Oyó que estaban pasando lista, y vio un pequeño círculo de hombres sentados en tumbonas muy cerca de la orilla, todos provistos de protectores oculares. Al principio, fue incapaz de imaginar quién era lo bastante descarado para convocar una reunión que violaba el toque de queda. Después cayó en la cuenta de que estaban sentados en el lugar exacto de Venice Beach donde siempre se reunían los hombres de Alcohólicos Anónimos. Solían congregarse al amanecer y, por sorprendente que fuera, le produjo un extraño consuelo saber que algunas citas eran ineludibles.
—Las empresas de servicios públicos no pueden seguir el ritmo de las exigencias o los apagones —estaba diciendo por teléfono un subdirector de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias—. Ausencia de electricidad significa ausencia de agua potable.
Los Ángeles había estado al borde de la crisis energética durante décadas. Ahora, con la mitad de la ciudad afectada por problemas de insomnio provocados por la angustia, las luces, los televisores y los ordenadores estaban en funcionamiento las veinticuatro horas del día. Los apagones se sucedían, el consumo de agua se había disparado, y los grifos podrían quedarse secos antes de una semana.
—¿Qué estamos haciendo con los cadáveres? —preguntó Stanton, aunque no era su turno—. Es posible que haya cadáveres descomponiéndose por las casas de toda la ciudad.
—Hemos de llevarlos a un lugar centralizado —contestó alguien. No reconoció la voz. Ahora había muchos burócratas implicados en todas las decisiones.
—Podríamos estar hablando de miles en pocos días —dijo Stanton. Había más de ocho mil víctimas de VIF en toda la ciudad, que supieran—. No tienen equipo para ese tipo de peligro biológico, y no hay manera de garantizar la seguridad de los trabajadores.
—Bien, hemos de hacer algo —intervino Cavanagh—, y no puedo creer que esté diciendo esto, pero empiezo a pensar que significa ordenar a la gente que rocíe los cadáveres con ácido o lejía y deje que se disuelvan en las bañeras.
La jefa de Stanton hablaba desde la oficina de correos, cerrada a causa de la crisis, convertida en centro de mando del CDC. A juzgar por su tono de voz dedujo hasta qué punto la estaba afectando la situación. Cuarenta y dos investigadores y enfermeras del CDC ya estaban infectados de VIF, y conocía lo bastante bien a Cavanagh para saber que se culpaba por ello. Había seleccionado en persona a muchas de esas víctimas para que vinieran de Atlanta y colaboraran en el control del brote.
Cuando la teleconferencia terminó, Stanton intuyó un resquicio y pidió a su jefa que no cortara la comunicación. De una forma u otra, Davies, Thane y él iban a probar los anticuerpos durante las siguientes veinticuatro horas. Los planes estaban trazados. Pero si podía convencer a Cavanagh de que era la decisión correcta, tendrían acceso a un grupo de muestra mucho más grande, y actuarían dentro de la ley.
—Emily, se está violando la cuarentena —dijo—. Pronto, esta conversación sobre cadáveres y bañeras se repetirá en todas las ciudades de Estados Unidos. Hemos de hablar de las opciones de tratamiento.
—Ya hemos hablado de esto, Gabe.
—Pero he de repetírtelo. Podríamos tener disponible una terapia de anticuerpos experimental pronto, siempre que empecemos de inmediato. Dentro de uno o dos días.
Miró hacia su apartamento, pero no quería ni imaginar la reacción de Cavanagh si supiera que estaban creando los anticuerpos mientras hablaban. Sin embargo, sabía que si podía utilizarlos y demostrar su eficacia, ella no tendría otro remedio que ceder.
El helicóptero continuaba dando vueltas, cada vez más cerca.
—Lo hablaré con el director —dijo por fin Cavanagh—. Tal vez podamos conseguir que la Casa Blanca emita una orden ejecutiva y suspenda los protocolos normales del FDA.
—El FDA irá a paso de tortuga. Como siempre.
—Todos queremos lo mismo, Gabe.
Stanton colgó, frustrado por la resignación de su voz. Su jefa le había dejado pocas opciones. Antes de volver a su apartamento, sonó el teléfono.
Descolgó.
—¿Ha descubierto algo?
—¿Doctor Stanton? Soy Chel Manu.
—Lo sé. ¿Ha descubierto algo más?
—Sí. Tenemos algo. Podría ser… útil. Es bueno.
Era estupendo oír a alguien que sonara vivo, incluso esperanzado.
—Con eso me basta —contestó—. ¿Qué es?
Mientras escuchaba su historia (¿la línea de latitud de la ciudad antigua daba la impresión de cruzarse con la del pueblo en el que ella había nacido?), Stanton no supo qué pensar. En ese momento, no tenía otra alternativa que confiar en ella; todo el mundo decía que la mujer sabía lo que hacía. No obstante, cada revelación de Chel se le antojaba más improbable que la anterior. Todo en su trabajo y su vida parecía dar vueltas sobre sí mismo de manera constante.
—¿No pudo averiguar si Volcy era de su pueblo? —preguntó.
—Sabíamos que era del Petén, pero no imaginé que podía ser de Kiaqix. Y él estaba asustado. No quiso decir nada concreto sobre su lugar de procedencia.
—¿Existe alguna posibilidad de confirmarlo antes de continuar adelante?
—No hay teléfonos en Kiaqix, pero he hablado con un primo mío. Vive en Ciudad de Guatemala, pero va de vez en cuando a mi pueblo para ver a su padre. Le pedí que mirara una foto en los sitios de noticias, y reconoció a Volcy por la foto que publicaron.
El helicóptero zumbaba ahora directamente sobre su cabeza. Stanton alzó la vista y vio no uno, sino dos helicópteros. Volaban bajo y daba la impresión de que se dirigían hacia la playa. Uno era grande y de aspecto militar. El otro era más pequeño, cuatro asientos embutidos en una burbuja de cristal. Segundos después, ambos descendieron hacia el suelo muy cerca el uno del otro. Era una de las escenas más extrañas que había visto nunca en el paseo marítimo, y decir eso era decir mucho.
Los hombres de la reunión de Alcohólicos Anónimos se levantaron y se protegieron la cara de la arena que giraba en el aire como un tornado. Por fin, ambos helicópteros aterrizaron a unos cien metros de la playa, y cinco hombres con uniforme de camuflaje, cargados con metralletas, bajaron del helicóptero de la Guardia Nacional. Corrieron hacia el otro helicóptero, sacaron a un joven piloto, a un hombre de unos sesenta años, y a una pelirroja que no podía contar más de treinta y cinco. El hombre de más edad vestía una americana cruzada y pantalones, como si se dirigiera a una reunión de negocios. La pelirroja todavía llevaba las gafas de sol y chilló cuando los esposaron y detuvieron. Stanton contempló la escena con incredulidad: los más ricos de Los Ángeles intentaban huir de la cuarentena.
—¿Doctor Stanton?
Volvió a concentrarse.
—Hemos de averiguar cuándo fue la última vez que la gente de su pueblo vio a Volcy y en qué dirección se fue desde allí para encontrar esa… ciudad perdida.
Una Atlántida en la selva como fuente del VIF no era la respuesta que había anhelado. Pero era lo único que tenían.
—Como ya le he dicho, no hay teléfonos. Y el correo puede tardar semanas en llegar. Estamos hablando del corazón de la selva.
—Pues enviaremos un avión.
—Pensaba que los guatemaltecos no iban a colaborar.
Con miles de personas infectadas en Los Ángeles, sería muy difícil convencer a nadie de Estados Unidos, y mucho menos de Guatemala, de que enviar un equipo a la selva en busca de unas ruinas desaparecidas era la mejor estrategia.
—Encuentre el lugar y los obligaremos a hacerlo —dijo Stanton.
—Haré lo que pueda.
—Lo sé, Chel.
Dijo su nombre como lo había pronunciado ella cuando se conocieron, con una consonante suave como si le estuviera diciendo a alguien que susurrara «shhhell». Era la primera vez que lo decía en voz alta. Por un segundo, Stanton temió haber metido la pata.
—Llamaré pronto, Gabe —fue lo único que dijo ella.
El viento agitaba el mar, y la capa marina entelaba el sol naciente. Cuando colgaron, la Guardia Nacional había introducido a los violadores de la cuarentena en el helicóptero de la Marina y despegado. El pequeño helicóptero continuaba posado sobre la arena. Dos tipos de Alcohólicos Anónimos estaban registrando la cabina vacía, tal vez para comprobar si podrían hacerlo despegar de nuevo.
Cuando uno de ellos introdujo un brazo cubierto de tatuajes a través de la ventanilla, Stanton recordó algo. Se volvió y corrió por el paseo marítimo. Habían reventado las persianas metálicas de las tiendas, que estaban enroscadas como las antiguas latas de sardinas. Nunca se habían permitido coches en el paseo, pero ahora tuvo que sortear coches abandonados cada pocos metros. Una camioneta se había estrellado contra una pared de ladrillo hasta penetrar en la tienda. La zona ajardinada entre el pavimento y la playa estaba sembrada de docenas de camisetas amarillas con el logo «
VENICE, DONDE EL ARTE SE CITA CON EL CRIMEN
».
Cuando se acercó al Freak Show, Stanton vio algo que se movía delante. Sobre los peldaños, una iguana con dos cabezas se agitaba de un lado a otro. Los saqueadores habían destrozado las puertas de cristal del edificio y todos los animales habían huido.
La iguana volvió a entrar en el edificio del Freak Show. Stanton la siguió.
En el interior, todo estaba destrozado.
La sala hedía al formaldehido que se había derramado de los tarros de conservación. Una serpiente común bicéfala estaba muerta bajo un pedestal volcado. Ni rastro de los demás animales. Stanton corrió al pequeño despacho de la parte posterior. No vio ni a Monstruo ni a la Dama Eléctrica. El ordenador portátil del que su amigo nunca se separaba estaba hecho añicos sobre el escritorio y su chaquetón se hallaba abandonado sobre el pequeño catre.
Stanton se sintió vacío mientras regresaba a casa. Dentro, había una carrera de obstáculos de aparatos y cables conectados con el generador portátil que habían llevado. Tendederos y centrifugadoras descansaban sobre el suelo, al lado de los muebles cubiertos a medias por fundas de plástico.
Davies y Thane estaban en la cocina, bebiendo los últimos restos de café de una máquina conectada al generador.
—¿Adónde fuiste? —preguntó Davies—. ¿Un surfeo rápido? ¿Un cucurucho de helado? Me han dicho que el caramelo salado es delicioso en el N’ice Cream.
Stanton no le hizo caso.
—Nadie se presentó aquí durante mi ausencia, ¿verdad?
Monstruo sabía dónde vivía Stanton desde que en una ocasión le había invitado a una fiesta en Art Walk. Tal vez, si se había metido en un lío…
Davies negó con la cabeza.
—¿Esperabas niños disfrazados? Supongo que debe dar la impresión de que voy vestido para Halloween.
Llevaba una vieja camisa con los botones del cuello abrochados y unos pantalones suyos, color caqui, a la espera de que se secara su ropa. Ver a Davies vestido de aquella manera era como la señal definitiva de que el mundo se había vuelto loco.
Stanton se volvió hacia Thane.
—¿Se encuentra bien?
—Preparada para lo que vamos a hacer.
—Por cierto —dijo Davies—, tengo una buena noticia para ti. Creo que los anticuerpos estarán terminados antes de lo que pensábamos.
—Vamos a ver —dijo Stanton.
El microscopio de alta definición del comedor funcionaba gracias a un segundo generador eléctrico. Stanton aplicó el ojo a las lentes. Después de inyectar el VIF al ratón anestesiado, habían introducido anticuerpos producidos por los animales en un tubo de ensayo con VIF, y los resultados eran asombrosos. Cada portaobjetos mostraba que la transformación proteínica había reducido su velocidad o se había detenido por completo.
Davies hizo un ademán en dirección a Thane.
—Ahora, lo único que ha de hacer ella es inyectarlo en las intravenosas de sus amigos sin que la pillen.
La condición de Thane para participar en el experimento era que el grupo de prueba consistiera en sus amigos y colegas enfermos del Hospital Presbiteriano. Sabía que iba a poner en peligro sus vidas si los anticuerpos no funcionaban, pero también sabía que era la única posibilidad que les quedaba.
—¿Cuánto tardaremos en saber algo? —preguntó la mujer.
—Si funciona, deberíamos ver algunos resultados antes de veinticuatro horas —dijo Stanton.
—¿Y si no?
—Yo no sé lo que haréis vosotros los yanquis —dijo Davies—, pero en cuanto a mí, voy a encontrar una forma de salir de este país olvidado de la mano de Dios.
Los dos habían decidido juntos construir su ciudadela en las Verdugo Mountains debido a su significado espiritual para los tongva (el pueblo de la tierra), quienes gobernaron la cuenca de Los Ángeles durante miles de años antes de la llegada de los españoles. En una parcela de ocho hectáreas, que habían convencido de vender al condado de Los Ángeles durante la crisis presupuestaria, su adivinador, su creciente comunidad de seguidores y él habían erigido con discreción quince pequeñas viviendas de piedra, cada una con capacidad para alojar a cuatro miembros. Habían conseguido los permisos necesarios, entablado amistad con los excursionistas habituales y rellenado los documentos de constitución en sociedad anónima de una comunidad agraria autosostenida situada a treinta kilómetros de la ciudad.
—Nosotros hicimos esto —les había dicho hacía tan sólo un mes, mientras su adivinador los observaba con orgullo—. Todos nosotros. Juntos.
Y lo decía en serio. Lo habían hecho, aunque alguno de los veintiséis hombres, mujeres y ahora dos niños nacidos en la comunidad no fueran conscientes de haber participado en el logro. Aquel día, algunos le habían pedido que hablara desde lo alto de la colina, y no desde el humilde portal de su casa. Pero él se había limitado a sonreír.
—Podría surgir un rey de entre nosotros algún día —dijo—, pero hoy no, y desde luego no seré yo.
Había sido soldado. Había pasado casi toda su vida en los desiertos: Arizona, Kuwait, Arabia Saudí. La primera vez que le habían enviado a Guatemala, apenas podía respirar el aire húmedo. Apenas podía soportar estar atrapado bajo el espeso dosel de árboles que absorbía toda la luz. Pero después se había enamorado del lugar. De Ciudad de Guatemala y de sus ladrones y mendigos, no; ni de los soldados con su chulería inmerecida, a los que había ido a entrenar. Se enamoró del mundo escondido de la selva.
Al principio, los indígenas eran figuras borrosas en las cunetas de las carreteras rurales, que apenas levantaban la vista de sus tareas mientras él pasaba a toda prisa en un
jeep
militar. Pero después exploró las ruinas de Tikal y Copán los fines de semana que no estaba de guardia en la base. Leyó sobre la cultura que había sobrevivido a los conquistadores, y después a siglos de hombres como él, enviados para destruirla. Empezó a comprender las profecías de sus antepasados, lo mucho que sabían de los designios secretos del mundo. Cuando conoció al adivinador, ya sabía lo que debía hacer.