—Dos mil soles —dijo Rolando—. Casi seis años. Una megasequía.
Chel, Victor y él se erguían sobre cinco páginas del códice recién reconstruidas y descifradas. Chel echó un vistazo a la afirmación de Paktul en la vigésima octava página:
Algunas espigas de maíz crecen altas incluso durante una sequía tan terrible como la nuestra, que se prolonga ya durante casi dos mil soles
.
—¿No estás de acuerdo? —preguntó Rolando a Victor, sentado frente a él en el laboratorio del Getty, mientras estudiaba la copia de la traducción y bebía una taza de té.
Anoche, cuando Chel había regresado de ver a su madre en la iglesia, quiso compartir con Victor su frustración, convencida de que era la única persona que la comprendía. Pero él no había vuelto de su desplazamiento infructuoso a su misterioso escondite de revistas académicas hasta bien pasada la medianoche. Para entonces, ella se había dado una rápida ducha en el edificio del Instituto de Conservación Getty, había borrado por completo los residuos de su conversación con Ha’ana y estaba sumergida de nuevo en el trabajo. No había hablado de ello desde entonces.
—El rey no colaboraba en nada —dijo Victor—, pero, sí, parece que había una sequía terrible, que debió ser la causa subyacente.
En un mundo normal, habría podido ser el descubrimiento más importante de su carrera. En las ciudades clásicas sin acceso al mar, los mayas podían almacenar agua durante un máximo de dieciocho meses. La prueba de una sequía de seis años convencería incluso a los colegas más reticentes de Chel de que la causa del colapso era el que ella había defendido durante años.
Pero el mundo ya no era normal, por supuesto.
Lo más importante ahora era la relación entre el códice y la ciudad perdida, que se reforzaba a cada fragmento que traducían. Ahora no cabía duda de que Paktul había protegido a las dos niñas al hacerse cargo de ellas, por lo cual parecía inevitable que las hubiera tomado como esposas. La teoría de Rolando de que constituían el Trío Original era cada vez más plausible.
Pero por revolucionarios que fueran estos descubrimientos, aún no habían averiguado cuál era el emplazamiento exacto de la ciudad perdida, ni dónde había enfermado Volcy. Por suerte, ahora sabían más cosas sobre el misterioso glifo de Akabalam que había obstaculizado los progresos del desciframiento. Basándose en la descripción trazada por el escriba de los insectos que daban la impresión de comunicarse con los dioses, Chel, Rolando y Victor habían llegado a la conclusión de que debían ser mantis religiosas. Las mantis abundaban en toda la zona maya. Pese a las preguntas del escriba acerca de la necesidad de rendirles culto, los mayas adoraban de vez en cuando a insectos, y habían inventado dioses en su honor.
Pero todavía faltaba una pieza. Treinta y dos páginas de papel amate estaban casi terminadas, pero a pesar de este avance en potencia, el glifo aparecía diez u once veces en una sola página, de maneras sorprendentes e insólitas. Cuando Chel añadió «mantis religiosa» o «dios mantis religiosa» en todos los lugares donde vio «Akabalam», no obtuvo casi nada que tuviera sentido. En los primeros fragmentos, el glifo se refería al nombre del nuevo dios. Pero en las páginas finales, Chel pensó que Paktul estaba utilizando la palabra para referirse a una acción.
—Ha de ser algo intrínseco a ellos, ¿verdad? —preguntó Rolando—. Del mismo modo que las abejas simbolizan lo dulce.
—O Hunab Ku puede utilizarse para indicar una transformación —sugirió Victor, en referencia al dios mariposa.
Un estruendo en el exterior sobresaltó a los tres, y Chel corrió hacia la ventana. Durante los dos últimos días, algunos coches habían llegado hasta el Getty, intrusos en busca de saqueo fácil. En cada ocasión, habían visto al destacamento de seguridad que patrullaba los terrenos y dado media vuelta.
—¿Todo va bien? —preguntó Rolando.
—Creo que sí —contestó Chel, al no ver nada abajo.
—Pues… ¿qué? —preguntó Rolando cuando ella se volvió—. ¿Está el rey ordenando el culto a este nuevo dios porque la mantis religiosa parece devota?
—Es probable que las sequías alimentaran muchas dudas entre el pueblo —dijo Chel—. Tal vez creyó que era una inspiración.
Se acercó a la vitrina que contenía un fragmento de una de las últimas páginas que habían reconstruido y empezó a recrearlo en su mente:
¡Quizá el rey permite [la devoción] porque su súplica de lluvia ha sido desoída, y sabe que las lluvias no vendrán! Pero tal disipación [devoción], ¿no provocará el caos entre la gente, incluso entre aquellos que temen a los dioses? ¡Existen motivos para que el pueblo de Kanuataba sienta tanto miedo [devoción] como yo por la transgresión más aterradora de todas, aunque el rey ordene esa [devoción
]!
—No tiene sentido —dijo a los hombres—. ¿Por qué el escriba tendría tanto miedo de la devoción? ¿Por qué sería una transgresión?
Chel volvió a estudiar las páginas, mientras analizaba las posibilidades.
—¿En qué punto estamos con los satélites? —preguntó Rolando.
Tan sólo ayer, el CDC había ordenado que una docena de satélites de la NASA fueran orientados hacia la zona circundante de Kiaqix, en busca de cualquier señal de ruinas en la linde de la selva.
Stanton había sido el primero en llamar a Chel después de que se despidiera de su madre. Ella se sintió contenta de poder confirmarle que el relato de su tío Chiam sobre la ciudad perdida coincidía con las descripciones del códice escrito por Paktul.
Él escuchó con avidez, y esta vez no percibió el menor escepticismo en su voz. Se limitó a decir: «De acuerdo, Chel. Vamos a ello». No había sabido nada de Stanton desde entonces, pero miraba su teléfono sin cesar. No paraba de recordarse que alguien del equipo del doctor se pondría en contacto con ella en cuanto aparecieran imágenes que necesitaran su experiencia y la de sus colaboradores, y esperaba que fuera él.
—Cada satélite puede tomar mil fotografías al día —dijo—, y tienen un equipo de gente que investiga las imágenes.
—Sólo hemos de rezar para que Kanuabata sea otro Oxpemul —dijo Victor.
En los años ochenta, los satélites habían tomado fotos de la parte superior de dos templos que sobresalían de un dosel de hojas muy cercano a un yacimiento arqueológico importante de México, lo cual condujo al descubrimiento de una ciudad antigua todavía más grande.
—Es la estación de las lluvias, y hay una capa de nubes inamovible sobre Kiaqix en este momento —recordó Chel a los hombres—. Los árboles podrían ocultar cualquier cosa. Estamos hablando de edificios de más de mil años de antigüedad, posiblemente desmoronados. Dejando aparte que han estado escondidos durante siglos.
—Por eso hemos de concentrarnos en el manuscrito —dijo Victor.
No le complacían los sufrimientos de las víctimas del VIF, ni el hecho de que muchísima más gente fuera a infectarse sin la menor duda. Le horrorizaba oír hablar de los niños que caían presa de la enfermedad, y el modo en que los hombres se habían vuelto los unos contra los otros en las calles de Los Ángeles. No obstante, mientras Victor veía derrumbarse la Bolsa y vaciarse las tiendas, no podía reprimir la sensación de sentirse legitimado. Sus colegas lo habían ridiculizado. Su familia lo había abandonado. Hasta que empezó la epidemia, incluso había llegado a preguntarse si él y el resto de los creyentes del 2012 estarían equivocados como tantos otros, desde los adventistas a los creyentes en el efecto 2000, pasando por… Bien, todos los demás grupos convencidos de que el mundo iba a experimentar un gran cambio.
Poco después de mediodía, el equipo se separó para continuar explorando el enigma de Akabalam cada uno por su cuenta. Chel había ido a su despacho contiguo al laboratorio para reflexionar, y Rolando a otro edificio en busca de equipo de reconstrucción, de modo que Victor se quedó solo en la sala. Estaba delante de las cajas, examinando la que contenía la referencia de Paktul al decimotercer ciclo. Levantó la caja del atril y la sopesó. Pesaría unos siete kilos, pero un hombre podía cargar con dos o tres.
Al sostener en sus manos parte del códice, Victor sintió su increíble poder. De niño, en la sinagoga, le habían contado la historia de los rabinos que se abalanzaron sobre los rollos de la Tora cuando los romanos destruyeron el segundo templo de Jerusalén. Los rabinos creían que el pueblo judío no podría perpetuarse sin la palabra escrita, y dieron sus vidas para protegerla. Victor creyó que comprendía al fin lo que inspiró el deseo de sacrificarse por un libro.
—¿Qué estás haciendo, Victor?
Se quedó petrificado al oír la voz de Rolando. ¿Ya había vuelto? Victor devolvió la página con delicadeza a su sitio y fingió que colocaba bien la caja sobre la mesa luminosa.
—El cristal estaba empezando a moverse —dijo—, y tenía miedo de que alterara los fragmentos.
Rolando se reunió con él delante de la mesa luminosa.
—Agradezco tu ayuda, pero será mejor que me dejes manipular las cajas a mí, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
Victor caminó junto a la mesa, mientras fingía estudiar fragmentos de la parte final. No quería dar a entender que tenía prisa por retirarse. Rolando, satisfecha su curiosidad, fuera cual fuera, se encaminó al fondo del laboratorio. Después Victor oyó que llamaba a la puerta del despacho de Chel y el sonido de la puerta al cerrarse.
¿Sospecharía algo Rolando? Se sentó en un banco del laboratorio con la mayor indiferencia posible. Pensó en qué diría si Rolando le interrogaba.
Minutos después, oyó que la puerta de Chel se abría de nuevo y sus suaves pasos cuando entró en el laboratorio. Se paró detrás de él. Victor no se movió.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó la joven.
—Por supuesto —dijo, y se volvió—. ¿Qué pasa?
Ella se sentó en un banco.
—Acabo de hablar por teléfono con Patrick. Le pedí que viniera a ayudarme con algunos glifos astrológicos, pero contestó que no quería dejar otra vez a su nueva novia, Martha. ¿Quién puede llamarse Martha en el siglo veintiuno? No sé si podremos hacer esto sin él.
—En primer lugar, hizo su parte y ya no le necesitamos. En segundo… Ya sabes que, de todos modos, nunca me cayó bien.
—Mentiroso.
Ella sonrió, pero la palabra consiguió que Victor se encogiera un poco.
—Pero Patrick tenía razón en una cosa —continuó Chel.
—¿En qué?
—Volcy. El códice. Kiaqix y el Trío Original. Fue el primero en señalar que era una casualidad excesiva.
Lo último que Victor creía era que se tratara de una casualidad.
—Todo es posible —dijo con cautela.
Chel esperó a que continuara, y su mirada expectante despertó en Victor una sensación que no había experimentado desde hacía mucho tiempo: la de ser necesitado por alguien a quien quería de verdad.
—¿Qué crees tú? —le preguntó.
—La obsesión con la Cuenta Larga disparó el precio de las antigüedades —contestó Chel tras un largo silencio—, y eso debió ser lo que empujó a Volcy a adentrarse en la selva. Lo que está sucediendo ahora empezó debido a 2012 de una forma u otra.
En silencio, Victor rezó una vez más para que pudiera convencer a Chel de acompañarle a él y a su pueblo. Siempre había pensado que lograría llevársela a las montañas cuando llegara el final. Rezó para que empezara a darse cuenta de que las predicciones estaban demostrando ser verdaderas. Pronto, quizá, comprendería que la huida era la única forma de seguir adelante.
—Creo que si mantenemos abiertas nuestras mentes —dijo con suavidad— es imposible saber lo que llegaremos a comprender del mundo.
Ella esperó un momento.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Crees en los dioses mayas? ¿En los dioses verdaderos?
—No es preciso creer en el panteón para comprender la sabiduría del plan que los antiguos vieron en el universo. Tal vez sea suficiente para saber que existe una fuerza que nos conecta a todos.
Chel asintió.
—Sí, quizá sí. O quizá no. —Respiró hondo—. Por cierto, quería darte las gracias por quedarte aquí conmigo y por toda tu ayuda.
Victor la siguió con la vista cuando volvió a su despacho. Era la misma jovencita que había aparecido en la puerta de su despacho el primer día de su programa de graduación para decirle que había leído toda su obra. La que años más tarde le proporcionó un lugar adonde ir, cuando nadie más quería hacerlo.
Y cuando Chel desapareció de su vista, reprimió las lágrimas.
Habían pasado casi cuatro horas desde que Davies había dejado a Thane delante del hospital, y Stanton se sentía nervioso. Miraba por la ventana, esperaba que su teléfono rompiera el silencio. Su teléfono, o cualquier cosa. El paseo marítimo de Venice estaba demasiado silencioso para su gusto. Quería oír a los vendedores gritando a los turistas que no tomaran fotos de su «arte», o ver al guitarrista barbudo, el alcalde honorario del paseo, yendo en monopatín de un extremo a otro. U oír a Monstruo llamando a su puerta.
—Sugiero un trago —dijo Davies.
Extendió un vaso de Jack Daniels en dirección a Stanton, pero éste lo rechazó con un ademán. No le iría mal, de todos modos. ¿Por qué demonios no llamaba Thane? Ya habría terminado de administrar las inyecciones. Intentó llamarla a su móvil, pero no pudo comunicarse con ella. La cobertura en Los Ángeles siempre dependía del lugar, y ahora era básicamente inexistente. Aun así, Thane tendría que haber encontrado una línea fija.
Su teléfono sonó por fin. Un número local desconocido.
—¿Michaela?
—Soy Emily.
Cavanagh. Mierda.
—¿Qué pasa? —preguntó, procurando no despertar sospechas.
—Has de reunirte conmigo en el centro de mando de inmediato, Gabe.
—Estoy llevando a cabo algunos experimentos de desnaturalización —mintió, y miró a Davies—. Podría estar ahí dentro de unas horas.
—El director está en Los Ángeles, y quiere hablar contigo. Me da igual lo que estés haciendo. Has de venir ahora.
Adam Kanuth, el director de los CDC, había estado en Washington y Atlanta desde el inicio del brote, y todo el mundo había reparado en su ausencia de Los Ángeles, incluida la prensa. Los partidarios decían que había estado administrando casos aparecidos en el país y en todo el mundo. Los detractores afirmaban que había evitado la ciudad porque no quería correr el peligro de infectarse.