Hace quinientos años, cuando los inquisidores españoles erradicaron los cultos paganos mayas, mas de cinco mil libros sagrados y obras de arte fueron pasto de las llamas. Hasta ahora se creía que sólo cuatro códices se habían salvado, pero Chel Manu, conservadora de antigüedades del Getty Museum de Los Ángeles esta a punto de descubrir que existe un quinto manuscrito. Y que se trata del único que se ha atrevido a narrar el terrible final de aquella civilización.
Mientras tanto, un hombre ha sido ingresado en el Hospital Presbiteriano con síntomas de IFF, Insomnio Familiar Fatal. Y el Doctor Gabriel Stanton, una de las principales autoridades del mundo en la investigación de enfermedades relacionadas con los priones, se enfrenta a un escenario sorprendente: no sólo que ese extraño mal amenaza con convertirse en una epidemia mundial, sino que la cura podría esconderse en el códice que Chel Manu se esfuerza en descifrar.
Dustin Thomason
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ePUB v1.0
NitoStrad21.03.13
Título original:
12.21
Autor: Dustin Thomason
Fecha de publicación del original: Septiembre 2012
Traducción: Eduardo García Murillo
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Para mi hermana, Heather, quien me ayuda a comprender
que nada une como los lazos de sangre, y para Janet,
la mejor madre del mundo, nuestro árbol generoso.
Está apoyado en silencio contra el muro del templo bajo la luz de la luna, con el pequeño bulto sujeto con fuerza bajo el brazo. El envoltorio de sisal irrita su piel, pero agradece la sensación. Le tranquiliza. En esta ciudad afligida por la sequía, no cambiaría este bulto ni por agua. La tierra que pisan sus sandalias está agrietada y reseca. El mundo verde de su infancia ya no existe.
Complacido por que los escasos guardias del templo que aún quedan no hayan detectado su presencia, corre hacia la plaza central, donde en otro tiempo medraban artesanos y tatuadores. Ahora sólo está poblada de mendigos, y los mendigos, cuando están hambrientos, pueden ser peligrosos. Pero esta noche tiene suerte. Sólo hay dos hombres ante el templo del Este. Ya le han visto antes, y saben que les da lo que puede. De todos modos, aferra con fuerza su fardo cuando pasa.
Hay un guardia apostado entre la plaza central y los silos de maíz. No es más que un muchacho. Por un momento sopesa la posibilidad de enterrar el fardo y volver a buscarlo más tarde, pero la tierra es polvo, y el viento azota los campos en los que en otro tiempo se alzaban árboles. Nada en esta ciudad abrasada permanece enterrado mucho tiempo.
Respira hondo y continúa adelante.
—Real y Sagrado —le llama el muchacho—, ¿adónde vas?
Los ojos del chico se ven cansados, hambrientos, pero destellan cuando se fija en el fardo que lleva bajo el brazo.
El hombre contesta la verdad.
—A mi cueva de ayuno.
—¿Qué llevas ahí?
—Incienso para mis devociones.
El hombre aprieta el fardo con más fuerza y reza en silencio a Itzamanaj.
—Pero hace días que no hay incienso en el mercado, Real y Sagrado. —El muchacho habla en tono hastiado. Como si todos los hombres mintieran ahora para sobrevivir. Como si toda la inocencia se hubiera fugado con las lluvias—. Dámelo.
—Tienes razón, guerrero. No es incienso, sino un regalo para el rey.
No le queda otra alternativa que invocar el nombre del rey, aunque éste ordenaría que le arrancaran el corazón si supiera lo que lleva encima.
—Dámelo —repite el muchacho.
El hombre obedece al fin. Los dedos del chico desenvuelven el fardo con rudeza, pero cuando el sisal se desprende, el individuo ve la decepción en los ojos del joven guardia. ¿Qué esperaba? ¿Maíz? ¿Cacao? No entiende lo que ha visto. Como la mayoría de jóvenes de esta época, sólo entiende el hambre.
El hombre envuelve de nuevo a toda prisa el fardo, se aleja del guardia y da gracias a los dioses por su buena suerte. Su pequeña cueva se halla en el extremo este de la ciudad, y se desliza a través de la entrada sin ser detectado.
Hay telas esparcidas sobre el suelo, en preparación de este momento. Enciende su vela, deposita el fardo a una prudente distancia de la cera, y después se seca con sumo cuidado las manos. Se pone de rodillas y coge el sisal. Contiene una pila de hojas dobladas hechas con corteza de una higuera endurecida con pasta de piedra caliza vidriada. Con el enorme pero, en apariencia, natural cuidado de un hombre que se ha preparado durante toda la vida para este acto, desenvuelve el papel. Ha sido plegado veinticinco veces, y cuando está desplegado por completo, las hojas en blanco ocupan todo el ancho de la cueva.
Saca tres pequeños cuencos de pintura de detrás de la chimenea. Ha raspado ollas para fabricar tinta negra, rascado orín de las piedras para fabricar tinta roja, y buscado anilina y arcilla en campos y lechos de ríos para la tinta añil. Por fin, el hombre se hace un pinchazo en la piel del brazo. Ve que los riachuelos de color púrpura corren por su muñeca y caen en los cuencos de pintura que tiene delante, santificando la tinta con su sangre.
Entonces empieza a escribir.
El bloque de pisos del doctor Stanton se alzaba al final del paseo marítimo, justo antes de que el sendero peatonal se metamorfoseara con los exuberantes jardines donde los amantes del taichí se reunían, y al otro lado de Venice Beach. El modesto dúplex no acababa de convencerle. Prefería algo con más historia, pero en este peculiar tramo de la costa californiana las únicas opciones eran cabañas destartaladas o edificios contemporáneos de piedra y vidrio. Stanton salió de casa a las siete de la mañana montado en su vieja bicicleta Gary Fisher y se dirigió hacia el sur con
Dogma
, su labrador amarillo, que corría a su lado. Groundwork, el mejor café de Los Ángeles, se hallaba a tan sólo seis manzanas de distancia, y Jillian le tendría preparada una triple dosis de Black Gold en cuanto entrara.
A
Dogma
le gustaban tanto las mañanas como a su amo, pero el perro tenía prohibida la entrada en Groundwork, de modo que Stanton, después de atarlo, entraba solo, saludaba a Jillian, recogía su taza y echaba un vistazo a la escena. Un montón de clientes madrugadores eran surferos, con sus trajes de neopreno todavía goteantes. Stanton se despertaba por lo general a las seis, pero estos tipos llevaban horas levantados.
Sentado a su mesa de costumbre estaba uno de los residentes más conocidos y extraños del paseo. Toda su cara y la cabeza rasurada estaban cubiertas de complicados dibujos, así como de anillas, clavos y pequeñas cadenas que sobresalían de sus lóbulos, nariz y labios. Stanton se preguntaba con frecuencia de dónde había salido un hombre como Monstruo. ¿Qué le había pasado en su juventud, que le había llevado a tomar la decisión de cubrir todo su cuerpo con arte? Por algún motivo, siempre que Stanton fantaseaba sobre los orígenes del hombre, veía un dúplex cerca de una base militar, justo el tipo de casas en que había pasado su infancia.
—¿Cómo va el mundo? —preguntó Stanton.
Monstruo alzó la vista de su ordenador. Era un fanático de los noticieros, y cuando no estaba trabajando en su tienda de tatuajes o divirtiendo a los turistas como animador del Freak Show de Venice Beach, estaba aquí colgando comentarios en blogs políticos.
—¿Aparte de que faltan tan sólo dos semanas para que el alineamiento galáctico provoque que los polos magnéticos se inviertan y muramos todos? —preguntó.
—Aparte de eso.
—Hace un día cojonudo.
—¿Cómo está tu chica?
—Electrizante, gracias.
Stanton se encaminó hacia la puerta.
—Si seguimos aquí, hasta mañana, Monstruo.
Después de beber su Black Gold fuera,
Dogma
y él continuaron hacia el sur. Un siglo antes, kilómetros de canales serpenteaban a través de las calles de Venice, la recreación de la famosa ciudad italiana llevada a cabo por el magnate del tabaco Abbot Kinney. Ahora, la práctica totalidad de las vías fluviales por donde los gondoleros habían paseado a los residentes estaban pavimentadas y cubiertas de gimnasios donde reinaban los esteroides, quioscos de comida rica en colesterol y tiendas de camisetas originales.
Stanton había visto surgir una avalancha de pintadas y baratijas sobre el «apocalipsis maya» que había invadido Venice durante las últimas semanas, pues los vendedores se aprovechaban del bombo publicitario. Le habían educado en la fe católica, pero hacía años que no pisaba una iglesia y no entraba dentro de sus planes hacerlo. Si la gente deseaba buscar su destino o creer en algún reloj antiguo, adelante. Él se aferraría a las hipótesis demostrables y al método científico.
Por suerte, daba la impresión de que no todo el mundo en Venice creía que el 21 de diciembre sería el fin de los tiempos. El paseo también estaba adornado con luces rojas y verdes, por si los chiflados se equivocaban. Navidad era una época rara en Los Ángeles. Pocos trasplantados sabían cómo celebrar las fiestas a veinte grados, pero a Stanton le gustaba el contraste: gorros de Papá Noel sobre patines en línea, bronceadores con medias, tablas de surf engalanadas con cuernos. Un paseo por la playa en Navidad era lo más espiritual que se podía permitir durante estos días.
Diez minutos después, llegaron al extremo norte de Marina del Rey. Dejaron atrás el viejo faro, los veleros y los barcos de pesca trucados que se mecían silenciosos en el puerto. Stanton soltó a
Dogma
, y el perro salió disparado mientras él corría detrás, escuchando música. La mujer a la que iban a ver siempre se rodeaba de jazz, y cuando escuchabas el piano de Bill Evans o la trompeta de Miles por encima de los ruidos de los muelles, significaba que no se encontraba muy lejos. Durante gran parte de la última década, Nina Countner había sido la mujer de la vida de Stanton. Si bien habían aparecido otras durante los tres años transcurridos desde su separación, ninguna había sido más que una simple sustituía de ella.
Siguió a
Dogma
hasta el muelle del puerto deportivo y percibió el sonido melancólico de un saxo a lo lejos. El perro había llegado a la punta del malecón sur, y estaba parado ante el enorme McGray de dos motores de Nina, casi siete prístinos metros de metal y madera, amarrado al último pantalán situado al final del muelle. Nina se agachó al lado de
Dogma
y empezó a masajearle el estómago.
—Me habéis encontrado —dijo.
—En un puerto deportivo de verdad, para variar —contestó Stanton.
Le dio un beso en la mejilla y aspiró su aroma. Pese a que pasaba casi todo el tiempo en el mar, Nina siempre conseguía oler a agua de rosas. Stanton retrocedió para mirarla. Tenía un hoyuelo en la barbilla e impresionantes ojos verdes, pero la nariz estaba un poco torcida y la boca era pequeña. Su belleza se le escapaba a casi todo el mundo, pero para él su cara era perfecta.
—¿Dejarás alguna vez que te pague un pantalán de verdad?
Nina le miró. Él se había ofrecido muchas veces a alquilarle un pantalán permanente, con la esperanza de que así pasara más tiempo en tierra firme, pero ella nunca había aceptado, y lo más probable era que jamás lo hiciera. Su trabajo como
freelance
para revistas no le aportaba ingresos continuados, de manera que había dominado el arte de encontrar pantalanes libres, playas ocultas y muelles que poca gente conocía.