Victor consultó su reloj. Parecía distante. Stanton se preguntó en qué estaría pensando ese hombre en un momento como aquél.
—De modo que tú crees que algo debilitó las defensas del rey y sus hombres —dijo Rolando—. ¿Sus sistemas inmunitarios sufrieron alguna alteración?
—O quizá fue todo lo contrario —dijo Stanton, mientras asociaba ideas—. Se encuentran en pleno colapso social, ¿verdad? Estaban destruyendo todos sus recursos, quemando sus últimos árboles, agotando las existencias de todo, desde comida a especias, pasando por papel y medicinas. Tal vez algo fortalecía de manera artificial sus mecanismos de defensa, y de repente dejó de hacerlo.
—¿Cómo una especie de vacuna? —preguntó Chel.
—Del mismo modo que la quinina previene la malaria, o la vitamina C previene el escorbuto —dijo Stanton—. Había algo que refrenaba la enfermedad sin que ellos lo supieran. El rey dice que consumió carne humana durante un año y medio sin que la maldición recayera sobre él. Y Paktul cree que es debido a que dejaron de hacer ofrendas a los dioses. Pero ¿y si perdieron o dejaron de consumir lo que los protegía?
—¿Dónde habrían quedado expuestos a esta… protección? —preguntó Victor, volviendo a la conversación.
—Podría ser algo que comían o bebían. Algo con base vegetal, probablemente. La quinina protegía a la gente de la malaria mucho antes de que supieran qué era esta sustancia. Los hongos de penicilina que crecían en la tierra debían prevenir todo tipo de infecciones bacterianas antes de que nadie conociera los antibióticos.
Volvieron a examinar cada palabra de la traducción, escudriñando cada referencia a plantas, árboles, alimentos o bebidas, cualquier cosa que consumieran los mayas antes de que empezara la expansión del canibalismo. Mezclas de cereales para desayunar, alcohol, chocolate, tortillas, pimientos, limas, especias. Buscaron todas las referencias a cualquier cosa utilizada como medicamento. Cualquier cosa que hubiera podido protegerlos.
—Necesitamos muestras de todo esto para analizarlas —dijo Stanton—. Las especies exactas que el pueblo antiguo comía.
—¿De dónde las vamos a sacar? —preguntó Rolando—. Aunque pudieras encontrarlas en el bosque, ¿cómo sabríamos que eran las especies exactas?
—Los arqueólogos han extraído residuos de objetos de cerámica —intervino Chel—. Han encontrado rastros de docenas de especies de plantas diferentes en un solo cuenco.
—¿Dentro de tumbas? —preguntó Stanton.
Victor gruñó para expresar su asentimiento, se levantó y caminó hacia la puerta del laboratorio.
—Perdonad —dijo—. Voy al lavabo.
—Usa el de mi despacho —dijo Chel.
Se fue sin decir palabra, como si no la hubiera oído. Actuaba de una manera extraña. De pronto, una triste posibilidad acudió a la mente de Stanton. Tendría que examinar los ojos del viejo profesor en busca de señales del VIF.
—Hemos de ir allí abajo —dijo Chel.
—¿Dónde exactamente? —preguntó Rolando.
—En dirección contraria al lago Izabal. Desde Kiaqix.
Paktul escribió que guiaría a los niños en la dirección de sus antepasados, hacia
un gran lago al lado del mar
. El lago Izabal, al este de Guatemala, era el único que encajaba con la descripción en las inmediaciones.
—Si los guió hasta Izabal —continuó Chel—, y terminaron en Kiaqix, hemos de suponer que la ciudad perdida se halla a menos de tres días a pie en dirección contraria.
—Izabal es enorme —dijo Rolando—. Cerca de mil kilómetros cuadrados. La zona que abarque esa trayectoria podría ser enorme.
—Tiene que estar por ahí —dijo Stanton.
La puerta del laboratorio se abrió de nuevo. Era Victor. No venía solo.
En los segundos que siguieron, Chel cayó en la cuenta de varias cosas inquietantes. La primera fue reconocer a uno de los hombres que iban con Victor, su amigo del Museo de Tecnología Jurásica, que en otro tiempo había sido asesor de los militares ladinos. Después vio a los dos hombres que seguían a Colton Shetter, vestidos igual que él, con camisa blanca, pantalones negros y botas. Entre ambos empujaban un carrito metálico de almacén.
Y habían venido para robarle el códice.
De modo que cuando Rolando preguntó, «¿Qué está pasando, Victor?», ella ya lo sabía.
Su mentor había dejado entrar a esas personas. Había descolgado el teléfono, llamado a seguridad, al pie de la colina, y conseguido que les permitieran la entrada.
Chel rodeó las mesas luminosas y se interpuso entre los hombres y el códice. A través de los tejanos sintió el frío borde de la mesa metálica apretado contra la parte posterior de los pantalones.
Shetter avanzó un paso y miró a Victor.
—Imagino que hemos venido a buscar esas cajas.
Victor asintió.
—¿Quién es esta gente? —preguntó Rolando. Stanton y él estaban inmóviles detrás de Chel, al otro lado de las mesas.
—Doctora Manu —dijo Shetter—, agradeceremos la colaboración de usted y sus colegas. Mark y David han de recoger las cajas. Sé que son muy frágiles, de modo que hemos de ser lo más cuidadosos posible. Necesito que vaya a reunirse con su equipo.
Se llevó la mano al cinturón, sacó una pistola y la sostuvo junto a su costado. Era tan pequeña que parecía de juguete.
Chel echó un vistazo al panel de intercomunicaciones. Había quince pasos entre ella y aquella pared, pero para acceder al panel tendría que dejar atrás a los hombres de Shetter. Empezaron a caminar hacia ella, empujando el carrito como niños con un trineo. Ella se quedó donde estaba. Nada la obligaría a moverse.
Moriría antes que moverse.
—¿Por qué haces esto, Victor? —preguntó Stanton desde detrás de ella—. ¿Qué demonios está pasando?
El viejo profesor no le hizo caso. Cuando habló por fin, se dirigió a su protegida.
—Escúchame, Chel. Puedes venir con nosotros. Vamos a la tierra de los antiguos. A tu verdadero hogar. Pero hemos de apoderarnos del libro. Lo único que podemos hacer ahora es huir.
Ella notó que resbalaban lágrimas por sus mejillas.
—Vas a conseguir que me maten, Victor.
Se estaba secando las lágrimas con la manga cuando Ronaldo se movió. No vio que cruzaba la sala como un rayo en dirección al intercomunicador. Sólo oyó el ruido que le derribó antes de llegar.
Y el silencio posterior.
Corrió hacia él. Tuvo la impresión de que tardaba una eternidad en cruzar la sala. Nadie intentó detenerla.
No vio la sangre hasta que sostuvo su cabeza sobre el regazo. Se aferraba el estómago con la mano. Chel la cubrió con la suya.
La pistola de Shetter estaba apuntada en su dirección. La expresión de su cara desmentía la firmeza de su brazo. Hasta él parecía sorprendido por lo que había hecho.
—Soy médico —dijo Stanton, y empezó a moverse—. ¡Déjeme ayudarle!
—Quédese donde está —ordenó Shetter.
—Cojan lo que quieran y váyanse —replicó Stanton—. Pero déjenme ayudarle.
Se puso a caminar muy lentamente y, como Shetter no se lo impidió, avanzó con más rapidez. El ex asesor militar continuaba apuntando a los tres con el arma.
Chel apretaba la herida de Rolando. La sangre continuaba manando. Le susurró palabras de consuelo. Intentaba mantenerle consciente.
Victor estaba petrificado detrás de Shetter. Mudo.
—Coged las cajas —ordenó el ex militar a sus hombres.
Tardaron menos de un minuto en cargar las cajas del códice y sacarlas de la sala. Los dos hombres silenciosos fueron los primeros en salir, y después lo hizo Shetter.
Se volvió al llegar a la puerta.
—¿Vienes, adivinador?
Estaba tan seguro de la respuesta que ni siquiera se quedó a esperarla.
Victor estaba mirando a Stanton que apretaba la herida de Rolando con una mano y le practicaba la compresión del pecho con la otra.
Chel sostenía la cabeza de su amigo sobre el regazo. Se había manchado el pelo con su sangre y procuraba no mirar el charco que se estaba formando bajo ellos.
—Chel… —dijo por fin Victor—. No sabía que tenía una pistola. Lo siento muchísimo. Yo…
—Tú eres el culpable, Victor. Tú lo hiciste. ¡Vete!
El hombre se volvió para salir de la sala. Se detuvo en la puerta para susurrarle:
«In Lak’ech
». Después desapareció.
Un minuto más tarde, acurrucada al lado de Rolando, Chel vio el destello de los faros del camión que barrían las ventanas del laboratorio antes de desvanecerse en la noche.
Sabía que nunca más volvería a ver a Victor ni el códice. Y ésas serían las últimas palabras que oiría de los labios de su mentor.
Yo soy tú, y tú eres yo
.
Nubes de ceniza procedentes de los incendios incontrolados de las Santa Monica Mountains, en la zona de Beverley Hills, cubrían la autopista. Un trío de F-15 en formación pasó rugiendo, dejando estelas en el cielo gris de la noche. La Pacific Coast Highway parecía un aparcamiento de coches usados: cientos de vehículos siniestrados, o sin gasolina y abandonados, apenas permitían abrirse paso.
Dos horas después de que Victor consiguiera que Shetter y sus hombres burlaran el servicio de seguridad del Getty, Chel miraba en silencio por la ventanilla del coche. Ni Stanton ni ella habían podido hacer nada por salvar la vida de Rolando. Los tres habían quedado cubiertos de sangre cuando Stanton por fin desistió de reanimarlo. Chel acunó la cabeza de su amigo durante casi veinte minutos mientras rezaba una oración en quiché en su oído para que llegara sano y salvo al otro mundo.
Stanton y ella no habían pronunciado ni una palabra sobre lo sucedido. Pero ambos sabían lo que debían hacer. Él salió de la autopista con el Audi en dirección a Santa Monica State Beach. La arena estaba desierta. Había un solo vehículo en el aparcamiento: había llamado a Davies para que se reuniera con ellos allí.
Se quedó sorprendido cuando vio a otro hombre bajar del coche con su socio.
—¿Qué pasa, doctor? —dijo Monstruo.
—Estaba preocupado por ti, amigo —dijo Stanton—. ¿Adónde fuiste?
—La policía nos echó a patadas del Show, así que la Pequeña Dama Eléctrica y yo encontramos un escondrijo en un túnel que hay bajo el muelle de Santa Monica. No tienes ni idea de lo útil que puede ser una mujer capaz de generar su propia luz ahí abajo.
Si Chel estaba sorprendida de ver al mejor ejemplar de
friki
de Venice Beach, no lo demostró. Guardó silencio, con su mente en otra parte.
—¿Cómo os encontrasteis? —preguntó Stanton mientras empezaban a descargar el equipo del vehículo de Davies.
—Llamé a la puerta de tu casa en Venice —dijo Monstruo—. Nadie contestó, así que entré. Hermano, tu casa parece un experimento científico fracasado, con tantos ratones sueltos por ahí. Como no volvías, pensé en llamar a tu laboratorio para saber si estabas bien.
—Menos mal que fui yo quien descolgó el teléfono —dijo Davies—, y no uno de los lacayos de Cavanagh. Está controlando todo lo que hacemos en el Centro de Priones. Era imposible sacar ni una platina sin que te pillaran. Mucho menos un microscopio.
Stanton miró a Monstruo.
—¿Sacaste todo esto de mi casa?
—Electra me ayudó. Todavía está cuidando de aquellos ratones.
—Deberíais quedaros allí de momento. Hasta que no haya peligro.
—No sé cuándo será eso, pero aceptaremos la invitación. Gracias.
—¿De veras crees que puedes encontrar ese lugar sin el libro? —preguntó Davies, concentrándose en el problema de nuevo.
—Tenemos la copia digital, la traducción y un plano —dijo Chel. Eran las primeras palabras que pronunciaba.
—Yo diría que te has vuelto loco, pero eso ya lo sabes —dijo Davies a Stanton.
—¿Tienes una idea mejor? —repuso éste—. La radio dice que en Nueva York han cruzado la raya de los cinco mil.
Trasladaron los trajes herméticos, las herramientas de ensayo, un microscopio a pilas y otros materiales necesarios para montar un laboratorio móvil al Audi de Stanton. Por fin, Davies sacó la última bolsa del maletero.
—Veintitrés mil dólares en efectivo —dijo—. Todo el personal del laboratorio aportó lo que pudo. Y esto.
Abrió más la bolsa y reveló en el fondo la pistola escondida en la caja fuerte de Stanton.
—Gracias —dijo—. A los dos.
—¿Cómo vas a salir, hermano? —preguntó Monstruo—. Han enviado cincuenta mil soldados más a patrullar la frontera. Tienen hombres a cada kilómetro, y nunca encontrarás un avión privado o un helicóptero.
Stanton miró a Chel, y después desvió la mirada hacia el Pacífico.
El campus de la Universidad de Pepperdine apareció ante su vista en el tramo de la costa de Malibú situado al sur de Kanan Beach. Stanton se desvió a la izquierda por una larga carretera de tierra y la siguió hasta que desembocó en la nada. Fueron necesarios media docena de viajes a pie, subiendo y bajando el terraplén rocoso, para transportar todo hasta la playa. Después esperaron. Era uno de los terrenos marítimos más irregulares de Malibú, y navegar de noche resultaba peligroso, a menos que el patrón conociera cada afloramiento. Y sólo podían suponer que la guardia costera estaba patrullando todavía algunos sectores.
Por fin, vieron un rayo de luz a unos cientos de metros de distancia. Minutos después, Nina se acercó a la orilla en un pequeño bote neumático. Tenía el pelo alborotado y la piel cubierta de sal.
—Lo has conseguido —dijo Stanton cuando llegó a la playa.
Se abrazaron en la oscuridad.
—Por suerte para ti —dijo ella—, me he dedicado a esconderme de los capitanes de puerto toda mi vida.
Incluso teniendo en cuenta las circunstancias, era extraño estar en compañía de aquellas dos mujeres.
—Chel, te presento a Nina.
Sólo le había dicho a su ex mujer que un experto iba a acompañarle para guiarle en la selva. No había mencionado que era una mujer.
Pero dio la impresión de que Chel y Nina se cayeron bien de inmediato.
—Gracias por todo —dijo la lingüista.
Nina sonrió.
—No pude desperdiciar la oportunidad de que mi ex marido estuviera en deuda conmigo.
Cargaron el equipo en el bote y se dirigieron hacia el
Plan A
, anclado a unos doscientos metros mar adentro. Cuando abordaron el barco, Stanton oyó un gemido consolador. Se agachó y abrazó contra su pecho el suave y húmedo pelaje de
Dogma
. Su destino era Ensenada, México, a doscientas cuarenta millas [casi 400 km] al sur. Nina se había puesto en contacto con el capitán de un barco más grande, quien había accedido a reunirse con ellos en una parte solitaria de la ciudad turística. Desde allí viajarían más al sur, dejando atrás la península de Baja California, donde gozarían de más oportunidades de fletar un avión a Guatemala.