manos temblando, puso tres montones de diez mil dólares en los círculos de apuestas.

El crupier le dio otro once —bonita—, un catorce —fea— y un par de sietes, y entonces se repartió a sí mismo la peor carta de toda la baraja: un seis.

Kevin respiró hondo:

—Allá vamos —dijo, sintiendo que la multitud se apretujaba aún más a su alrededor.

Dobló la primera mano, con lo que apostó diez mil más. Robó un nueve: fantástico, tenía un veinte, una mano maravillosa. Dejó el catorce tal como estaba y separó los sietes. Consiguió un diez en cada uno: dos diecisietes. Otra vez tenía cincuenta mil dólares sobre la mesa con una mano de veinte, una de catorce y dos diecisietes. De un manotazo borraría el recuerdo de la última jugada.

El crupier descubrió su carta tapada: una reina. Ahora tenía un dieciséis, la peor mano posible. Kevin volvía a sonreír cuando el crupier robó su siguiente carta. Entonces la multitud se exclamó al unísono.

Un cinco. El crupier había conseguido un maldito cinco y volvía a tener un veintiuno. Con un recuento de catorce positivos, Kevin había perdido cien mil dólares en dos rondas.

Se quedó helado, mirando cómo el crupier se llevaba todo su dinero. Luego se levantó y se fue dando tumbos entre la multitud. Cuando llegó a los ascensores que llevaban a su suite, tenía el rostro totalmente petrificado. Utilizó su tarjeta para acceder al piso
vip
.

Al salir del ascensor, se dirigió a trompicones por el pasillo hasta su habitación. Se echó en la moqueta de felpa con los brazos extendidos y se quedó mirando al techo. «Cien mil dólares en dos rondas».

En conjunto, ese mes el equipo aún estaba en números verdes, pero había sido una lección dolorosa. Fuera cual fuera el recuento, las cartas podían salir mal. A largo plazo, ganar era inevitable, una pura cuestión de matemáticas, pero, a corto plazo, el juego podía ir bien y podía ir mal. Ni siquiera las matemáticas se escapaban de la suerte.

Kevin necesitó más de veinte minutos para recuperarse. Entonces se levantó y buscó la carta del servicio de habitaciones.

Nochevieja de 1994, el Bally's, en el Strip.

Kevin hizo la última cuenta atrás del año con Michael Sloan, sentado en una mesa con unos vendedores de productos electrónicos procedentes de Iowa. Aunque Kevin sabía que en ese fastuoso casino había tenido lugar la mayor tragedia de la historia de Las Vegas —un tiroteo que se saldó con 87 muertos y 700 heridos en 1980—, él había tenido mucha suerte en esas mesas de Blackjack. La sala era perfecta para jugar en equipo: una superficie espaciosa del tamaño de un campo de fútbol, con innumerables tapetes, cómodas sillas acolchadas y buenos ángulos de visión para dar señales. Kevin y Martínez se habían ido turnando durante toda la noche, pasando de Michael a Brian y Kianna con facilidad. Mientras sonaban las bocinas y corría el champán, Kevin había ganado tres manos de dos mil dólares, seguidas de dos manos de dos mil quinientos. Estaba colocando otros cinco mil dólares en dos montones cuando una mujer se deslizó en la silla de al lado y le preguntó si podía jugar en alguno de los círculos abiertos. Kevin estaba a punto de responderle groseramente —se había registrado en el Bally's bajo el nombre de Elvin Shaw, un niño rico un poco gilipollas, hijo de una familia pudiente de Manhattan— cuando vio la mirada de Michael: de auténtica y pura lujuria.

Le echó una ojeada a la mujer, intentando no ser demasiado obvio. Era alta, tenía el pelo largo y rojizo, los ojos grises y los pómulos altos. Llevaba un top de seda con los hombros al descubierto que apenas si contenía unos pechos increíblemente redondos, y por encima de sus pantalones de piel ajustados asomaba un moreno vientre. Era la personificación de la chica ideal de Las Vegas, el tipo de mujer que veías del brazo de alguna celebridad en las mesas de grandes apuestas o colándose en la fila vip de una discoteca de moda. En Boston no existían mujeres como ésa y, en caso de que existieran, nunca se tratarían con un niño prodigio del MIT.

Kevin sintió que se le encendía el rostro al hacerle sitio para que se sentara en la mesa. Hacía dos días que había celebrado con Felicia su cumpleaños… y discutido acaloradamente sobre sus planes de «visitar a sus compañeros de instituto en San Diego» la noche de Año Nuevo. Pero en esos momentos Kevin no pensaba precisamente en Felicia.

Uno de los vendedores silbó, con lo que se granjeó una rápida y seductora mirada de la mujer. Luego Michael se aclaró la voz.

—¿Un buen fin de año? —preguntó con poca convicción.

La mujer le ignoró por completo y puso una sola ficha de veinticinco dólares en su círculo de apuestas. Kevin sonrió para sí mismo, sintiéndose un poco más seguro. «Esto va a ser divertido».

Cogió cinco mil dólares en fichas —el límite de la mesa— y los puso en su círculo de apuestas. La mujer simuló no haberlo visto, pero Kevin vio que se le ponía la carne de gallina. Sin duda, la había impresionado. El vendedor que tenía al lado —un hombre gordo con la nariz chata— fue menos sutil:

—Eh, chico, ¡no te gastes toda la paga en una sola mano!

Kevin rió ruidosamente, volviendo a su personaje:

—Ya sabe cómo somos los de mi generación. Si no malgasto el dinero aquí, me lo voy a gastar en putas y coca.

Las cartas empezaron a salir y Kevin jugó tan agresivamente como pudo. Como el recuento seguía alto, apostó el máximo en todas las manos, doblando y separando siempre que pudo. Jugaba pavoneándose —haciendo poses y tirando el dinero a lo loco para captar la atención de la mujer— y parecía que le estaba funcionando. Al final de la partida ya había conseguido entablar con ella una conversación, entrecortada por varias manos de cinco mil dólares. Se llamaba Teri Pollack y tenía veintidós años. Había nacido en el sur de California y seguía viviendo en Los Ángeles. Como ya había deducido Kevin, vivía de su belleza: hacía poco que trabajaba como animadora de los St. Louis Rams.

Si no llevara toda la noche jugando manos de cinco mil dólares, tal vez no se hubiera atrevido a pedirle el teléfono a una animadora profesional, pero esa noche él no era Kevin Lewis. Bajo la mirada de asombro de los vendedores, le apuntó el número en una servilleta y se lo puso en el bolsillo de la camisa.

Cuando Teri Pollack se fue de la mesa, Kevin sintió que el casino se había quedado sin aire. No sacó demasiado partido de las últimas manos de una baraja positiva, pero estaba seguro de que Michael no iba a tenérselo en cuenta en su informe. Oportunidades como Teri Pollack no se presentaban todos los días. En el MIT, en realidad, no se presentaban nunca.

Kevin sabía que ella sólo le había dado el teléfono porque era Nochevieja, estaba en Las Vegas y él apostaba cinco mil dólares por mano. Pero le traía sin cuidado. Ahora eso formaba parte de su personalidad en la misma medida que su currículo de ingeniero.

Estaba tan emocionado con su buena fortuna que no se dio cuenta de que un hombre vestido con un traje gris oscuro se acercaba a la mesa. Cuando por fin vio que Michael tenía la mano en el pelo, ya era demasiado tarde.

Kevin se puso a recoger sus fichas a toda prisa, pero el hombre llegó a tiempo y, poniéndole una mano en el hombro, dijo:

—Señor Shaw, ¿podría hablar un momento con usted?

Kevin se levantó de la mesa y dio un paso atrás. El hombre era alto, tenía el pelo oscuro y lucía un fino bigote de color castaño. En la solapa llevaba una etiqueta que le identificaba como uno de los encargados de turno del Bally's: «St. David Cross».

Kevin se recordó que no podía salirse del personaje. Cogió una ficha de cien dólares y se la dio al crupier como propina. Luego se guardó en los bolsillos el resto del dinero —setenta mil dólares, la mayoría en fichas de cinco mil— y se volvió hacia el encargado.

—Lo siento, Dave. Ahora no puedo hablar. A las dos de la mañana me convierto en una calabaza.

—Entonces seré breve. Ya no podemos permitirle jugar a Blackjack en nuestro casino.

Kevin se esforzó por no perder la calma. Era su primera expulsión oficial. Se había imaginado ese momento centenares de veces, pero ahora iba en serio. Y, sin embargo, por muy impactante que fuera el momento, en realidad no era tan aterrador. Kevin miró atentamente al encargado, con su bigotito y su traje barato. Parecía un profesor de instituto. En la imaginación de Kevin, los que le expulsaban eran hombres corpulentos con la nariz aguileña. Ese tío no era una amenaza, era un incordio.

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