21 Blackjack (16 page)

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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

BOOK: 21 Blackjack
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El pobre diablo se encogió de hombros un poco avergonzado y llamó al jefe de mesas:

—¡Necesitamos más munición en esta mesa!

Sus palabras fueron recibidas con un aplauso de la multitud. El jefe de mesas salió corriendo a buscar las fichas. Kevin se sentía como un adicto en un viaje de cocaína. Se recostó en el asiento, puso los pies sobre la mesa —«sobre el puto tapete»— y esperó a que le pagaran. Sabía que parecía el gilipollas más arrogante del mundo, pero le traía sin cuidado. Los riesgos de un orgullo excesivo no existían en el mundo de los contadores. Tendría tiempo de sobra para la humildad cuando volviera a Boston, donde en pocas semanas Kevin se vestiría con toga y birrete para recoger su diploma.

Kevin Lewis iba a graduarse con matrícula de honor por el MIT y a trabajar para un banco de inversión. Era tranquilo, humilde y leal con la gente que le conocía. Era de buena familia y acababa de romper con una chica maravillosa.

Barry Chow tenía los pies sobre una mesa de Blackjack en Elgin, Illinois, y estaba esperando a que le pagaran.

Barry Chow era el rey del puto casino.

CATORCE

Boston, junio de 1995

La reunión del equipo tuvo lugar a las dos de la madrugada en la trastienda de un bar de Bacon Street, a unas pocas calles del puente de Massachusetts Avenue y muy cerca del campus principal del MIT. La había convocado Fisher, pero era Micky quien presidía la mesa redonda llena de jarras de cerveza en la que se habían sentado. Kevin estaba al lado de Martínez, quien distraídamente barajaba una y otra vez un mazo de cartas mientras miraba un partido de béisbol en el pequeño televisor que había sobre la puerta. Fisher se había posicionado entre Kianna y Michael, y los tres compartían una enorme ración de alitas de pollo. Brian y los demás estaban en el lado opuesto de la mesa, embelesados por la camarera pechugona que estaba limpiando el mueble-bar de la otra pared de la sala.

Mientras Fisher hablaba, Kevin observó el rostro de Micky. Su expresión era indefinida: sus gafas de culo de vaso y su espantosa dentadura impedían determinar qué estaba pensando.

—El principal problema —dijo Fisher en voz baja— es que no aprovechamos el sistema al máximo. Hemos tenido una racha fabulosa, pero puede irnos todavía mejor. Ahora que tenemos a tres grandes jugadores, deberíamos ampliar el equipo.

Kevin se lo esperaba. Fisher cada vez se sentía más y más frustrado con el tope impuesto a sus beneficios. En los últimos ocho meses, el equipo había generado un impresionante 25 por 100 de rentabilidad, pero Fisher y Martínez habían tenido que limitar sus inversiones a doscientos mil dólares cada uno. La mayor parte del pastel se la habían quedado Micky y sus socios ocultos.

Añadiendo más miembros al equipo aumentarían tanto sus márgenes de beneficio como sus inversiones. Fisher y Martínez podrían invertir más en el equipo si había suficientes observadores para jugar con tres grandes jugadores simultáneamente. Y Kevin también podría empezar a disfrutar de mucho más dinero: el día de su graduación, Fisher le había propuesto que empezara a invertir a pequeña escala. Kevin tenía ahorrados cincuenta mil dólares del último año. Se había planteado utilizarlos para la entrada de un piso en Chicago, pero podía ganar el doble si invertía el dinero en el equipo y a un riesgo mucho más pequeño. Mientras tanto, podría pagarse el alquiler de un palacete de dos habitaciones con lo que ganaba cada semana como jugador.

—No creo que nadie esté en contra de sacar más beneficios —dijo Kianna cogiendo con delicadeza una alita de pollo—, pero tenemos un equipo muy bueno y muy unido. No me gusta la idea de poner en peligro lo que tenemos para ganar algo más de dinero.

—Ampliar el equipo —respondió Fisher negando con la cabeza— no tiene por qué poner al equipo en peligro. Sólo tenemos que saber escoger a quién reclutamos.

Martínez sonrió mientras abría en abanico la baraja encima de la mesa:

—Mira lo bien que nos ha ido con Kevin. En pocas semanas, ya no necesitará pañales.

Kevin puso los ojos en blanco. Micky carraspeó:

—Coincido con Fisher en que nos iría bien una ampliación. Nuevos jugadores nos permitirían trabajar con tres turnos simultáneos. La clave radica en encontrar a personas que sean de fiar y que tengan el perfil que nos conviene.

La expresión de Fisher no era de satisfacción. Kevin supuso que lo que él quería era una expansión mucho mayor, tal vez doblar el equipo. Pero aún dejaba que Micky tomara las decisiones del equipo. Kevin se preguntó hasta cuando lo haría.

—¿Cómo es exactamente el «perfil» que nos conviene? —preguntó Kevin.

Martínez tomó la iniciativa:

—Para empezar, que no sea blanco. Los chicos blancos de veinte años que apuestan millones de dólares despiertan muchas sospechas. Asiáticos, griegos, iraníes, el tipo de chicos que ves aparcando su BMW en el Café Armani de Newbury Street, ésos son los que queremos.

—¿No crees que los blancos tengan dinero? —preguntó Michael señalando a Martínez con una alita de pollo.

—Algunos sí, pero no malgastan el dinero en el casino. El juego es una obsesión asiática. Y nadie deja que sus hijos se vuelvan tan locos como los griegos y los iraníes ricos. Date un paseo por cualquier casino y verás que los que apuestan fichas moradas son casi siempre personas de piel oscura. Los contadores de cartas, en cambio, suelen ser hombres blancos calvos y con gafas. Podemos utilizar un estereotipo para desmentir el otro.

Kevin sabía que Martínez tenía razón. Nadie apostaba como los turistas ricos de Hong Kong y Tokio. Un chico blanco de veinte años que apostaba millones llamaba mucho la atención. El personal de los casinos tenía una visión del mundo muy simplista. Un árabe apostando a lo grande era el hijo de un jeque. Un chico asiático que apostaba mil dólares por mano era el heredero de Sony. Una mujer con un bonito vestido de noche no podía ser una contadora de ninguna de las maneras.

—Es cierto —añadió Micky—. Uno de los mejores contadores que conozco es afroamericano. Viste de la manera más chillona que te puedas tirar a la cara: trajes de color azul brillante, camisas con volantes, ese tipo de cosas. Juega solo y apuesta a lo loco, subiendo y bajando sus apuestas de cinco dólares a cinco mil, delante de las narices del jefe de mesas. Y nunca nadie sospecha nada de él, porque los casinos no pueden creerse que un negro pueda contar cartas. Su propio racismo se les vuelve en contra y les da por el culo.

—Bueno, pues ya sabemos lo que tenemos que hacer —dijo Fisher retomando el control de la reunión—. Tenemos que reclutar a algunos miembros más preferiblemente personas que se alejen del estereotipo. Tienen que saber trabajar en equipo y, aún más importante, debe ser gente en la que podamos confiar.

Kevin se preguntó si había tenido lugar el mismo tipo de reunión antes de que le reclutasen a él. Fisher tenía razón: la confianza era una cuestión importantísima. Incluso los observadores tenían bajo su responsabilidad cinco mil dólares cada fin de semana. Resultaba muy fácil que alguien dijera que había perdido parte del dinero jugando y se lo embolsara a escondidas. Hacía poco, Micky había analizado con un ordenador el juego de todos los miembros para asegurarse de que las ganancias y pérdidas que se habían registrado estaban dentro de las desviaciones normales en función de una estrategia básica perfecta. El objetivo del análisis había sido comprobar la eficiencia del equipo, pero también servía para volver a verificar los informes de los observadores. Kevin esperaba que nunca llegaran a ese extremo: necesitaban confiar los unos en los otros como si fueran una familia, aunque a veces no actuaran como tal.

Martínez dejó la baraja encima de la mesa:

—¿Alguien tiene alguna sugerencia?

Kevin se recostó en la silla, pensando. Se le ocurrió un nombre inmediatamente.

La partida de póquer ya había empezado cuando Fisher y Kevin bajaron al sótano de la residencia universitaria. La casa, de estilo Victoriano y situada a un par de calles del bar donde acababan de dar por concluida la reunión, tenía un cierto encanto decadente: con la pintura de las paredes cayéndose en los lugares adecuados, algunos aparatos eléctricos expuestos, puertas acristaladas y tapices en las paredes. Ésa era la residencia de elección de los deportistas del MIT, la sede de la mayoría de sus equipos deportivos. En su primer año en la universidad, Kevin había solicitado entrar en la residencia, pero poco a poco fue dejando de ir. Durante los dos primeros cursos había ido mucho a las fiestas que daban. Era el mejor lugar del MIT para conocer a mujeres jóvenes ansiosas, ya que delante de la residencia estaba la parada de autobús procedente de las residencias femeninas. El autobús había sido bautizado con el cariñoso nombre de «caravana del amor» y se suponía que las chicas venían en busca del segmento de población del MIT menos inútil socialmente hablando. Solían volver a casa con las manos vacías.

El sótano de la residencia era cuando menos minimalista: una caja rectangular con el suelo de madera noble, una barra de bebidas bien surtida en una de las paredes, una mesa de billar de tamaño reglamentario y una mesa de póquer forrada de terciopelo en un rincón, al lado de dos dianas de dardos. Aunque el curso ya se había terminado, el lugar estaba abarrotado. La barra estaba llena de chicos jóvenes bebiendo jarras de cerveza barata. Otros rodeaban la mesa de billar, jugando a un juego alcohólico que consistía en poner vasitos de plástico llenos de cerveza cerca de los seis agujeros. Cuando Kevin y Fisher se acercaron, un grupo de jugadores tumbaron una de las cervezas con la bola blanca y acabaron tirando todos los vasos de la mesa. Kevin sacudió la cabeza, recordando todas las veces que él había perdido el conocimiento en un rincón de ese sótano, con la ropa y la piel apestando a cerveza. «La universidad…».

Llegaron al rincón de la mesa de póquer y observaron el juego. Había siete jugadores, la mayoría fumaban puros y bebían cerveza en grandes jarras con el logo de la residencia. Estaban jugando al póquer descubierto y se encargaba de repartir las cartas un tenista afroamericano bajito y con demasiado vello facial. En el centro de la mesa el montón de fichas era considerable, mientras que delante de seis de los siete jugadores los montoncitos eran mucho más pequeños. Sólo parecía estar teniendo suerte el séptimo jugador: su pila de fichas era el doble de grande que el montón del centro y las tenía todas ordenadas en montoncitos. Además, parecía que iba a conseguir un full de reinas.

Kevin le hizo señas a Fisher en dirección al chico con suerte. Era muy alto —más de dos metros— y de constitución atlética, tenía el pelo oscuro y de punta, la cara estrecha y alargada, y los ojos demasiado juntos. Sus facciones parecían eslavas, ya que su tamaño contradecía su auténtico linaje: era medio chino, como Fisher y Kevin.

—Andrew Tay —susurró Kevin—. Está en segundo año, acaba de entrar en el equipo de natación. Y en el instituto fue elegido como uno de los mejores jugadores de béisbol del país.

—Para —protestó Fisher—, me estás poniendo cachondo.

—Pues espera a ver cómo juega —respondió Kevin.

Tay apenas miraba las cartas que tenía; apostaba con total despreocupación, mientras charlaba con los demás, que intentaban concentrarse en sus cartas. Los otros jugadores no tardaron en abandonar, asustados por el juego de Tay. Justo antes de que se repartiera la última carta, ya sólo quedaban Tay y otro jugador, que también iba en camino de conseguir un
full
, pero en su caso era de reyes.

En lugar de doblegarse, Tay empujó un gran montón de fichas al centro de la mesa. Le dedicó una sonrisa al otro jugador, como desafiándole a igualar su apuesta. La seguridad con la que actuaba era desconcertante; Kevin podía ver que el otro jugador se estaba amilanando por momentos. Finalmente se plantó, no quería correr el riesgo de que la última carta no le diera el full completo. Tay recogió sus ganancias y empezó a colocar las fichas en sus ordenados montoncitos.

—Es bastante bueno —dijo Fisher.

—Es aún mejor. Se rumorea que se paga los estudios jugando por toda la ciudad. Aquí en la residencia las partidas son amistosas, con apuestas de poca monta. Si no, no le dejarían jugar.

—Si es un profesional…

—No, no ha estado en Las Vegas desde que tenía diez años —le interrumpió Kevin—. Que su tamaño no te engañe: es un niño, un poco pueblerino, la verdad. Nació en las afueras de Detroit. Pero es tremendamente listo. Estudia ingeniería eléctrica y en su tiempo libre trabaja en el laboratorio de robótica.

Fisher estaba impresionado:

—Sabe de matemáticas y tiene la pinta. ¿Es de fiar?

Kevin asintió. Tay le admiraba como un hermano pequeño, su lealtad rozaba la idolatría. Ni se le ocurriría traicionar a Kevin y estaría entusiasmado con la idea de entrar en el equipo de Blackjack. Tay le había hablado a Kevin de su infancia: en sus primeros recuerdos, se veía en el suelo jugando a los dados con su padre, un hombre que había mantenido a flote su familia durante la guerra de Vietnam tirando dados en la cubierta más baja de un portaaviones. Tay había crecido entre juegos de azar y apuestas. Todos los años su familia china se iba de vacaciones a Las Vegas en caravana. Gracias a su tamaño y un carné de coche falso, había podido empezar a jugar a los catorce años.

—Ya tenemos a uno —dijo Fisher con decisión—, le llevaremos al Pasillo Infinito mañana por la noche.

—Así que ahora sólo nos faltan dos —respondió Kevin.

Fisher ladeó su cuadrada cabeza:

—Creo que tal vez conozca a la pareja perfecta. No encajan con el perfil de un casino, pero tampoco con el nuestro. No encajan con ningún perfil, de hecho. No sé si a Micky le gustarán, porque no van al MIT, pero son tan inteligentes como cualquiera de nosotros. Y no hay duda de que saben trabajar en equipo.

Kevin entendió de quién hablaba y sonrió de oreja a oreja. Era una locura.

Los casinos nunca iban a averiguar quién les había atacado.

QUINCE

Casino de Foxwoods, hoy en día

La mujer iba vestida con tacones y una minifalda de piel, negra y ajustada. Su melena de pelo rojizo brillaba sobre unos pómulos elevados y un mentón afilado que enmarcaban unas facciones nórdicas. Su cuerpo era anguloso, como su mandíbula, con más esquinas que curvas, y su delgada figura no podía pesar más de cuarenta kilos. Pero la mirada de sus ojos azules era una advertencia: no juzgues a una chica por la longitud de su falda o el color de su pelo. «Esta zorra te va a hacer trizas».

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