—¿Adónde habías ido? —Stanton la había localizado. Se inclinó para mirar por encima de su hombro—. ¿Qué es eso?
—Una estela —dijo Chel—. Los antiguos las llamaban árboles de piedra. Las utilizaban para documentar fechas, nombres de reyes y acontecimientos.
Estas estelas aparecían en ocasiones cerca de las ciudades, explicó, pero también eran erigidas en los pueblos para honrar a los dioses. Lo único que sabía con seguridad de ésta era que nadie había visto su superficie durante mucho tiempo. El tiempo y la edad habían resquebrajado una esquina.
Chel intentaba respirar a un ritmo constante, mientras Stanton despejaba el resto de enredaderas hasta revelar una superficie cubierta de grabados e inscripciones erosionadas. Había una borrosa representación del dios del maíz en mitad de la piedra, mientras que representaciones de Itzamanaj, la deidad suprema maya, adornaban los bordes.
Entonces Chel vio tres glifos familiares.
—¿Qué dicen? —preguntó Stanton.
Ella indicó la primera talla.
—
Naqaj xol
quiere decir «muy cerca» en cholán. Y éste,
u’qajibal q’ij
, significa que nos encontramos directamente al oeste de la ciudad.
Stanton señaló el último glifo.
—¿Y éste?
—
Akabalam
.
Árboles caídos y maleza cubrían cada centímetro de la pendiente, y cada paso significaba un reto agotador para Chel. Subieron y bajaron por la empinada pendiente en busca de un sendero transitable. Se detenían cada cincuenta metros para que ella pudiera descansar. El aire era insoportablemente caliente y húmedo, y cada vez que respiraba pensaba que no podría continuar. Pero con la ayuda de Stanton fue avanzando, atravesando otro tramo de bosque.
Por extraño que pareciera, la pendiente de la ladera se allanaba cuanto más avanzaban hacia el oeste, lo cual concedió un breve descanso a las piernas de Chel y le permitió seguir adelante. Al cabo de tres kilómetros, ya no parecía una montaña. Todavía se hallaban a bastante altura sobre el nivel del mar, a mitad de camino del pico, pero la cara oriental había dado paso a una inmensa meseta, lisa como cualquier llanura. Kanuataba significaba la ciudad en terrazas, pero Paktul no había hablado en ningún momento de su relato de terrazas agrícolas. Tal vez, pensó Chel, la ciudad había recibido su nombre de este saliente que un río talló en la montaña millones de años antes, una terraza natural que eludió el descubrimiento después de que sus antepasados la abandonaran.
Minutos después descubrieron más motivos de esperanza. Cientos de ceibas, sagradas para los mayas, se alzaban en la distancia. Los troncos tenían espinos, y las ramas estaban cubiertas de hierba y musgo de un verde fosforescente.
… en otro tiempo Kanuataba fue hogar de la colección más majestuosa de ceibas, el gran sendero que conduce al inframundo, en todas las tierras altas. En otros tiempos la densidad de ceibas era la más grande del mundo, bendecidas por los dioses, y sus troncos casi se tocaban. ¡Ahora queda menos de una docena todavía en pie en todo Kanuataba!
Continuaron a través de la densa zona de árboles sagrados que habían regresado a la selva. Los árboles se alzaban hacia los cielos, en dirección a la Región Celeste, y Chel vio contornos de rostros de dioses en las hojas: Ahau Chamahez, dios de la medicina; Ah Peku, dios del trueno; Kinich Ahau, dios del Sol, y todos la animaban a continuar.
—¿Estás bien?
Stanton caminaba unos pasos más adelante. ¿Podría interpretar como ella lo que les decían de las hojas? ¿Oiría la llamada de los dioses igual que ella?
Chel parpadeó, con la intención de ver con más claridad. Intentó formar palabras para contestarle. Avanzó hacia él, y vislumbró una grieta en las ceibas. Entre los troncos había un fragmento de piedra.
—Allí —susurró.
Caminaron durante medio kilómetro hasta la base de una antigua pirámide. La niebla bañaba su cumbre. Árboles, arbustos y flores brotaban en todas direcciones, ocultaban cada rincón. Más árboles habían crecido en los escalones, hasta llegar a la cumbre. Una fachada estaba tan invadida de flora que habría podido confundirse con una pendiente natural. Sólo en lo alto se veía piedra caliza, donde columnas en forma de aves alargadas formaban tres aberturas contiguas.
Fragmentos rotos de piedra se transformaron en la mente de Chel en escalones angulares. Aparecieron esclavos y trabajadores de corvea, cargando cantos rodados a la espalda. En la base, vio tatuadores y anilladores, fabricantes de especias que trocaban pimentón por esquisto. Para Chel, la apagada y decrépita piedra arenisca estaba ahora pintada con un arco iris de colores: amarillo, rosa, púrpura, verde.
La cuna de su pueblo, en toda su gloria.
Continuaron atravesando la cumbre de la montaña, con lentitud, en busca de cualquier otra señal de la ciudad perdida entre la maleza. La estela y la pequeña pirámide eran señales indicadoras de que habían llegado a los límites exteriores de la metrópolis, pero todavía tenían que encontrar el centro de la ciudad.
Stanton los guió con cautela sobre arbustos y enormes raíces de árboles que se extendían en todas direcciones, cortando con el machete en una mano y asiendo la de Chel con la otra. Intentaba recordar qué plantas estaba cortando (orquídeas rosa, lianas, enredaderas estranguladoras…), por si resultaban ser importantes.
También escuchaba con atención mientras andaban. Lobos, zorros, incluso jaguares, podían encontrarse en la zona. Stanton había ido de safari en una ocasión, al terminar la carrera de medicina, y eso era lo más cerca que había estado de animales peligrosos. Estaba muy contento de que sólo podía oír pájaros y murciélagos a lo lejos.
Pasaron ante estelas y pequeños edificios de piedra caliza de una sola planta, envueltos en follaje y pequeños árboles desde la base hasta la punta. Chel señaló zonas donde era muy probable que hubieran vivido los criados de los nobles, en el límite de la ciudad, y lo que había sido el lugar donde los antiguos practicaban su extraño híbrido de voleibol y baloncesto. Sin ella, Stanton habría pasado por alto con facilidad todas estas señales invadidas por la maleza.
Intentaba no apartar los ojos de Chel en ningún momento. Parecía estable, pero era difícil saber hasta qué punto la agotadora travesía de la selva, con un calor de cuarenta y tres grados, había exacerbado o acelerado sus síntomas. Estaría mejor en Kiaqix, bajo los cuidados de Initia. Pero jamás habría encontrado la ciudad sin ella.
Ahora tenían que fijarse como objetivo el templo donde estaba enterrado el rey, el último edificio construido en Kanuataba antes del colapso. Paktul había descrito la construcción como un proyecto caprichoso, erigido y terminado a toda prisa con recursos inadecuados. Para excavar un templo sería preciso, en circunstancias normales, un equipo importante, pero Volcy y su socio habían sido capaces de hacerlo con picos. Por lo tanto, o bien estaba construido de manera precaria, o bien lo habían dejado inacabado.
Los cimientos serán colocados en veinte días, a menos de mil pasos del palacio. La torre vigía será construida de forma que esté encarada hacia el punto más alto del desfile solar, y creará un gran triángulo sagrado con el palacio y la pirámide roja gemela.
—Para los antiguos, un triángulo sagrado era un triángulo rectángulo —explicó Chel—. Se consideraban místicos. —Existían muchos ejemplos de que los mayas habían utilizado triángulos rectángulos de la proporción 3-4-5 en el trazado de sus ciudades, la construcción de edificios individuales, e incluso en prácticas religiosas. El uso más notable de ellos en la planificación urbana era Tikal, donde una serie de triángulos rectángulos integrales estaba centrada en la acrópolis sur—. Imix Jaguar quería que su tumba formara un triángulo con uno de los templos y el palacio. Deberíamos encontrar con facilidad los templos gemelos.
—¿Estamos buscando el templo
rojo
? —preguntó Stanton.
—Ya no será rojo. El rojo es el símbolo del este.
—¿Estamos buscando el que se encuentra más al este?
—El que da al este de la plaza.
Cuanto más se acercaran a la acrópolis central, le dijo Chel, más grandes serían los edificios, y por eso sabía que se estaban aproximando. Pero los brazos de Stanton estaban agotados de abrirse paso entre la maleza a machetazos. Tenía la impresión de que el machete había multiplicado su peso y de que la hoja se había vuelto roma. Hasta las ramas pequeñas exigían un esfuerzo excesivo. El sudor se le metía en los ojos.
Veinte minutos después, llegaron a una columnata. Estaba casi cubierta de musgo, y había nidos de pájaros en la parte superior de al menos la mitad de las columnas, pero aún seguían en pie, más altas que la estela, doce de ellas formando un cuadrado. El patio original había quedado enterrado bajo la maleza mucho tiempo atrás, pero Chel lo supo al instante: era exactamente como Chiam lo había descrito.
Después de todo, el primo de su padre había llegado hasta aquí.
—Hemos de estar cerca, ¿verdad? —preguntó Stanton tras oír las explicaciones de Chel.
—Era un lugar de reunión de las clases altas. No estaría lejos del palacio.
—¿Seguimos en la misma dirección?
Pero ella ya no le estaba escuchando. Stanton siguió su mirada. Delante, los últimos rayos del sol atravesaban el dosel de hojas y bañaban piedras blancas. Chel soltó su mano enguantada y se desvió casi con alegría, sin prestar apenas atención a los incontables obstáculos que encontraba en su camino.
—¡Espera! —gritó Stanton. Pero ella no contestó.
Corrió tras la muchacha, contento de que su estallido de energía fuera una señal de que se estaban acercando, pero temeroso de la obsesión que sugería. Antes de que pudiera alcanzarla, algo se estrelló contra su mascarilla y estuvo a punto de derribarle. Intentó golpearlo con la linterna, hasta que se alejó aleteando. Lo vio marchar: un murciélago, que empezaba su cacería nocturna. Cuando se volvió hacia Chel, la última luz del día se había desvanecido. La piedra que un momento antes había llamado su atención había desaparecido en la oscuridad.
Sólo cuando la alcanzó vio por fin lo que había encontrado. Estaba parada en la base de lo que había sido una escalinata, desmoronada al cabo de mil años. Los ojos de Stanton siguieron la maleza inclinada que trepaba desde el suelo. Era un templo que empequeñecía todo lo demás.
Se volvió hacia Chel.
—No vuelvas a alejarte sin avisar. No quiero perderte aquí.
Ella no le miró.
—Éste es uno de ellos —dijo—. Tiene que serlo.
—¿Los templos gemelos?
Ella asintió, y segundos después se puso en marcha de nuevo.
Chel subió a una extensa infraestructura de piedra caliza. Era más baja que cualquier templo, y las paredes casi no se tenían en pie, pero la reconoció en cuanto la vio y empezó a trepar. Sus pantalones de algodón y la camisa de manga larga estaban mojados y pesaban. El pelo le arañaba la nuca. Pero siguió ascendiendo los escalones invadidos de malas hierbas, saltando de un pequeño saliente a otro hasta que llegó a la primera de seis enormes plataformas.
—¿Qué estás haciendo? —oyó desde abajo.
Indicó con un ademán a Stanton que se callara, concentrada. Chel imaginó a trece hombres sentados en círculo delante de ella, la cabeza cubierta con tocados de animales, todos aplaudiendo en honor del hombre que estaba hablando. Todos, excepto uno: Paktul.
Stanton cogió su mano cuando llegó arriba.
—Este es el palacio real —susurró ella.
Él contempló la serie de plataformas elevadas colindantes entre sí, y después pronunció las palabras sin ni siquiera pretenderlo.
—Así que aquí es donde…
—Guisaban —dijo Chel sin la menor emoción. Esperaba sentirse estremecida por pisar el lugar donde sus antepasados habían preparado carne humana. Pero con expresión imperturbable se limitó a escudriñar de nuevo la oscuridad.
—Según el escriba, el palacio es el segundo punto del triángulo —dijo—. De modo que si es un triángulo rectángulo de tres-cuatro-cinco, la distancia entre…
De pronto, Chel se sintió mareada. Las piernas le estaban fallando.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —mintió, y tosió dentro de la mascarilla—. La distancia desde el palacio hasta el templo gemelo es el primer lado del triángulo. —Señaló hacia el oeste—. Jamás habrían construido un templo funerario en la plaza central, así que debe de estar por ahí.
—¿Necesitas descansar un poco más antes de continuar?
—Cuando encontremos la tumba.
Stanton la ayudó a bajar del palacio. Continuaron avanzando entre la maleza a la luz de las linternas, en la dirección que les indicaba el triángulo rectángulo. Él seguía abriéndose paso entre los arbustos con el machete, pero se negaba a soltar a Chel, incluso en los tramos más difíciles. Ella tenía tanto calor que pensó que iba a vomitar, pero se reprimió. Y se obligó a continuar.
Fue Stanton quien lo vio primero.
Minutos después, se acercaron a una pequeña loma invadida de pequeños arbustos. Daba la impresión de que la base del edificio era cuadrada, tal vez de unos quince metros de lado, y formaba una pirámide de cuatro lados de tres pisos de altura.
—Mira eso —dijo él.
Se hallaban a unos cincuenta metros de la entrada, pero pese a tanta vegetación, Chel vio que el edificio estaba inacabado. Las losas de piedra caliza ocultas bajo la tierra y los árboles no estaban cortadas como era debido, ni bien colocadas.
—¿Es la tumba del rey? —preguntó Stanton.
Chel rodeó la enorme pirámide en busca de alguna inscripción. Cuando llegó a la esquina noroeste del templo, algo destelló a la luz de la linterna de Stanton.
Algo metálico, caído en el suelo.
El pico de Volcy.
—El aire de ahí abajo podría por sí solo infectar a un centenar de personas. Has de ponértelo.
Stanton extendió el traje hermético.
Chel sudaba tanto que era incapaz de imaginar que volvería a tener frío.
—Ya estoy infectada. Dijiste que el calor sólo empeoraría la situación.
—Cuanto más elevada sea la concentración a la que te expongas, mayor velocidad de propagación. Cuanto antes…
Ella no le dejó terminar la frase.
La ayudó a ponerse el traje. Chel no tenía ni idea de cómo lograría entrar en la tumba con él: era tan voluminoso como caluroso. Había estado en muchas tumbas antes, y nunca había padecido claustrofobia, pero la idea de entrar en una catacumba con aquella cosa puesta… Imaginó que sería como estar enterrada viva. Con el casco puesto, el ruido del mundo enmudeció. Miró a través del cristal y experimentó la sensación de que todo su entorno (el dosel de la selva, la ciudad de Paktul, Stanton y su equipo) se hallaba muy lejos. El corazón le dio un vuelco.